Ordena Ida Vitale los textos de este volumen como si de un personal bestiario se tratara. En ellos se rinde un sentido homenaje a la naturaleza a la par que a la palabra. Contemplando con una mirada tierna y reflexiva el entorno natural, entendido como espectáculo y reserva espiritual, Vitale nos anima a enamorarnos y redescubrir esa exhibición gratuita, generosa que nuestra tierra ofrece.
Intención
Alguien viaja,
visita un museo o lee un libro por gusto, pero quizás imagine un fin ulterior.
En mi casa, nadie hubiese definido como útil la atención puesta en
criaturas que no suelen atraerla, pájaros, o esos apenas identificados como bichos
o plantas poco decorativas que las ciudades erradican al crecer: no soy botánica,
ni zoóloga, ni bióloga ni dibujante especializada. Voy hacia mi límite sin
modificar el hábito infantil de asombro ante el mundo que acompaña incluso a
los humanos desentendidos de inútiles minucias. Su riqueza prodigiosa
posibilita una extensión del alma que hoy pocas cosas ofrecen. La música, sin
duda. La curiosidad une partes desvinculadas del mundo y justifica al ser
humano. Le ayuda a ser un recreador de aquel, al refrendar su porqué, y a preguntarse
su propio para qué.
Cuando,
implicada en otros proyectos, me atrajo este, vi un sentido retrospectivo en
tanta atenta distracción y hasta una direccionalidad que no me permite suponer
en mis cercanías algún eón o inteligencia eterna, bienhumorada. Siempre atraída
por la red de coincidencias y comunicaciones entre materias remotas, no puedo
eludir el gusto de organizar una peregrinación por un decoroso paraíso del que
solo excluiré a Adán y Eva, esos imprudentes. ¿Paraíso? ¿Qué paraíso? ¿Acaso la
tierra puede aparecérsenos como un paraíso? ¿Todavía? Creo, sí, que a espaldas de
muchos y con el auxilio de pocos, hay, para quien quiera verlos, rastros de un
paraíso desatendido y minado.
Las páginas
que siguen solo presumen de sus buenas intenciones y les bastaría encontrar
algún lector curioso sin perderlo, aburrido, a medio camino. Después de todo,
si la tierra es un parcial, logrado, infierno, empedrarlo con ellas no va a
empeorar las cosas. Quizá mi inconsciente propósito sea atisbar la reserva de
tensión espiritual que ofrece la naturaleza. Estar atentos para aceptar las
múltiples cosas que nos da en espectáculo, las enseñanzas y advertencias que
ofrece, sería la debida respuesta a lo que encontramos al llegar al mundo y
constituiría, me parece, una natural cortesía retributiva. Si implica desdén no
aceptar y celebrar los alimentos que alguien prepara para nosotros con buen
ánimo, ¡qué decir del impávido que se sienta igual debajo de un tilo en flor
que de una adelfa!
Cuando la más
célebre de las discusiones, la de Jehová con Job, aquel que no se privaba de
abrumar al quejumbroso con el empleo de su artillería pesada, le reclamó su
desatención frente al mundo natural: «¿Sabes en qué época paren las cabras
monteses? / ¿Has presenciado los dolores de parto de las ciervas? / ¿Has
contado los meses que cumplen y sabes el tiempo de su parto?». Para Jehová era
culpa grave que Job no reparara en la vida de los seres que compartían la
tierra. Hoy, solo los especialistas saldrían airosos ante tales preguntas.
Habrá quien nunca haya visto una cabra montés ni falta que le haga.
Recuerdos
contados de la tía Ida, de la que no los tengo propios, y heredar su nombre, su
cuarto, sus libros, me acercó a ella. Botánica, amaba también a los animales.
Leí y releí sus Fabre. Haber tenido la suerte de que María Enilda Castro, mi
dulce maestra de tercer grado, me regalara El maravilloso viaje de Nils
Holgersson de Selma Lagerlöf, lo hizo mi personaje favorito, tanto como Okra,
la vieja pata gris, guía de la bandada de patos silvestres, tras la cual vuela
el pato blanco de los Holgersson, arrastrando a Nils, al que un gnomo ha
castigado, volviéndolo minúsculo.
Este viaje le
enseña a amar a los animales y recupera su tamaño. A ese amor quedé adscrita. «Un
objeto es aquello que se mueve junto a uno». Yo adaptaría así esta
definición
parcial de Jakob von Uexküll, alguno de cuyos libros leería años después:
aquello que se mueve junto con uno debería ser el objeto de nuestra atención.
Esto a nada es más aplicable que al subvalorado mundo de las criaturas no
humanas que nos acompañan. Según la Lagerlöf, el grito de los patos silvestres
es: «Aquí estoy. ¿Dónde estás tú?». Konrad Lorenz lo tomó como título de su
libro sobre el comportamiento de los gansos. Dijo deber esta elección a «la
perspicacia poética de una maestra sueca que, llena de pureza emocional no
exenta de tino científico, supo traducir el reclamo de los gansos silvestres».
Hay una reflexión de Walter Benjamin (que retengo ahora en lo esencialmente estético): «El paisaje cuelga para los ricos de un marco de ventana y solo para ellos lo ha firmado la mano magistral de Dios». Sin duda inspira esta amargura una idea enroscada sobre sí misma: el paisaje italiano, visto desde el interior de alguna villa italiana, le recuerda la imagen de un paisaje italiano como fondo de un cuadro. Pero a esa sagacidad la antecede otra: «La naturaleza se otorga de buen grado a vagabundos y mendigos, a bribones y haraganes». Soslayemos esa compañía, digamos que la naturaleza está ahí y cobra un único peaje para llegar a ella: tener los ojos abiertos, sobre todo los del espíritu. A los vagabundos, aun ocasionales, les ofrece sus gracias gratis. Si no exigimos sus donaciones más raras, será generosa: todos tenemos derecho al sol, al cielo, a las irrepetibles formaciones de las nubes, a los árboles y al efecto del viento en ellos, a las flores sencillas, a los pájaros ciudadanos. No por familiares deberían perder prestigio a los ojos acostumbrados. En nuestro balcón de Montevideo son usuales los gorriones ansiosos a las horas del pan, siempre poco para su exigencia. Los benteveos, que no se interesan en la comida humana y permanecen en el árbol próximo, dejando apenas ver el dibujo en suave amarillo, negro y blanco de su cabeza, me distraen de los frecuentes y fieles vecinos. Pero con ellos nunca lograré ni comunicación ni compañía. En cambio, cuando regresamos en primavera, los jóvenes gorriones —inexpertos y, sin duda, para los padres, imprudentes— con un poco de paciencia se acercan a comer casi al lado de nuestros pies y podrían constituir, si somos cautelosos, una nueva generación acogedora, menos desconfiada de nuestra especie.
Muchos
compadecen a los animales encerrados en zoológicos. No siempre se compadecen de
los humanos —y aun de sí mismos— en situaciones en parte similares a las que
les preocupan. También hay humanos forzados a vivir lejos de la naturaleza, en
ciudades áridas, a cumplir largos horarios en lugares de trabajo con luz
artificial y aire acondicionado, no por cada uno según su criterio, sino
de modo automático, suponiendo en todos igual disposición ante las
temperaturas. Cuando urbanistas sensibles buscan distribuir espacios verdes y
juegos de agua, cuando nuevas normas arquitectónicas obligan a que todas las habitaciones
de los nuevos edificios tengan ventanas que permitan no solo recibir aire sino
también ver el cielo, se reconoce algo que puede no percibirse como carencia,
aunque pueda aflorar como inexplicable molestia. La única defensa contra esas
construcciones (a veces aberraciones) de cemento, favorables al instinto de
muerte, parecería radicar en la absorta mirada de un niño pequeño sobre los
mínimos seres a su medida, al descubrirlos entre el pasto de un jardín. Un niño
extrae a la larga más y mejores modos de diversión de una lupa que de un
triciclo. De su atención detenida, de su naciente curiosidad nacen muchas
cosas: para empezar, su propia intimidad. Yo diría que en ella renace la
civilización.
Nuestros próximos, los animales
J. H. Fabre, al margen de la academia y sin auxilios materiales, dedicó su vida al estudio de los insectos y de sus
costumbres, desde los más comunes —hormigas, arañas, escarabajos, etc.— hasta
algunos de apariciones menos asiduas en nuestra vida. Trabajó en un siglo, el XIX,
que vio a la vez las labores de otros pioneros, que buscaban especies nuevas en
zonas semisalvajes, por encargo de zoológicos y de jardines botánicos. Estas actividades,
aunque comerciales, ampliaron de modo imprevisto los horizontes científicos: la
conducta de los animales, desde los más exóticos a los más familiares, ofreció
un nuevo y dinámico campo de investigación.
Ya no cabe
confundir la psicología de los animales con la de sus propietarios, como haría
la célebre y prolífica retratista Vigée-Lebrun en unas presuntas memorias
paródicas que Colette le inventa: al encargarle un imaginario príncipe ruso su
retrato, aquella resuelve […] reunir con él, sobre la misma tela, a la
princesa, a sus once niños […], su caballo preferido, dos perros y un casal de
palomas domésticas, animales que la naturaleza generosa parecía haber colmado,
como a sus nobles amos, de todos los dones del espíritu y del corazón.
Las distintas
posiciones de los psicólogos determinaron las actitudes de los estudios de los
animales. El conductismo, que hoy reina en la academia estadounidense, ocupó el
nuevo campo de la actividad animal.
Reconocer la
importancia de la comunicación entre los animales trajo a primer plano el tema
de lenguaje y la posibilidad de comprensión entre ellos y el hombre; no es un
tema nuevo. Melampo, dios menor entre los griegos, era capaz de hablar con los
animales; no Orfeo, que los atraía con la música. Relatos legendarios de
diversas culturas abundan en dones mágicos, anillos o talismanes que permiten
comprender el canto de un pájaro que anuncia un peligro, advierte algo,
recomienda un próximo paso. Las más remotas tradiciones nos acercan a un tiempo
infinitamente distante, cuando todos los seres habrían estado dotados con el
poder de comunicarse.
Avances
científicos en terrenos auxiliares, como la computación, amplían, es obvio, las
posibilidades de los estudios sobre la comunicación. A la vez, los progresos de
la genética se disparan, dándole la espalda a lo que de espiritual podrían
guardar aquellos progresos en la comunicación entre el ser humano y algunos de
sus compañeros sobre la tierra. El conductismo, que permitió ampliar
materialmente esos estudios, insiste desde sus premisas en ponerle límite a las
conclusiones que podrían alcanzarse, y a veces entrevé un conocimiento
interior, fuente difícil de precisar, no de intuir.
Los animales
nacidos en cautiverio adquieren una asombrosa capacidad de comunicación con los
cuidadores que se han ganado su confianza; los delfines y ciertos grandes monos
llegan a aprender símbolos que equivalen a conceptos y a palabras. Se recibe
cada vez más información de quienes pasan su vida entre animales en los
zoológicos. Una viene del de Columbus. Fossey, bebé gorila nacido en
cautiverio (así llamado en memoria de Diane Fossey, la estudiosa de gorilas
asesinada en Ruanda), amamantado con descuido, tenía la cara cubierta de leche.
La cuidadora, sin pensarlo, lo dijo, y fue la primera sorprendida cuando la madre
de Fossey se lo acercó a la reja para que lo limpiara. Otro caso, más notable,
trata de un bebé gorila enfermo que requería una inyección que los gorilas
detestan. Sin embargo, la madre comprendió que su cría estaba enferma y,
confiando en sus cuidadores, la acercó a la reja para permitir que la
inyectaran. En el primer caso, pudo haber comprensión de ciertas palabras
habituales, como dámelo. En el otro, el instinto maternal que, en estos
casos, elige la confianza.
Dieter Plage,
dedicado a filmar escenas de la vida natural, registró una historia notable
ocurrida en la India. Ante la crecida de un río, una leopardo hembra abandona a
nado su guarida para llevar en el hocico a sus cachorros, en dos viajes
sucesivos, hacia la otra orilla. Allí vive un conocido conservacionista, B.
Arjan Singh, que había criado felinos, entre otros a Harriet, la
leopardo. Entonces Harriet se refugia en la cocina de su examo, que,
elevada, le ofrece seguridad. Cuando intuye que la subida del río ha terminado,
intenta volver a su cueva. Pero la fuerza de las aguas la disuade de hacer sus
dos cruces a nado, así que, con un cachorro en el hocico, sube al bote de
Singh, como cuando pequeña, y espera a que este la lleve de regreso a su cueva.
Los
orangutanes se especializan en escapar de sus jaulas, gracias a su fuerza o a
la astucia con que se ayudan inventando herramientas, tanto que a menudo se
recurre a ellos para probar si las jaulas son seguras para otros monos. Para
recapturar a uno, hubo que dormirlo mediante un dardo. Pero o despertó
demasiado pronto o los encargados de encerrarlo no estaban prácticos y el dardo
se le quedó en el brazo. Por horas trató de sacárselo él mismo, ya que su
cuidadora solo podía hacerlo con una pinza que lo espantaba. Al fin, después de
reflexiones serias, acercó el brazo a la reja. Con el otro se tapaba los ojos,
desviando la cabeza como un niño en similar trance.
La cuidadora
de Molly, una gorila enferma, debía ponerle un termómetro de banda, de
los que se colocan en la frente. Probó ponérselo a sí misma. Luego sin saber
bien cómo hacer para colocárselo debidamente a la enferma, se lo puso en un
pie, que era lo que tenía cerca. Molly se lo quitó de allí y se lo
colocó donde correspondía, y luego, cuando era hora de registrar su
temperatura, lo entregó: ¿imitación o comprensión?
Quienes están o han estado cerca de caballos suelen tener observaciones sobre la comunicación, las respuestas, las actitudes, que traducen sentimientos que, de darse en un ser humano, se considerarían anticipaciones o intuiciones. También de otros animales hay historias que solo sorprenden a quienes se asoman a ellas por primera vez: ejemplos de sentimientos extremados de afecto hacia su descendencia, sus amos, sus cuidadores o hacia otros animales, a veces de animales normalmente incompatibles.
Hay casos
llamativos entre los animales adiestrados para acompañar a ciegos o que se
emplean, cada vez con más frecuencia, para que ancianos acosados por la soledad
o por la obligada convivencia con extraños en un asilo mantengan el interés en
la vida. Como enfermeros especialmente sensibles y afectuosos, gatos o perros
reparten su apego entre varios ancianos. Una rara perceptividad les hace sentir
la declinación de alguno; lo demuestran no apartándose de él. ¿Registran un
olor distinto, un cambio de temperatura? ¿Hay una comunicación mental?
Mi hija tiene
dos perros labradores, macho y hembra, cuya psicología difiere. Odiseo es
el cachorro eterno, cariñoso, expansivo e inoportuno, al que es difícil
enseñarle algo, en parte porque tiene demasiados dueños. Melania es
tímida, adora a Odiseo hasta el punto de no comer si es echado fuera, y
entiende, me parece, todo. Es mi favorita, pero se me resiste. Cuando llego, Odiseo,
que ha alcanzado un peso respetable, me salta encima con todo cariño. Debo
frenarlo para que no me tire al suelo. Él no entiende; Melania, sí, y no
se acerca por más que la llame. Hace tiempo jugando junto a un ventanal,
golpearon contra un vidrio que se desplomó. Era la peor noche del invierno.
Pasamos más de una hora colocando un gran plástico que remediara el problema
hasta conseguir un vidriero. Los culpables, asustados, se habíanquedado quietos
tras unos sillones. Fui la primera en sentarme. Melania se acercó y puso
la cabeza en mi falda. Al acariciarla vi sangrar una herida en el lomo, entre
el brillante pelo negro. Una astilla de vidrio le había caído de punta. Se
quedó quieta en la misma posición mientras la curábamos. Su inteligencia la
llevó hacia quien ya podía atenderla. Pese a su timidez y a nuestra —digamos—
falta de intimidad.
El libro lo pueden descargar en el siguiente sitio web:
https://ww3.lectulandia.com/book/de-plantas-y-animales/

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