Reducir el uso de este material se ha convertido en la principal batalla medioambiental junto a la del cambio climático. Consumidores, instituciones y empresas empiezan a tomar medidas
El
cachalote hallado en una playa de Murcia en febrero llevaba
muerto unos 15 días. Fue en el cabo de
Palos, cerca del faro. En las fotos que hicieron los equipos de rescate se lo
ve junto a la orilla solo, enorme, fuera de lugar. Un tractor lo remolcó a
tierra. Lo midieron, lo pesaron. Trasladaron sus 6.520 kilos a un almacén. Diez
metros de mamífero inerte quedaron en el suelo. Un equipo del Centro de Recuperación de la
Fauna Silvestre El Valle practicó
la necropsia. Lo colocaron de lado y empezaron a cortar. Usaron sierras,
cuchillos y hachas. Con ese estado de descomposición, explica Fernando
Escribano, uno de los veterinarios que participaron en la operación, no
esperaban averiguar gran cosa. La idea era obtener muestras de sus órganos para
analizarlas. Pero mientras avanzaban a través de la carne y la grasa,
prácticamente metidos dentro del animal, encontraron que todo el aparato
digestivo, desde los estómagos al recto, estaba lleno de plástico. Sacaron de
su interior 29 kilos de bolsas, sacos de rafia, cuerdas, un trozo de red, un
bolso de playa y un bidón. Limpiaron y clasificaron el material. Al terminar,
se quedaron con una causa de muerte clara, la ropa apestada de olor a grasa rancia
y una persistente sensación de tristeza.
“Se
atracó de plástico, y además tuvo la mala suerte de comerse un bidón. No fue
capaz de expulsarlo y eso provocó un tapón que le colapsó el sistema
digestivo”, relata Escribano. Pudo morir por la obstrucción o porque esos
materiales le perforaran el intestino. El cachalote debería haber pesado el
doble para su edad. Pasaba hambre con la tripa llena de plástico. Calcularon
que era un adolescente, que debía tener 15 años de los 70 que puede llegar a
vivir esta especie, habituada a sumergirse a gran
profundidad para pescar calamares. “Él
intentaba alimentarse, en uno de los estómagos tenía unos picos de calamar,
pero muy poquitos. Es la peor muerte que hay”. De los 2.500 animales vivos que
pasan cada año por el centro de recuperación, las más afectadas por el plástico
son las tortugas bobas. “Es la principal causa de ingreso de esa especie, bien
por ingestión, bien porque se les enredan las aletas en estructuras plásticas.
Algunas llegan amputadas”, cuenta. “Antes el problema era la pesca, ahora es el
plástico”.
Lejos
de la playa, el acto cotidiano de volver a casa del supermercado y colocar la
compra en su sitio empieza a tener algo de perturbador para cada vez más
ciudadanos. Ambos escenarios están conectados por el mismo desastre, el de los
150 millones de toneladas de plástico que se estima que hay en los océanos y
cuyo peso, para 2050, será mayor que el de los peces, según una conocida proyección de la Fundación
Ellen McArthur, dedicada a promocionar
una economía circular que rompa la cadena de usar y tirar. Ese ejercicio de
contemplar la cantidad de envoltorios, bolsas y botes colocados sobre la mesa
de la cocina da la idea de la asombrosa capacidad que tiene un solo hogar de
generar desechos plásticos. El problema se agrava si se tiene en cuenta que, a
escala mundial, solo se ha reciclado el 9% de todo el material que se ha producido. Una de las principales razones es que es más fácil y
barato fabricarlo que reciclarlo.
En
los últimos tres años, el plástico ha entrado de lleno en la agenda política
internacional y en la de las multinacionales, que empiezan a notar la presión
ciudadana para que minimicen la producción o eliminen el plástico de usar y
tirar. La Comisión Europea presentó a finales de mayo su estrategia para reducir la
contaminación por plástico, que deberán
aprobar los países. Los palillos de los oídos, los platos y cubiertos de ese
material estarán prohibidos para ser sustituidos por alternativas sostenibles.
Estas medidas, que también prevén que la industria se
responsabilice en parte de la limpieza y reciclaje de la basura plástica que
genera, son solo el principio de una solución a un problema complejo y global. El giro hacia una economía circular, en el que se
reutiliza o se recicla casi todo el material, está todavía gestándose, igual
que el establecimiento de sistemas de reciclaje eficaces en países que
encabezan la lista de los que más plástico vierten al mar, como China,
Indonesia y Filipinas.
La
actitud de los consumidores, entre tanto, empieza a cambiar las cosas. El caso
de las bolsas es una prueba clara. A partir del 1 de julio se cobrará por ellas en los
comercios —una medida procedente de
la UE que España está obligada a aplicar—, y algunas empresas ya perciben que
es necesario ir más allá, como la cadena alemana de supermercados Lidl, que directamente las suprimirá
de todos sus establecimientos antes de final de año. El 87% de los europeos está preocupado por el impacto
medioambiental del plástico, según un Eurobarómetro sobre el tema publicado en 2017. Pero eso todavía no se traduce
de forma masiva en un cambio de comportamiento en la vida cotidiana. La montaña
de envoltorios sobre la mesa de la cocina sigue ahí, y luego, en el mejor de
los casos, se tira a un contenedor específico.
Pero
¿podemos vivir sin plástico? La respuesta corta es no. Desde que su uso empezó
a generalizarse, en los años cincuenta, este material está por todas partes:
desde componentes para los automóviles hasta juguetes, muebles de oficina,
máquinas de diagnóstico médico, botes de detergente y bolsas de patatas fritas.
Pero sí se puede evitar su utilización innecesaria y reducir al máximo el de
usar y tirar.
En
2015, Patricia Reina y Fernando Gómez, autores del
blog Vivir
sin plástico,decidieron prescindir
todo lo posible del material. “Llegaba del supermercado y prácticamente tenía
una bolsa llena de envases. Me hacía sentir fatal. Y depositarlo en el
contenedor amarillo para reciclar no me suponía un lavado de conciencia”,
explica Reina. Empezaron a cuestionarse lo que hasta entonces habían sido
hábitos normales para ellos, por ejemplo, “volver del trabajo cansado y pasarse
por el supermercado a por no sé qué y, como no llevas bolsa, coger una”, dice
Gómez. Abrieron el blog para documentar el proceso de ir deshaciéndose del
ubicuo material: “Guardábamos todos los plásticos que habíamos acumulado de
lunes a domingo, los poníamos en una mesa y le hacíamos una foto para publicar
junto con la lista de todo lo que era.
Es importante verlo todo junto”, cuenta
Reina. Después analizaron la procedencia, y pronto descubrieron que su
principal fuente de plástico era la comida. No se trataba de productos
procesados: “Eran sobre todo verduras, bolsas de ensalada, espinacas,
legumbres, arroz, frutos secos”, enumera.
En
los supermercados es fácil ver un solo aguacate envuelto en plástico
transparente, o los plátanos en bolsa, o que en la pescadería coloquen los
filetes que acaban de cortar en bandejas de poliestireno. Incluso cuando se
compra a granel, en la mayoría de los establecimientos hace falta meter cada
grupo de productos en una bolsa distinta, y en algunos, además, usar guantes
del mismo material para ello. “Lo más complicado fue cambiar de hábitos”,
señala Reina. “Antes yo bajaba al supermercado cuando tenía hambre y compraba
lo que se me ocurría. Si quieres vivir sin plástico no puedes hacer eso,
necesitas planificación. También nos costó encontrar el sitio donde comprar
cada cosa. Pero te acostumbras y lo conviertes en rutinario”.
Han
conseguido meter todo el plástico que cada uno ha generado a lo largo de dos
años en un bote de un litro; algo que por ahora es bastante insólito. Sin
embargo, cada vez más gente parece interesada en su modelo. “Nos escriben
muchos que ya han tomado la decisión. Lo importante es reducir, hay muchísimo
que se puede evitar. No hace falta que te vayas a vivir a una montaña, seguimos
usando el móvil o el ordenador, que también llevan plástico. La industria y los
Gobiernos tienen su parte de responsabilidad. Pero también los consumidores”,
dice Reina. Un ejemplo de ese poder es la campaña Desnuda la fruta, que ellos impulsaron junto a otras organizaciones y
que ha funcionado en varios países. Consiste en fotografiar un ejemplo de
envase innecesario —una única cebolla sobre una bandeja de plástico y envuelta
a su vez, por ejemplo—, publicarla en las redes sociales y mencionar el
comercio que las vende. Su blog está lleno de consejos sobre cómo hacer desodorante
casero, qué alternativas hay en cosmética o para limpiar la casa.
Su
lucha cotidiana forma parte de la que se ha convertido en la principal batalla
medioambiental del mundo junto a la del cambio climático. La ciencia ha ido
señalando la magnitud del problema. Se sabe, por ejemplo, que hay al menos 700 especies afectadas
por el plástico, según un estudio
de la Universidad de Plymouth, y que, de ellas, el 17% está en peligro de
extinción, como la foca monje hawaiana o la tortuga boba. Está demostrado que
el plástico que llega al mar se fragmenta en pequeñísimos trocitos que se
distribuyen en altas concentraciones alrededor de los cinco giros
subtropicales, unas enormes masas de agua que los transportan a gran velocidad
por todos los océanos. Esos microplásticos infestan mares semicerrados, como el Mediterráneo, y alcanzan los lugares más remotos, sin apenas
población que pudiera generarlos, como el Ártico. Está probado que se han colado en la cadena alimentaria
de los océanos y que hay plástico hasta en la sal de mesa y en
el agua embotellada.
No
se sabe, sin embargo, qué efecto tiene su ingesta sobre la salud humana. Su
inquietante omnipresencia atraviesa a los animales más grandes, como ballenas y
cachalotes, y se infiltra en los seres microscópicos. Un estudio publicado hace un mes en Nature Communications constata
que incluso está afectando a las bacterias. Como explica su autora principal,
Cristina Romera-Castillo, investigadora del Instituto de Ciencias del Mar
(perteneciente al CSIC), en Barcelona, el plástico libera carbono orgánico
disuelto que se suma al que se encuentra de manera natural en el océano, y las
bacterias se alimentan de él y crecen más rápido. Todavía no se conocen las
implicaciones de este hallazgo, pero sí da cuenta de hasta qué punto la basura
plástica es capaz de alterar el ecosistema marino.
Si
está tan claro que el uso que se hace del plástico es un problema, ¿qué impide
a más gente unirse al movimiento para reducirlo? “En parte es por
desconocimiento”, dice Reina. “La pereza”, explica Fernando Gómez. “Ven como un
esfuerzo extra cosas como llevar siempre tu propia bolsa. Es difícil cambiar la
forma de comprar”. Además, los productos sustitutivos generan cierto rechazo.
“Hay mucha resistencia a dejar la pasta de dientes o el desodorante”.
Pese
a esas reticencias, la batalla contra el plástico ha avanzado con gran rapidez
si se compara, por ejemplo, con la del cambio climático. “Todo el mundo
entiende el problema, es más tangible. Solo hay que ir al supermercado, a la
playa…”, explica Ferran Rosa, de la ONG Zero Waste Europe, con sede en Bruselas y dedicada a reducir residuos, que
agrupa a 30 entidades de 25 países europeos. La propuesta de la Comisión es un
síntoma de ese avance. “Es un paso adelante, aunque se centra mucho en el
reciclaje y menos en la reducción de envases. Pero hace un año y medio esa
legislación era impensable”, comenta. “Apostamos por la reducción del plástico
en origen y creemos que el de un solo uso, como cubertería y las pajitas, es
prescindible. Se trata de hallar soluciones más inteligentes. Por ejemplo, en
las fiestas de los pueblos, donde hay miles de vasos de plástico de usar y
tirar, se puede poner un depósito (de un euro, por ejemplo) de vasos
reutilizables”.
También
trabajan por “des-socializar” el plástico de un solo uso, convertirlo en algo
que genere rechazo. “Igual que el tabaco antes se percibía como algo atractivo
y ahora se sabe que es perjudicial y está mal visto, creo que en unos años lo
que ahora nos parece normal con el plástico, como beber cócteles con pajita,
comprar bolsas cada vez que se va al supermercado…, se verá como algo
marciano”.
Madrid 16 JUN 2018 - 20:58 CEST EL PAIS
DIEGO QUIJANO
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