El concepto de «capitalismo solar» propone pensar críticamente, desde el Sur global, la cuestión energética contemporánea. Se trata de analizar diversas estrategias de acumulación que están respondiendo al desafío combinado del cambio climático y el declive progresivo de los recursos fósiles. Este proceso implica una adaptación del capital a condiciones extraordinarias e incita al acaparamiento global de tierras, minerales y trabajo.
En los últimos
años, un consenso generalizado en torno de la «transición energética
corporativa» ha moldeado las estrategias para abordar la crisis climática1. Las directrices de esta transición han sido dictadas
fundamentalmente por los intereses del Norte global, impulsando esquemas de
comercio e inversión internacional que favorecen una rápida implementación de
proyectos privados de energía renovable (principalmente solares y eólicos), una
creciente extracción de minerales críticos y una progresiva reorganización del
trabajo para la producción de tecnologías verdes. Estas tendencias coinciden
con las respuestas a la pandemia de covid-19, en cuyo marco las reestructuraciones
económicas y geopolíticas generaron fuertes movimientos hacia la
digitalización, la electrificación y el reajuste de las cadenas de suministro
globales.
El modelo de
transición aquí descrito se desarrolla dentro del estrecho espacio de la política
pública contemporánea. Se trata, en otras palabras, de propuestas que no
cuestionan las relaciones capitalistas de producción, ni mucho menos el papel
protagónico que su incesante metabolismo ha jugado en la crisis ambiental
global; una crisis con responsabilidades e impactos profundamente desiguales2. Por lo tanto, es crucial superar el discurso
consensualista de la transición energética y ubicarla en su dimensión
política. 
Desde el Sur
global, diversos movimientos sociales y grupos académicos discuten los límites
de las estrategias actuales para abordar la crisis energética y climática y
resolver las problemáticas socioecológicas de fondo. En el modelo de transición
energética corporativa y consensualista, las sociedades del «mundo en vías de
desarrollo» renuevan su rol de proveedoras de naturaleza y trabajo «baratos»3 en favor de la continuidad de un «modo de vida
imperial»4 en los centros privilegiados del sistema. Para
condensar y analizar estas preocupaciones, así como sus posibles salidas,
propongo y desarrollo aquí el concepto de «capitalismo solar».
Comenzaré por
analizar las transiciones energéticas desde una perspectiva histórica y
metabólica. Usando el lente de los sistemas-mundo, revisaré cómo los recursos
fósiles han operado en la historia del capitalismo como un pivote para
configurar la dinámica de hiperproductividad y consumo que se sostiene en
intercambios desiguales entre centros y periferias. Posteriormente,
desarrollaré el concepto de «capitalismo solar» para entenderlo como un régimen
de acumulación que busca replicar estas dinámicas bajo condiciones biofísicas
extraordinarias. Concluiré con una breve reflexión sobre las implicaciones
ecopolíticas de solarizar la economía moderna, abriendo la posibilidad de
construir futuros solares alternativos.
Una
historia socioecológica de la energía
Desde la
perspectiva de los sistemas-mundo, la historia humana se entiende como un
proceso de cambio socioecológico de larga duración. Antes del
capitalismo, una gran diversidad de sociedades se organizó utilizando
activamente la energía solar (presente en los flujos de sol, viento y agua).
Estas sociedades, denominadas agrarias, se organizaron en torno de un diseño de
agroecosistemas y gestión de bosques, desplegándose en torno de la fotosíntesis
y la disponibilidad de tierras para el aprovechamiento de biomasa. Su principal
fuente de trabajo eran los humanos y animales que eran sostenidos con
alimentos, maderas y fibras. Asimismo, aprovecharon los flujos intermitentes
del viento y las corrientes de agua para generar energía mecánica básica.
Las sociedades
agrarias abarcaron una gran diversidad de configuraciones a lo largo de
milenios, cada una con historias que merecen un análisis energético y político
propio. Sin embargo, aquí queremos resaltar que la transición de las sociedades
agrarias a las sociedades industriales se da como resultado de un proceso
dialéctico entre la Europa colonizadora y las Américas colonizadas. Dicho de
otra forma, la conquista europea sobre los territorios del Abya Yala
(sociedades solares con diversa complejidad económica y cultural) permitió un
despojo sin precedentes sobre la naturaleza y el trabajo, impulsando así la
Revolución Industrial europea. Visto de una forma relativamente simple, los
recursos extraídos de las colonias fueron llevados a las metrópolis europeas
por vía marítima y permitieron la acumulación de riqueza y la disponibilidad de
insumos para las fábricas y sus trabajadores. Por supuesto, estos trabajadores
habían sido también sujetos a la violenta «acumulación originaria»: sus propias
sociedades solares fueron transformadas de manera forzosa por el cercamiento de
las tierras comunes rurales y la expulsión de sus poblaciones a las ciudades en
formación.
Los procesos
de acumulación originaria convergieron en Europa con la construcción del Estado
moderno y la revolución científica. En este contexto, la energía pasó a
definirse científicamente como «la capacidad de un sistema físico para realizar
trabajo». Esta definición permitió una noción universal de «energía» para impulsar
las máquinas industriales a partir de una amplia gama de «fuentes» disponibles
en la naturaleza. Como apunta Larry Lohmann, las industrias incipientes
encontraron, de este modo, la posibilidad de una producción flexible que no
necesitaba asumir límites a la mercantilización y las formas de hacer trabajo:
no solo el trabajo humano, sino toda la naturaleza se convirtió en una fuente
capaz de realizarlo5. En un análisis similar, el historiador Andreas Malm
destaca que el uso del carbón en la Revolución Industrial no fue un suceso
fortuito. En comparación con la energía hidráulica utilizada en ese entonces,
el carbón era sumamente atractivo, ya que permitía controlar, transportar y
mercantilizar fácilmente un recurso energético. Así, desde un punto de vista
productivo y material, los recursos fósiles (carbón primero, petróleo después)
jugaron un papel crucial en la propulsión del capitalismo: sus propiedades
únicas permitieron el control privado de la energía, mientras que su alta
densidad energética impulsó el aumento de la producción y la resultante
acumulación dentro de la economía industrial6. 
Mientras que
en las sociedades agrarias la tierra era la base principal para la «cosecha» de
energía en una ciclicidad «orgánica», las sociedades industriales comenzaron a
extraer reservas de energía fósil del subsuelo y eso generó dinámicas
«inorgánicas»: la economía dejó de estar vinculada a la disponibilidad de
tierras y sus ciclos; la producción de alimentos se intensificó con maquinaria
y fertilizantes de origen fósil; y las personas despojadas de sus territorios
fueron absorbidas por el ritmo incesante de las industrias. Con ello, el campo
y la ciudad comenzaron a diferenciarse como espacios de producción y consumo.
Este proceso consolidó patrones de «desarrollo desigual» entre regiones
centrales y periféricas, con estas últimas desempeñando el papel de proveedoras
de naturaleza y trabajo «baratos» y sosteniendo el proceso de acumulación en
las ciudades, regiones y países industrializados.
La relación
dialéctica entre el sistema colonial y el desarrollo industrial, entre la
explotación laboral y la expansión económica, ha perdurado y evolucionado en
las dinámicas del capitalismo hasta la actualidad. Así como la importación
masiva de naturaleza y trabajo de las colonias de América/Abya Yala impulsó la
acumulación originaria, las plantaciones coloniales en África, Asia, las
Américas y el Caribe permitieron una continua expansión industrial durante el
siglo xix. Una dinámica similar se daría posteriormente con el ascenso de
Estados Unidos como la potencia hegemónica del siglo xx, ya no bajo
embestidas coloniales directas, sino bajo los mecanismos de la «cooperación
para el desarrollo». Así, el complejo industrial-petrolero que creó las
condiciones para el bienestar liberal del siglo xx fue posible a
través del saqueo de recursos naturales y humanos en el mundo arbitrariamente
denominado como «subdesarrollado». Las relaciones modernas de dependencia, por
lo tanto, también se sustentan en el intercambio desigual de energía.
Desde la
Revolución Industrial, diversas economías políticas han modelado los crecientes
flujos globales de energía y materiales7. Detenernos en cada subrégimen industrial excede los
alcances de este texto. Sin embargo, queremos resaltar que a lo largo de los
últimos dos siglos ha existido un fenómeno constante: la conversión de energía
obtenida a partir de los procesos industriales ha acumulado desechos en la
atmósfera que explican la actual crisis climática. A su vez, el régimen
industrial dominante enfrenta un declive progresivo en su base energética
primaria, es decir, los combustibles fósiles.
La necesidad
de atender la crisis climática y transitar a otro sistema energético plantea
preguntas críticas sobre cómo se llevará a cabo esta transformación y qué
configuraciones ecopolíticas estarán en juego. La sustitución progresiva de los
combustibles fósiles por sistemas de energías alternativas puede concebirse, al
menos, de dos maneras: o bien como una apuesta ecomodernista de
reestructuración tecnológica y administrativa para mantener el régimen
industrial y sus relaciones de producción, o bien como la vanguardia de una
transformación más profunda, en el ámbito de la economía política y los flujos
metabólicos asociados.
Capitalismo
solar: tres fronteras de acumulación
Cualquier
transición hacia una economía basada en la energía solar requerirá nuevas
instituciones e infraestructuras capaces de aprovechar los recursos de flujo
que circulan por la superficie terrestre. Lo que diferencia al capitalismo
solar de otros metabolismos solares (ya sean formas históricas o potenciales
formas futuras) es el intento de modelar esa transición dentro del modo de
producción capitalista. 
El capitalismo
solar implica, por lo tanto, el aprovechamiento de los flujos de energía solar
a una escala y con una periodicidad que se ajustan a los circuitos de
acumulación de capital, forzando el perfil espacio-temporal de los recursos de
flujo (estacionales, dispersos y de densidades relativamente bajas) para que
funcionen como los recursos energéticos de reservas (estables, espacialmente
concentrados y de densidades notablemente superiores). A continuación,
analizamos cómo se está poniendo en marcha una serie de estrategias para operar
bajo tales condiciones, discutiendo sus implicaciones para América Latina y el
Sur global.
Analicemos la
tierra como una primera estrategia de acumulación. Por su naturaleza, los
recursos de flujo (radiación solar, corrientes de viento y agua) son bienes
comunes y están en constante circulación a través del espacio, lo que dificulta
su apropiación como mercancías controlables. Al mismo tiempo, estos recursos
presentan rendimientos netos de energía inferiores a los recursos fósiles, por
lo que suponen un desafío para la garantía del suministro energético que
requieren la productividad y el consumo constantes del crecimiento capitalista.
Para preservar el imperativo de expansión permanente bajo los flujos solares,
el sistema requeriría volver al uso de la tierra para la producción de energía.
A su vez, la tierra se convertirá en el proxy para privatizar
estos flujos comunes. Como es propio del modo de producción capitalista, estas
transformaciones son y serán inevitablemente desiguales. Estimaciones
desarrolladas por economistas ecológicos demuestran que, para mantener el
sistema energético actual con fuentes renovables, se requieren aumentos
significativos en la demanda de tierras a escala mundial8. A su vez, estos procesos implican una profunda
transformación de las relaciones de propiedad agraria. Diversos estudios
demuestran que allí donde las tierras ya funcionan bajo la lógica de la
propiedad privada, va emergiendo una dinámica rentista entre las corporaciones
energéticas y los agricultores. Mientras tanto, si las tierras continúan bajo
formas comunitarias de propiedad y gestión, se va produciendo una nueva
dinámica de cercamiento «solar»: una problemática que está siendo
sistemáticamente denunciada por comunidades agrarias alrededor del Sur
global. 
En el
capitalismo solar, los territorios se convierten en «recurso-tierra»9: un activo de inversión que borra la cultura y modos
de vida de regiones socioecológicas complejas y diversas. Basta con revisar
cartografías de entidades como el Banco Mundial, gobiernos nacionales y otros
actores como el periódico Financial Times, para
constatar la representación de territorios como «espacios vacíos» aptos para la
producción de energías renovables10. Así, tierras previamente consideradas «subvaloradas»
o «marginales» se tornan centrales para el nuevo modelo energético. Se trata de
un proceso que implica un movimiento simultáneo de «borrado y reimaginación»
bajo el pulso económico del capital. 
Históricamente,
el discurso del «desperdicio» ha sido instrumental en el cercamiento de los
bienes comunes y en el disciplinamiento de múltiples otredades,
integrándolas –total o parcialmente– a los circuitos de acumulación. Así, a
medida que avanzan los procesos del capitalismo solar, las comunidades locales
afectadas por megaproyectos son discursivamente racializadas y devaluadas, pero
también reimaginadas como participantes potenciales en la acción climática11. Bajo esta lógica, la oposición colectiva a un
proyecto de energía verde es categorizada como una actitud egoísta e ignorante,
y esto convierte a los individuos implicados en «enemigos internos» que es
preciso controlar.
La centralidad
del espacio (particularmente de la tierra) en el capitalismo solar determina y
renueva las dinámicas espaciales centro-periferia, en las cuales los
territorios rurales se transforman en proveedores de recursos baratos para las
ciudades, industrias y economías centrales. Estos procesos ocurren a distintas
escalas, incluyendo interacciones Norte-Sur (por ejemplo, el proyecto Desertec,
que pretende apropiarse de los flujos solares de África del Norte para el
consumo europeo), así como dinámicas nacionales y regionales (como la operación
de plantas eólicas en el estado mexicano de Oaxaca para abastecer a
corporaciones como Coca-Cola y Wal-Mart). Estas reconfiguraciones espaciales
convocan a una atención urgente en torno de la cuestión agraria en el
siglo xxi, involucrando a los movimientos del ambientalismo popular12 que defienden la soberanía energética y
alimentaria en el marco de las demandas por una justicia ecosocial.
Minería
para almacenar los flujos 
A diferencia
del carácter de stock o reserva de los combustibles fósiles,
las energías renovables fluctúan, lo que resulta en un suministro discontinuo.
El sol, el viento y las corrientes de agua varían dependiendo de los ciclos
diurnos, anuales y estacionales, así como de las condiciones geográficas
concretas. Para ajustarse a las demandas espacio-temporales de un metabolismo
en constante crecimiento, el capitalismo solar requerirá entonces controlar
tales condiciones mediante una serie de despliegues geopolíticos e
infraestructurales. La estrategia inmediata consiste en utilizar las fuentes de
energía más controlables dentro del portafolio «bajo en carbono»:
hidroeléctricas, bioenergía y plantas geotérmicas, así como el suministro
creciente de energía nuclear y gas fósil –ambos comúnmente enmarcados como
«recursos de transición»–. Pero a medida que los imperativos del capitalismo
solar avanzan a escala global, se vuelve esencial garantizar un suministro
energético abundante, constante y controlado. Así, el auge global de las
energías renovables va de la mano de la expansión del uso de materiales que
demandan las tecnologías asociadas, la producción de baterías y el hidrógeno
verde. 
Todas estas
tecnologías e infraestructuras requieren grandes cantidades de capital y
recursos; una demanda que inevitablemente será sostenida a través de la
expansión de nuevas fronteras extractivas en las periferias del sistema. En su
informe de 2017 titulado The Growing Role of Minerals and Metals for a
Low Carbon Future [El papel creciente de minerales y metales para un
futuro bajo en carbono], el Banco Mundial calculó que las tecnologías
renovables tienen una composición «significativamente más demandante en
materiales que los actuales sistemas de suministro de energía basados en
combustibles fósiles»13. Así, el rápido crecimiento de instalaciones de
energía solar fotovoltaica, infraestructuras eólicas y sistemas de
almacenamiento (incluidas baterías para los automóviles eléctricos) está
impulsando una demanda sin precedentes de actividades mineras para la
extracción de minerales y otros materiales. En el periodo 2017-2022, por
ejemplo, la demanda mundial de litio se triplicó, la de cobalto aumentó 70% y
la de níquel, 40%14. 
Los estilos de
vida aparentemente «responsables» asentados en el consumo de estas tecnologías
siguen siendo intensivos en recursos. Por lo tanto, trasladan los costos
socioambientales de su producción a otros lugares. En consecuencia, se requiere
una perspectiva global para rastrear cómo se producen las tecnologías solares y
los impactos que generan sobre diversos territorios y comunidades vivas. Las
denuncias de movimientos sociales y la investigación crítica han demostrado que
la integración de «regiones mineras» como espacios periféricos en las cadenas
globales del capitalismo solar reproduce y renueva historias de colonialismo.
Algunos territorios que ilustran estas dinámicas incluyen el «triángulo del
litio» en América del Sur, las reservas de cobalto en la República Democrática
del Congo, el níquel en Indonesia y el cobre en Perú y Chile. A su vez, esto
también ocurre en espacios colonizados del Norte global, como el Valle del
Litio de California, las zonas de extracción de litio en Portugal y Serbia, y
varias regiones mineras en China. 
Impulsadas por
la competencia, las principales economías globales buscan asegurar el acceso a
estas regiones y controlar las cadenas de suministro. China lidera esta
carrera, mientras que la Unión Europea, eeuu y Australia se apresuran
a implementar políticas para asegurar lo que ahora se denomina «seguridad de
minerales críticos»15. Esta rueda forzada de actividades extractivas
destinadas a competir por una «economía amigable con el clima» muestra, sin
embargo, poca o ninguna consideración por los impactos asociados en los
socioecosistemas locales y regionales. En el informe antes mencionado, el Banco
Mundial reconoce que los minerales críticos «juegan un papel dominante en 81
países que en conjunto representan (...) la mitad de la población mundial y
casi 70% de la población que vive en pobreza extrema»16. Al mismo tiempo, la minería es catalogada como una
de las actividades extractivas más conflictivas: produce impactos de gran
escala sobre comunidades y ecosistemas, genera altas tasas de criminalización y
asesinatos de defensores ambientales locales, etc.17. 
Siguiendo
patrones similares, la economía del hidrógeno verde está configurando nuevas
fronteras de recursos que implican acaparamiento a gran escala de tierras y
agua. Con la ue (particularmente Alemania) como líder de una nueva
diplomacia climática, los países del Sur global se convierten en objetivos para
impulsar esta industria: producción de energía eólica y amoníaco, gasoductos,
puertos e infraestructuras de transporte marítimo para exportar el producto
final. En los «países socios del Sur» (en especial, en América Latina y
África), este boom –por ahora potencial– no solo revitaliza
las expectativas de empleo, inversión y crecimiento, sino que también se
vincula con la promesa de un salto hacia el desarrollo moderno y neutro en
carbono18.
Pero, desde
una perspectiva de justicia climática, la minería y el hidrógeno verde
representan formas de «colonialismo energético» expresado en distintas escalas.
En la dimensión global, las economías periféricas se convierten en «canteras»
de recursos para reducir las emisiones de dióxido de carbono causadas por los
sectores privilegiados de los centros globales (incluida China). Los países «en
vías de desarrollo», a menudo atrapados en el ciclo de deuda externa y
dependencia financiera, se ven forzados a competir por atraer las inversiones
«verdes», aplicando estrategias regresivas como la reducción de estándares
ambientales y laborales, así como esquemas favorables de regalías para las
industrias extractivas19. En el plano nacional, estas dinámicas se replican
entre las regiones que luchan por superar el atraso económico frente a los
centros urbanos e industriales, convirtiendo a las primeras en nodos de
suministro para los segundos; se refuerzan así patrones de lo que Pablo
González Casanova denominó «colonialismo interno»20.
Ecoprecariado
y apropiación de valor
Los
combustibles fósiles permitieron una «capacidad de hacer trabajo» sin
precedentes, posibilitando condiciones ideales para la acumulación y expansión
del capital. Como se ha discutido, esto implicó el uso masivo de recursos
fósiles y la explotación de la fuerza humana dentro y fuera de las fábricas.
Mantener las mismas capacidades en el capitalismo solar implica una variedad de
estrategias que merecen ser amplio objeto de estudio y debate. Si el
capitalismo solar dispone de «naturaleza barata», también debemos investigar
cómo el «trabajo barato» es integrado en esos circuitos de acumulación. 
En línea con
la tendencia del sistema a trasladar los costos sociales y ambientales desde
los centros hacia las periferias, el capitalismo solar irá produciendo
geografías del trabajo profundamente desiguales. Esta tendencia se alinea con
observaciones críticas de la justicia ambiental, que denuncian cómo la mejora
de la salud ambiental en sitios privilegiados de consumo tiende a producir
entornos laborales tóxicos en las periferias, con efectos diferenciados sobre
los cuerpos de las personas trabajadoras y sus comunidades en función de la
clase, el género y la raza. 
Como punto de
partida, debemos considerar que los sectores productivos del capitalismo solar
emergen bajo regulaciones laborales cada vez más desfavorables. Estas incluyen
medidas de flexibilización contractual, la digitalización y automatización del
trabajo, así como una creciente competencia intercapitalista para reducir los
costos generales de producción. Bajo estas condiciones, observamos que el
capitalismo solar comienza a reorganizar la división internacional del trabajo
creando distinciones notables entre las clases gerenciales y profesionales, por
un lado, y las clases trabajadoras «tradicionales» pero desarticuladas, por el
otro. Mientras que las primeras incluyen a trabajadores altamente calificados
que controlan los procesos de producción de conocimiento, las segundas abarcan
a una variedad de trabajadores materiales que luchan por salarios justos para
sostener los procesos de reproducción social. 
Los clústeres
de innovación tecnológica como Silicon Valley en eeuu y Shenzhen en
China lideran el trabajo intelectual de las industrias de energía limpia e
inducen demandas de minerales y de trabajo manual a escala global. Aunque las
cifras oficiales reconocen que un número relativamente importante de
trabajadores están empleados en servicios relacionados con tecnologías
renovables, gran parte del empleo se concentra en actividades intensivas que
presentan diferentes grados de informalidad, bajos salarios y exposición a
condiciones peligrosas21. Así, las empresas extractivas y manufactureras
buscan geografías donde la mano de obra sea más barata; es decir, países y
regiones con salarios promedio más bajos, jornadas laborales más largas y
regulaciones laborales flexibles. Normalmente, tales condiciones se localizan
en espacios remotos o incluso invisibles de las periferias globales, incluidas
las zonas extractivas de cobalto en el Congo, el ensamblaje precario de paneles
solares en la India o el tratamiento peligroso de desechos digitales en Ghana.
Benjamin
Neimark y colegas propusieron en 2020 el concepto de «ecoprecariado» para
describir a una clase trabajadora emergente con un perfil socioeconómico
diverso pero distinguible, que proporciona trabajo formal e informal en
iniciativas de economía verde22. Según estos autores, el «ecoprecariado» se
diferencia de los profesionales altamente calificados que gestionan proyectos
de economía verde en contextos transnacionales. Aunque su enfoque conceptual se
basa en programas de servicios como la contabilidad de carbono en iniciativas
climáticas, esta categoría puede ampliarse para abarcar también las industrias
extractivas, manufactureras y de manejo de residuos asociadas al capitalismo
solar. 
Para analizar
la formación de un «ecoprecariado», debemos poner en el centro la interconexión
entre el despojo de tierras provocado por proyectos de energías renovables y
otros proyectos extractivos, la alteración de medios de vida tradicionales y la
consiguiente creación de una fuerza laboral industrial y precaria. En sintonía
con la dialéctica del valor-desperdicio, estos procesos son acompañados por
discursos que refieren a los grupos desposeídos como «poblaciones excedentes»23, que serían absorbidas parcial y precariamente por
las industrias solares emergentes. Por lo tanto, la producción global de un
ecoprecariado resalta la necesidad de expandir y reformular los debates en
torno de la «transición justa», incorporando los límites sociales y ambientales
del capitalismo para garantizar una «vida digna para todos».
Solarizar la economía: implicaciones ecopolíticas
Si la modernización
económica ha dependido históricamente de un sistema-mundo que organiza los
flujos de energía y materiales para sostener la acumulación de capital, el
capitalismo solar replicará estos mismos patrones bajo las condiciones
extraordinarias contemporáneas. Las nuevas fronteras de acumulación sobre la
tierra, los minerales y el trabajo están configurando intercambios desiguales a
escala global. Por ello, debemos preguntarnos colectivamente cómo fluyen la
energía y los materiales extraídos de la tierra en las sociedades del
capitalismo solar, qué formas de organización del trabajo facilitan estos
procesos y cuáles son las vías para defender economías solares alternativas.
Como se ha
insistido desde la economía ecológica, el imperativo de reducir las emisiones
de dióxido de carbono resulta irreconciliable con un metabolismo en constante
crecimiento24. Efectivamente, el capitalismo solar expande sus
actividades a escala global desencadenando nuevas rondas de mercantilización y
explotación de recursos naturales y humanos. Al mismo tiempo, esta forma
mutable del capital no está sustituyendo los recursos fósiles, sino que está
incrementando y diversificando las fuentes de acumulación en la provisión de
energía25. En este marco, la era posfósil no se concibe como
una sustitución de recursos energéticos acompañada de una reducción metabólica
correlativa, sino como un futuro socioecológico donde la naturaleza y el
trabajo son crecientemente apropiados para sostener el modo de producción ante
el declive de la abundancia fósil. Queda aquí abierto el debate sobre si el
capitalismo solar podría mantener los niveles actuales de productividad, o bien
si requeriría del sustento fósil/nuclear para subsistir. Ambos, por supuesto,
con altos costos socioecológicos.
En síntesis,
la articulación global del capitalismo solar será inevitablemente material: ya
sea parasitando otras formas de energía o dependiendo exclusivamente de
tecnologías solares. Una carrera creciente por recursos, territorios y mercados
–principalmente, entre China, eeuu y la ue– marca el pulso de
este régimen emergente, reproduciendo su lógica y legado colonial. Las
implicaciones del capitalismo solar frente al dilema de la transición
energética son evidentes: los recursos y tecnologías alternativas son
concebidos como vías para extender el proceso de acumulación capitalista y no
para restaurar los equilibrios socioecológicos del planeta. Estas rutas se
despliegan mediante la producción de territorios «distantes» y comunidades
«prescindibles» que son vaciadas, reimaginadas y disciplinadas bajo los
términos del capital. 
Para explorar
futuros solares alternativos, será entonces fundamental prefigurar una
verdadera «política transambiental»26. Como lo ha planteado Nancy Fraser, la
despolitización del cambio climático requiere construir un nuevo sentido común
que integre las preocupaciones ecológicas con aquellas que involucran
cuestiones en torno del trabajo, los cuidados y la justicia ecosocial global.
Efectivamente, muchos elementos de esta política ya existen de una forma u otra
en las demandas por la justicia ambiental y climática, los movimientos
descoloniales e indígenas y los movimientos laborales y juveniles, así como el
activismo feminista y decrecentista. Los diálogos productivos entre y dentro de
estos movimientos serán, por lo tanto, claves para construir futuros
socioecológicos alternativos.
Nota: la
versión original en inglés, más extensa, de este artículo se publicó en Sustainability Science vol. 20, 2025, con el
título «Solar Capitalism: Accumulation Strategies and Socio-Ecological
Futures». Traducción: Regina Ortiz Zamora
(revisada por la autora).
- 1.
 
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y Maristella Svampa: «Del ‘Consenso de los Commodities’ al ‘Consenso de la
Descarbonización’» en Nueva Sociedad No 306, 7-8/2023,
disponible en https://www.nuso.org/articulo/...
- 2.
 
Erik Swyngedouw: «Apocalypse Forever?
Post-Political Populism and the Spectre of Climate Change» en Theory
Culture and Society vol. 27 No 2-3, 2010.
- 3.
 
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Markus Wissen: Modo de vida imperial. Vida cotidiana y crisis ecológica
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- 5.
 
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- 6.
 
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- 7.
 
Hay que
incluir aquí los regímenes industriales socialistas que prevalecieron durante
varias décadas del siglo XX.
- 8.
 
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Arto: «Assessing Vulnerabilities and Limits in the Transition to Renewable
Energies: Land Requirements Under 100% Solar Energy Scenarios» en Renewable
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- 9.
 
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British Geographers, vol. 39 No 4, 10/2014.
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- 11.
 
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Improvement and Sacrifice: Othering and the (Bio)political Ecology of Climate
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- 12.
 
Joan
Martínez-Alier: El ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y
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- 13.
 
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Metals for a Low Carbon Future», Washington, DC, 2017.
- 14.
 
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- 15.
 
Ibíd.
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Bruno Fornillo
y Melisa Argento: Todo sobre el litio. ¿Extraerlo? ¿Cómo, cuánto, para
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