Los expertos piden
imaginar nuevas utopías y orientar la innovación tecnológica hacia ellas
La fascinante
historia de la llamada gran crisis de las boñigas de caballo de 1894 se repite
una y otra vez en las charlas de los gurús de la innovación. El relato siempre
arranca con un vaticinio del diario londinense The Times en
1894: “Dentro de 50 años, todas las calles de Londres estarán enterradas bajo
tres metros de boñigas”.
El periodista Brian Groom escribía en 2013 en el Financial Times que en el
siglo XIX “la cantidad de excrementos de caballo generada en unas ciudades en
rápido crecimiento se percibía como una amenaza para la propia civilización”.
Pero entonces, según la narración de los gurús, llegó el inventor
estadounidense Henry Ford, con sus vehículos a motor que sustituían a los
caballos, y las predicciones catastróficas sobre el tsunami de boñigas nunca se
cumplieron. “Es un ejemplo sorprendente de la incapacidad de la humanidad para
prever cómo los incentivos económicos pueden producir soluciones tecnológicas a
un problema”, afirmó Groom.
Sin embargo, lo más
curioso de la gran crisis de las boñigas de caballo de 1894 es que nunca
existió, como ha revelado este año la jefa del archivo histórico
de The Times. Su diario jamás anunció el apocalipsis de
deyecciones en 1894, pese a que un veterano periodista daba la anécdota por
auténtica en 2017 en las propias páginas de The Times. Lo que sí publicó
el rotativo londinense en 1894 es que en las calles de Londres había polvo y
barro, nada de toneladas de excrementos. La jefa del archivo, Rose Wild, se lo
tomó con humor: la humanidad no estuvo enterrada en boñiga de caballo, sino que
está “enterrada en mentiras”. O, en sus palabras originales en inglés, en fake news.
La irrupción del
automóvil y el fin de los excrementos animales en las calles en el siglo XIX es
un ejemplo habitual de solución tecnológica inesperada
Los bulos nunca son
inocentes. Hace solo tres meses, un político conservador canadiense, Jeremy Roberts, comparó en sede
parlamentaria los anunciados efectos desastrosos del cambio climático con la
supuesta inundación de heces del siglo XIX, para razonar que, al igual que no
hizo falta crear un impuesto para las boñigas equinas, hoy no es necesario un
impuesto a las emisiones de CO2, el principal
gas responsable del calentamiento global. Política basada en paparruchas.
En un artículo publicado en el libro La era de la perplejidad (BBVA OpenMind), Robin Mansell,
exrectora de la London School of Economics, alerta de que “es esencial promover
un debate sobre mundos alternativos a este, y valorar si nos estamos adentrando
en un camino de consecuencias negativas que no sea posible corregir con
intervenciones políticas después de los hechos”. La gran crisis de las boñigas
de caballo de 1894 es un relato imaginario sobre una revolución tecnológica
real en el siglo XIX, pero lo que muestra sobre todo son los efectos
secundarios de una revolución tecnológica en el siglo XXI: los bulos en
Internet. Mansell cita una investigación de la Universidad de Stanford que estudió
la capacidad de 7.800 jóvenes de EE UU para valorar la credibilidad de las
informaciones que inundan sus teléfonos y ordenadores. “Nos preocupa que la
democracia se vea amenazada por la facilidad con la que se propaga la
desinformación”, concluyeron los científicos.
Mansell, jefa del
Departamento de Medios y Comunicaciones de la London School of Economics, lanza
el debate: “Si la trayectoria tecnológica apunta, a largo plazo, hacia un mundo
digital incompatible con el mantenimiento de los derechos y libertades que
muchos países valoran, incluida la democracia responsable, es esencial promover
el debate sobre los contramundos o caminos alternativos, así como sobre los
cambios necesarios para alcanzarlos”. Mansell sostiene que “las cuestiones más
importantes planteadas por la invasión de la inteligencia artificial y el
aprendizaje automático no deben dejarse en manos del mercado, de los negocios,
del Estado ni de los representantes de la sociedad civil”. A su juicio, “la
dirección del cambio tecnológico no era históricamente inevitable, y ahora
tampoco lo es”.
“La dirección del
cambio tecnológico no era históricamente inevitable, y ahora tampoco lo es”,
opina la investigadora Robin Mansell
Con o sin tsunami
de boñigas, es un hecho que los automóviles sustituyeron a los caballos como
medio de transporte. En 2015, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, los
codirectores de la Iniciativa sobre la Economía Digital del Instituto
Tecnológico de Massachusetts, se preguntaron en las páginas de la revista Foreign Affairs si los
humanos seguirían el mismo camino que los caballos. “¿Son los vehículos
autónomos, los quioscos de autoservicio, los robots de almacén y los
supercomputadores los precursores de una ola de progreso tecnológico que
finalmente barrerá a los humanos de la economía?”, se preguntaban Brynjolfsson
y McAfee. Y ellos mismos se respondían: “Incluso si el trabajo humano se vuelve
mucho menos necesario en general, las personas, a diferencia de los caballos,
pueden elegir no volverse económicamente irrelevantes”.
“No hay
determinismo tecnológico”, coincide Luz Rodríguez, profesora de
Derecho del Trabajo en la Universidad de Castilla-La Mancha. “Lo que pase será
lo que decidamos en un proceso deliberativo. Como sociedad, nos debemos un
debate”, apunta la experta, que recoge el guante lanzado por Robin Mansell. “En
este momento, la tecnología en el mundo del trabajo produce desigualdad de
rentas y de género. Las chicas que estudian Ciencia, Tecnología, Ingeniería y
Matemáticas no llegan ni al 30% de los alumnos. Y estos puestos de trabajo
están en el top salarial. La brecha de
género se va a agrandar. Hay que hablarlo hoy y arreglarlo hoy”, advierte.
El ingeniero Miquel Barceló García, catedrático jubilado de la Universidad
Politécnica de Cataluña, desarrolló su primer programa informático hace medio
siglo y es un experto en imaginar otros mundos. En 1990 publicó Ciencia ficción: guía de lectura (Ediciones B), un
libro que el tiempo ha convertido en una obra de culto. “La buena ciencia
ficción no es eso que los productores de EE UU fabrican para los adolescentes a
los que consideran tontos. La buena ciencia ficción, como Un mundo feliz de Aldous Huxley, es una profecía
autopreventiva: plantea un futuro ominoso para evitar que ocurra, simplemente
mostrándolo”, señala.
"En la ciencia
ficción los otros planetas no se dividen en 180 países. Los extraterrestres
tienen un gobierno planetario", reflexiona el ingeniero Miquel Barceló
Barceló, no
obstante, ve complicado evitar algunas pesadillas futuras. “El mundo digital no
fue previsto. Hace 20 años, ¿quién habría dicho que una empresa viviría de
vender los datos que sus usuarios le darían gratis? Y eso es Facebook”,
argumenta. Tampoco cree que sea sencillo dirigir el paso hacia una utopía, como
sugiere Robin Mansell: “Hay problemas que tienen una escala temporal de décadas
o de siglos, pero la escala de nuestros sistemas de gobernanza es de unos pocos
años. ¿Quién va a tomar decisiones que vayan a tener efecto dentro de 50 años?”.
El ingeniero fue
comisionado de sostenibilidad en la Universidad Politécnica de Cataluña. “Hay
ciertos problemas que exigen otra gobernanza. EE UU, Rusia, Europa y China,
¿piensan conjuntamente? ¿Quién va a aplicar las conclusiones de los foros de debate?
¿Quién aplica las conclusiones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre
el Cambio Climático de Naciones Unidas?”, se pregunta. “Yo leo ciencia ficción
desde hace 60 años. En los libros, los otros planetas no se dividen en 180
países. Los extraterrestres han encontrado el interés planetario y tienen un
gobierno planetario. Nosotros estamos muy lejos de esto, de darnos cuenta de
que un catalán es igual que un extremeño y que un somalí. Que somos el mismo
animal”.
Jorge Barrero, director general
de la Fundación Cotec para la Innovación, también ve complejo acertar el
porvenir. “Cuando Antonio Molina cantaba que el futuro es muy oscuro trabajando en
el carbón no anticipó que la transición ecológica le iba a fastidiar incluso
esa posibilidad”, bromea. “Creo que el discurso público y la cultura popular
están muy centrados en las distopías. No hay una gran confianza en el futuro. A
lo mejor de lo que hay que discutir más es de la utopía hacia la que queremos
dirigirnos y hacia la que orientar la tecnología”, propone Barrero.
"Tenemos un
déficit de utopías. Hay que pensar en cómo queremos que sea el mundo dentro de 30
años", sostiene Jorge Barrero, de Cotec
La mitad de los
españoles cree que la innovación tecnológica aumenta la desigualdad social y
destruye más puestos de trabajo de los que crea, según una encuesta elaborada por Cotec y Sigma Dos. “Tenemos un
déficit de utopías. Hay que pensar en cómo queremos que sea el mundo dentro de
30 años. Si queremos una economía circular [un nuevo modelo de producción
que busca alargar al máximo la vida útil de los materiales y reducir al mínimo
la generación de residuos], hagamos ingeniería inversa y pensemos ya en qué nos
falta para dar el salto”, concluye Barrero.
La española Lorena Jaume-Palasí acaba de
fundar en Berlín la organización The Ethical Tech Society,
para impulsar la ética de la automatización y de la digitalización. La
investigadora, experta en filosofía del derecho, habla por teléfono desde
París, donde estos días se celebra el encuentro anual del Foro de Gobernanza de Internet de Naciones
Unidas. Allí se abordan temas como la transparencia de los algoritmos
sofisticados y de la inteligencia artificial. “La tecnología no cae del árbol
como una manzana. El cambio tecnológico está siendo orientado. El debate es
quién lo orienta y con qué legitimación”, reflexiona Jaume-Palasí.
Hace unos meses, la
investigadora recordó en este periódico los debates en los tribunales
de varios países tras la irrupción de los automóviles a principios del siglo
XX. “Los primeros intentos regulatorios nos parecerían hoy en día grotescos.
(...) En Reino Unido, por poner un ejemplo, se requería al conductor que, antes
de circular por un municipio, lo notificara al alguacil para que este, armado
con dos banderas rojas, pudiera marchar ante el coche y advertir a los
peatones”, relataba Jaume-Palasí.
La experta cree que
hay que imaginar mundos alternativos, por ejemplo uno en el que la jornada
laboral sea más corta, para orientar la innovación tecnológica hacia esos
objetivos. Pero defiende que la ética y la ley deben ser neutrales frente a la
tecnología. “Todo el mundo habla de domar la tecnología, pero lo que hay que
regular es el uso”, resume. Nadie prohíbe el desarrollo de motores con más
potencia, lo que se regula es la velocidad de un automóvil al circular por una
carretera, tenga o no boñigas de caballo.
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