Biden puede y debe implementar acciones ejecutivas para reducir las emisiones de carbono. Pero también se necesitan políticas que ayuden a construir una base popular para la acción climática, conectadas con mejoras concretas en la vida de la gente.
Durante su
campaña, Joe Biden pregonó un ambicioso conjunto de políticas climáticas,
muchas de ellas elaboradas en forma conjunta por los grupos de trabajo de
Biden y Bernie Sanders sobre cambio climático, y el cambio climático es
mencionado como una de sus cuatro prioridades fundamentales en el
sitio web de su equipo de transición. El Movimiento
Sunrise [Amanecer], entre otros, sostiene que la victoria de
Biden representa un mandato de tomar
acciones en relación con el clima. Las condiciones económicas son ideales para
un gran programa de inversión pública que pueda comenzar a concretar las ideas
del Green New Deal [Nuevo
Pacto Verde] y mostrar que el gobierno puede trabajar en mejorar la vida de la gente.
Pero las
condiciones políticas, empero, no son auspiciosas. Sin control demócrata en el
Senado, que está aún pendiente de la elección en Georgia, a Biden le costaría
lograr cambios en el nivel legislativo. Aun si ambos candidatos demócratas se
imponen en la segunda vuelta en Georgia del 5 de enero, el voto en el Senado se
dividirá 50-50, lo que incrementará el poder de demócratas conservadores como
Joe Manchin, de West Virginia. Todavía es concebible que el Congreso logre
aprobar un paquete de estímulo que contenga fondos para proyectos relacionados
con el cambio climático, un salvavidas para servicios de transporte público al borde de
la insolvencia, o un proyecto de ley que asigne dinero a obras de
infraestructura verde en los márgenes. Sin embargo, la esperanza de una
legislación bipartidaria seria es una fantasía. El «republicano razonable» Mitt
Romney ya ha instado a los conservadores a luchar
para asegurar que «no nos olvidemos del gas, el carbón y el petróleo».
Frente al
prolongado impasse en el Congreso, las acciones en el ámbito
local y de los estados han sido otro blanco relevante para quienes impulsan
políticas climáticas en Estados Unidos, lo que ha resultado en un progreso real
en la implementación de energías renovables. Pero las crisis presupuestarias
generadas por la pandemia pronto golpearán a los gobiernos locales y
estaduales. La Reserva Federal puede y debe ayudar a aliviar la presión
extendiendo los préstamos a bajo interés y las compras de bonos municipales,
aunque a la larga no hay reemplazo para el impacto del gasto del gobierno
federal. Y los republicanos ya están promoviendo un
pequeño paquete de estímulo que no incluiría asistencia a los estados y las
ciudades.
Dadas estas
condiciones, está surgiendo un consenso sobre el rol de Biden como el «presidente del clima»: puede usar el poder presidencial para
establecer estándares en problemáticas como las emisiones de carbono en el
sector energético y las emisiones de metano resultantes de la extracción de
petróleo y gas. Puede darle a la Comisión de Bolsa y Valores el poder de exigir
la divulgación de información sobre riesgo climático. Puede ordenar a la
burocracia federal que mitigue de manera activa los efectos dispares de los
daños ambientales. Puede volver al Acuerdo de París e intentar una nueva ola de
diplomacia climática, aunque difícilmente Estados Unidos esté en posición de
«liderar al mundo» en temas climáticos, a la luz de los recientes compromisos
de descarbonización asumidos por China, Japón, Corea del Sur y la Unión
Europea. (El intento de Biden de ser más duro que Trump en
relación con China no es un buen augurio en
relación con un pacto climático sinoestadounidense). Estas acciones pueden
tener efectos reales tanto en las emisiones de carbono como en el campo de
juego de la política climática, y Biden debería emprenderlas.
No obstante, para
que la política climática dure más de una presidencia, necesitamos medidas que
ayuden a construir una base popular para la acción climática, conectadas con
mejoras concretas en la vida de la gente. Aquí es donde el uso de la acción
ejecutiva para el logro de objetivos climáticos –el tipo de programas limitados
a los «halcones»– resulta insuficiente. No hace nada para promover el apoyo
entre quienes son escépticos o directamente hostiles hacia la política verde.
El deseo de atajos
es comprensible, considerando el poco tiempo que tenemos para reducir las
emisiones y lo disfuncionales que se han vuelto las instituciones políticas
estadounidenses. Con franqueza, teniendo en cuenta la probabilidad de que la
Suprema Corte avale los planteos de los conservadores contra la regulación
climática, cuesta imaginar algo que sea mejor para la política climática
estadounidense que la total deslegitimación de la Corte, aunque ese no sea
probablemente el sendero que Biden vaya a transitar.
El punto es, sin
embargo, que un inmenso número de personas votó por Trump aun cuando las
políticas progresistas siguen siendo mayoritariamente populares. La campaña de
Biden en relación con el covid-19 debería preocupar particulamente a los
defensores del clima. En lugar de atacar a Trump tanto por su pésimo manejo de
la crisis de salud pública como por su fracaso en proveer una ayuda económica
sostenida para las millones de personas que perdieron su empleo por la
pandemia, Biden dejó que esos dos aspectos de la crisis aparecieran
contrapuestos: el covid-19 se volvió un tema de seguridad versus economía. La
información preliminar de las encuestas a boca de urna sugiere
que quienes están preocupados por la respuesta frente a la pandemia votaron por
Biden, mientras que quienes lo están por «la economía» votaron por Trump. Sería
un desastre que pasara lo mismo con el cambio climático, lo que significa que
sin duda será ese el rumbo que tomarán los republicanos. Hay que acostumbrarse
a escuchar que «el remedio es peor que la enfermedad», el eslogan que irrumpió
durante las protestas anticuarentena, como el estribillo en la próxima ronda de
batallas por el clima.
Ya hemos visto
esta dinámica en funcionamiento. En 2016, Trump acusó a Barack Obama de
librar una «guerra contra el carbón» y prometió llevar al sector a su antigua
gloria. Es evidente que fracasó, pero aun así su retórica resultó efectiva
contra Hillary Clinton en Appalachia durante la campaña. En rigor, se cerraron
más plantas de carbón durante el mandato de Trump que durante cualquiera de los
de Obama. La producción estadounidense de carbón ya había estado disminuyendo
desde hace años, ya que el gas natural barato lo había desplazado de la
combinación de energías utilizada en las plantas eléctricas. Los empleos del
sector carbonífero venían mermando mucho tiempo
antes de eso debido al reemplazo de los trabajadores por
maquinaria. En su pico durante la década de 1920, la industria empleó a más de
800.000 personas en el país. En la actualidad, se mantienen aproximadamente
42.000 puestos. Como las empresas carboníferas quebraron,
incumplieron sus obligaciones previsionales hacia sus antiguos empleados y el
gobierno federal se vio obligado a hacerse cargo. En diciembre pasado, el Congreso rescató casi
100.000 pensiones de mineros del carbón.
Como lo señalan
las investigaciones sobre energía, el carbón es el «canario en la mina»,
el indicador temprano de cambios en las demás industrias de combustibles
fósiles. El petróleo no está todavía en la misma etapa de decadencia,
pero se encamina en esa dirección. La
industria estadounidense de fracking creció rápidamente en la
década pasada gracias al crédito barato y al impulso de Obama, quien presumió
de haber convertido a Estados Unidos en el principal productor mundial de
petróleo. Pero el petróleo de esquisto que produce el fracking solo
es redituable cuando los precios del mineral son relativamente altos,
y la sobreproducción de gas de
esquisto ha saturado los mercados globales. La combinación de
una disminución de la demanda impulsada por la pandemia y la guerra de precios
entre productores saudíes y rusos hizo que este año los precios se derrumbaran,
lo que resultó en un número récord de quiebras entre
los productores estadounidenses de petróleo. Aproximadamente 107.000 trabajadores
del sector perdieron su empleo en Estados Unidos este año. Algunos de ellos
podrán recuperarlo cuando repunte la economía (cuando sea que eso ocurra), pero
muchos no. Analistas del sector energético sugieren que el mundo puede haber
llegado al «pico en la demanda de petróleo»,
a medida que la energía renovable comienza a reemplazar a los combustibles
fósiles. El Houston Chronicle informa que el nivel de empleo
en la industria petrolera en Texas «quizás nunca pueda recuperarse
totalmente», mientras el sobreextendido sector del petróleo de
esquisto se consolida y
aprende a arreglárselas con menos trabajadores.
Por supuesto que
el petróleo no va a desaparecer de la noche a la mañana, y la actual
trayectoria de producción todavía tendrá impactos devastadores sobre el clima.
Por lo tanto, abordar la industria del petróleo y el gas sigue siendo esencial
para cualquier política seria en defensa del clima. Y en tanto una industria
destructiva que alguna vez pareció invencible hoy está en problemas, es un
momento ideal para socavar aún más su poder. Con miles de trabajadores de la
industria sin empleo, hay una oportunidad real para implementar programas federales
de empleos verdes, que transformarían la promesa de empleo alternativo en algo
tangible y creíble.
En cambio, Biden
abordó el problema de los combustibles fósiles en forma defensiva, alejándose
del Nuevo Acuerdo Verde e insistiendo en que no tiene intención de prohibir
el fracking. Mientras que los empleos verdes eran técnicamente un
componente fundamental de su plataforma sobre el clima, aparecieron como un
ítem más en una lista variada de proyectos políticos. Los «empleos verdes» son
ya una pieza conocida en la retórica demócrata, que probablemente muchos
votantes observen con escepticismo hasta tanto sea respaldada por acciones. Es
un problema político realmente difícil. Pero Biden simplemente lo eludió: no
habló de la actual pérdida de empleos en la industria del gas y el petróleo ni
se refirió directamente a lo que podría hacer al respecto, dando a entender en
cambio que ayudaría al sector a volver a la normalidad.
Otros demócratas
centristas han tomado un rumbo similar, denunciando el Green New Deal y
defendiendo los combustibles fósiles. Conor Lamb, representante por el distrito
17° en el oeste de Pensilvania, criticó hace poco a Alexandria Ocasio-Cortez
por decir que «el fracking es malo» (en efecto, lo es) y
sugirió que la prohibición del fracking es «impopular» y
«absolutamente poco realista». Pero lo que es verdaderamente poco realista es
esperar que la industria de combustibles fósiles sea un proveedor estable de
buenos empleos, incluso en el corto plazo. Lamb y otros mienten o fantasean cuando
sostienen lo contrario. En Pensilvania, los empleos en el sector del gas
natural ya estaban disminuyendo antes de la pandemia. Y mientras que el nivel
de empleo en la producción petrolera se había mantenido estable antes del
colapso de los precios, ya había más empleos en Pensilvania en el sector de
«eficiencia energética» que en la extracción tradicional de combustible. Los
propios inversores de la industria saben que su futuro luce sombrío: Wil van
Loh, presidente de una empresa privada muy comprometida con la producción de
esquisto, afirmó recientemente que
desaconsejaría que los hijos de sus amigos entraran en el negocio del petróleo.
¿Por qué tantos demócratas fingen lo contrario?
El hecho de que
los problemas actuales de la actividad petrolera tengan poco que ver con la
política climática federal no evitará que los republicanos acusen a los
demócratas de librar una «guerra contra el petróleo», así como evitó que Trump
inventara una «guerra contra el carbón». Hay evidencia preliminar para sugerir
que esta será una estrategia eficaz: mientras Biden de hecho mejoró el
porcentaje de votos de Clinton en áreas del oeste de Pensilvania, en el sur de Texas perdió
terreno entre los votantes de origen latino en áreas que anteriormente eran
baluartes demócratas, probablemente debido, al menos en parte, a la percepción
de que los empleos en el sector petrolero están bajo amenaza. Si los demócratas
no enfrentan el declive de la industria de los combustibles fósiles, la caída
del petróleo no será una oportunidad, sino un peligro.
En lugar de tratar
a la industria petrolera como un sagrado creador de empleo, los demócratas
deberían ir tras los patrones que abandonan a los trabajadores a su suerte y
señalar a los republicanos como la barrera que impide alternativas genuinas.
Los mineros del carbón y las comunidades mineras se volvieron contra sus antiguos
empleadores cuando quedó claro que la industria no los
protegería. Y como en el caso del carbón, son los trabajadores quienes pagarán
por el número récord de
quiebras de empresas productoras de petróleo. A fines de octubre, Exxon anunció que
despediría a 14.000 trabajadores, de ellos 1.900 en Estados Unidos
–aproximadamente 15% de la fuerza de trabajo global–, como parte de un esfuerzo
por mantener los dividendos de los
accionistas.
El declive del
carbón y el petróleo ilustra condiciones que valen para toda la sociedad estadounidense:
los peligros de depender de la industria privada para el cuidado de la salud y
los beneficios previsionales, y el imperio del poder corporativo y la prioridad
de los accionistas sobre los trabajadores. Estas industrias, además de causar
un daño ambiental, ejemplifican la necesidad del control democrático sobre la
economía y de apoyo público a los trabajadores en medio de las expansiones y
contracciones del capitalismo.
Lo más
esperanzador en este momento es que el movimiento climático ha recorrido un
largo camino en la última década. Sin duda, los activistas han cambiado la
forma de presentar la discusión sobre el clima y establecido un nuevo estándar
para una política climática progresista, al tiempo que han puesto la justicia
en el centro de la escena; han contribuido a la elección de representantes
comprometidos con un Green New Deal, desde los municipios hasta el Senado. Pero
deberían preocuparse por la brecha entre los avances retóricos y el poder para respaldarlos.
Y mientras los movimientos indígenas y en defensa del clima han tenido en algún
caso éxito en impedir el establecimiento de nueva infraestructura para
combustibles fósiles, transformar la infraestructura existente intensiva en
carbono ha resultado un desafío mucho mayor. En síntesis, la izquierda
defensora del clima tiene mucho más poder del que tenía, pero mucho menos del
que necesita.
Afortunadamente,
es probable que en los años por venir no escasee la movilización política. Es
probable que la irrupción de las protestas de Black Lives Matter durante el
verano fuera alimentada en parte por la intensidad con que la crisis económica
y de salud pública golpeó a las comunidades negras. Mientras vencen los
aplazamientos de los desalojos y disminuyen los cheques de desempleo, el
activismo climático debería estar listo para volcarse a las calles conectando
las crisis de vivienda y empleo con demandas por viviendas y empleos verdes. Al
mismo tiempo, debe seguir construyendo poder desarrollando vínculos más estrechos
con otros grupos organizados de izquierda –no solo organizaciones electorales
sino también sindicatos y organizaciones defensoras de los derechos de los
inquilinos– y seguir contrarrestando el poder de la industria de los
combustibles fósiles a través de la acción directa. Todavía sentimos las
réplicas de 2008; las causadas por 2020 reverberarán por mucho tiempo en el
futuro. Sin importar lo que haga el gobierno de Biden, necesitamos este momento
de radicalización para continuar construyendo movimientos políticos que puedan
luchar en nuestros propios términos.
Publicamos este
artículo como parte de un esfuerzo común entre Nueva
Sociedad y Dissent para difundir el pensamiento
progresista en América. La versión original, en inglés, puede leerse acá: https://www.dissentmagazine.org/online_articles/wi...
Traducción: María
Alejandra Cucchi
https://nuso.org/articulo/Biden-cambio-climatico/?utm_source=email&utm_medium=email
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