martes, 11 de noviembre de 2025

La paradoja extractivista Entre la crisis climática y la transición energética - Maritza Islas Vargas

 

La transición energética está generando una creciente demanda de energía y minerales, en su mayoría extraídos del Sur global, lo que exacerba aún más los impactos ambientales y climáticos que supuestamente se propone atenuar. La promesa de desmaterialización y desfosilización se aleja, mientras se profundizan las brechas entre el Norte y el Sur global. Lejos de ser inocuas, las inversiones a gran escala en energías renovables tienen repercusiones dañinas en el ambiente y las comunidades humanas y no humanas.

En 2024, el Panel Internacional de Recursos del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en su informe «Perspectivas de recursos globales», categorizó el extractivismo como el principal impulsor de la triple crisis planetaria compuesta por el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la crisis por contaminación y residuos. Los datos fueron contundentes. La extracción y el procesamiento de energía y materia, como combustibles fósiles, minerales, minerales no metálicos y biomasa, generan más de 55% de las emisiones de gases de efecto invernadero y 40% de los impactos sobre la salud relacionados con las partículas en suspensión. Si se considera el cambio de uso de la tierra, los impactos climáticos aumentan a más de 60%. Asimismo, la agricultura y la silvicultura son responsables de más de 90% de la pérdida total de biodiversidad y del estrés hídrico relacionados con el uso de la tierra1

El extractivismo en sentido amplio alude a un patrón de acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales, en gran parte no renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia territorios antes considerados como «improductivos»2. Desde hace dos siglos, con la emergencia de una economía y de un orden internacionales fundados en la quema ininterrumpida y acelerada de combustibles fósiles, en la sobreexplotación globalizada de los flujos de energía y materia, así como en relaciones de tipo colonial, las naciones capitalistas centrales trazaron el camino que ha conducido a la crisis bioclimática actual3

El tránsito de la humanidad «del uso de flujos [por ejemplo, energía solar] a la explotación acelerada de acervos energéticos [como yacimientos de combustibles fósiles] marca un punto de quiebre en el uso humano de la energía y en la relación social con el medio ambiente [y el clima]»4. La explotación y la quema de combustibles fósiles (primero carbón, para después sumarse el petróleo y el gas natural) han liberado a la atmósfera el carbono que las plantas, a través de millones de años y por medio de la fotosíntesis, extrajeron de ella y fijaron en el suelo. Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx, el traslado masivo de mercancías y de seres humanos y el aumento de los vehículos de combustión interna, los viajes por avión y el comercio internacional propagaron el consumo de hidrocarburos a escala global y con ello, la emisión de gases de efecto invernadero (dióxido de carbono, metano, óxido nitroso)5.

Las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero, acumuladas desde la Revolución Industrial hasta nuestros días, no solo han generado la desestabilización del sistema climático planetario, sino también el trastocamiento de las interacciones complejas entre sus subsistemas: la atmósfera, la hidrosfera, la criosfera, la litosfera y la biosfera. Hasta la fecha, el declive de la demanda de energía fósil, y por tanto de las emisiones de gases de efecto invernadero, no ha sido resultado de decisiones planificadas ni de acuerdos internacionales, sino un evento fortuito generado por perturbaciones de carácter geopolítico, bélico, económico y biológico. La Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la primera y la segunda crisis del petróleo, la crisis financiera de 2008 y, recientemente, la pandemia de covid-19 son momentos excepcionales de la historia en que ha sido posible observar que la reducción de la quema de combustibles fósiles es posible. El problema es que, una vez superados estos shocks internacionales y después de la «normalización» de las inversiones y la reactivación de los procesos productivos, el consumo de petróleo, gas y carbón se recupera y aun acrecienta6. No obstante, los límites físicos del régimen energético actual son cada vez más notorios. El agotamiento de las fuentes de fácil acceso a hidrocarburos y las alteraciones climáticas producto de su quema ponen en entredicho su continuidad. La drástica transición de condiciones climáticas estables a unas cada vez más adversas e impredecibles se suma a la serie de profundas transformaciones planetarias (como la extinción masiva de especies o la alteración de los ciclos biogeoquímicos). 

Frente a este panorama, los organismos internacionales, las grandes corporaciones y muchos gobiernos adoptan un negacionismo parcial: aunque admiten el síntoma, se rehúsan a reconocer o atender las causas de fondo. Es así como promueven la llamada «transición energética» como la solución más viable para afrontar la crisis climática y sus múltiples derivaciones. Sin embargo, esta estrategia, tal y como está planteada, presenta una gran paradoja: requerirá más de 3.000 millones de toneladas de minerales y metales para la generación de energía eólica, solar y de otras fuentes7. Esta visible contradicción da cuenta de las crecientes dificultades que tiene la economía capitalista para asegurar su propia reproducción, lo que viene acompañado de la exacerbación de catástrofes sociales y ambientales a distintas escalas espacio-temporales8

En la política hegemónica hay una idea muy arraigada de que la tecnología nos salvará, bajo el supuesto de que la destrucción del ambiente es un problema de eficiencia en el consumo y procesamiento de recursos, y no resultado de una lógica basada en la acumulación infinita de ganancias. Este optimismo tecnológico, históricamente infundado, que promueve la aceptación de técnicas cada vez más disruptivas con el clima y el ambiente en aras de no modificar sustancialmente el modelo económico, nos remite a la llamada «paradoja de Jevons». 

En 1865, en su obra The Coal Question: An Inquiry Concerning the Progress of the Nation, and the Probable Exhaustion of our Coal-Mines [La cuestión del carbón. Una indagación acerca del progreso de la nación y el probable agotamiento de nuestras minas de carbón], William Stanley Jevons observó que la mejora tecnológica que introdujo James Watt con su máquina de vapor alimentada con carbón, si bien supuso mayor eficiencia energética, trajo aparejada una expansión económica y, por tanto, un mayor consumo del recurso. Lo que demostró Jevons es que cada innovación tecnológica exitosa, cada motor más eficiente termodinámicamente, derivó en un aumento de la productividad y en una mayor demanda de carbón9. Esta lección sigue siendo valiosa en la actualidad, ya que muestra cómo una mayor eficiencia energética no genera una disminución del consumo de recursos (petróleo o carbón entre ellos), sino que, por el contrario, conduce a un aumento, al menos en el marco de una economía de corte capitalista. 

Desde la Revolución Industrial, el consumo energético promedio del ser humano ha crecido exponencialmente. En 1700, el consumo per cápita de energía era de 38 gigajulios (gj) anuales; en 1900, el consumo anual aumentó a 56 gj y de ahí, a cerca de 80 gj hacia finales del siglo xx; como término de referencia, el contenido energético de un barril de petróleo es de alrededor de 6 gj. Esto permite sugerir que la economía capitalista, más que disminuir su dependencia de los hidrocarburos, requiere cada vez más energía que ahora es provista por otras vías10

Las transiciones energéticas son cambios en las fuentes dominantes de energía que suponen grandes transformaciones sociotecnológicas. En los últimos 200 años han ocurrido dos transiciones importantes: primero, de la biomasa al carbón en el siglo xix, y luego del carbón al petróleo, a lo largo del siglo xx. Estas transiciones han venido acompañadas de una modificación de las formas, principios y lógicas a partir de las cuales se organizan la producción, la distribución y el consumo en una sociedad. 

Actualmente, la conciencia sobre la necesidad de una transición hacia energías renovables es cada vez mayor; sin embargo, entre la gama de promotores hay una disputa por definir las escalas en que debe implementarse, los actores que deben dirigirla y las formas y lógicas que deben regularla. Por un lado, hay un cuestionamiento abierto a si debe seguirse un modelo descentralizado de distribución de energía, gestionado para satisfacer las necesidades locales, o si es necesario adoptar un modelo a gran escala, capaz de cubrir las necesidades de agentes económicos ajenos a los territorios donde se ejecutan estos proyectos. A su vez, mientras que para algunos el capital privado y los mecanismos de mercado son la mejor opción para llevar a cabo la transición, otros consideran las asociaciones público-privadas como la ruta más rápida; hay quienes prefieren los monopolios estatales y la regulación gubernamental; y otros más que proponen la gestión ciudadana y localizada. 

De igual modo, es posible distinguir por lo menos dos posturas contrapuestas: la de quienes señalan que la transición energética solo será posible con el abandono de la lógica de crecimiento ilimitado propia de la acumulación capitalista, y la de quienes conciben la transición energética como la oportunidad para perpetuar la acumulación en un contexto de cambio climático y de agotamiento de hidrocarburos. Estas diferencias dejan ver con claridad que la transición energética no solo es técnica, sino fundamentalmente sociopolítica y económica. 

Los múltiples conflictos asociados al despliegue de centrales hidroeléctricas y parques eólicos o fotovoltaicos han evidenciado que las inversiones a gran escala (estatales o privadas) en energías renovables no son automáticamente menos dañinas ni socialmente más justas que sus contrapartes fósiles. Los conflictos más recurrentes se vinculan a la falta de consulta pública, así como a la distribución desigual de los males (el ruido, la pérdida de ecosistemas, la violencia empresarial o policíaca) y los beneficios (por ejemplo, los dividendos o la energía producida). En la mayoría de los casos, el problema sigue siendo que se reproduce la misma dinámica que se ha observado para los proyectos extractivistas, es decir, la maximización y privatización de los beneficios y la socialización y transferencia de los costos sociales y ambientales a los más vulnerables. Por otro lado, la expansión de estos proyectos no viene acompañada necesariamente de un abandono de los combustibles fósiles. A medida que la centralización de la economía aumenta, los consumos de energía, aunque desigualmente, también se acrecientan. La dinámica expansiva del capitalismo hace imposible un consumo energético en declive. 

A lo anterior se suma la geopolítica de los recursos necesarios para lograr la transición. Tal es el caso de los minerales y metales que, distribuidos en distintos territorios y concentraciones, adquieren un rol cada vez más importante. Como observa Birgit Mahnkopf, existe una creciente demanda de minerales y metales (litio, disprosio/terbio y renio, cobalto, cobre, escandio, platino y otros) asociada a la transición hacia energías renovables11; la transmisión de electricidad; la «cuarta Revolución Industrial», basada en la digitalización y la inteligencia artificial; complejos militares (sistemas de guía de misiles y defensa antimisiles, sistemas de comunicaciones, sistemas militares no tripulados). Estas circunstancias plantean una serie de retos para un futuro posfósil, entre los que se pueden enunciar los siguientes: la disputa entre los usos para la transición energética y otros usos altamente rentables de los minerales; la expansión del extractivismo minero, con todas las afectaciones sociales y ambientales de esta actividad (consumo intensivo de agua, generación de residuos tóxicos); el agotamiento físico y económico de los yacimientos. Algo similar sucede con las grandes extensiones territoriales necesarias para la instalación de centrales fotovoltaicas, parques eólicos y represas, y para la siembra de cultivos para agrocombustibles, cuyas repercusiones ambientales aumentan a medida que se amplía su escala. 

En América Latina y el Caribe, el extractivismo no solo ha involucrado la remoción de grandes volúmenes de naturaleza para la exportación, sino también la imposición de dispositivos estructurales –mercados, instituciones financieras, cadenas de valor globales, mecanismos fiscales, tratados de libre comercio, legislaciones– a través de los cuales ciertos grupos o entidades adquieren la capacidad de control y disposición sobre los territorios12. Los territorios y sus respectivos ecosistemas son estructurados como espacios subordinados y explotados como «zonas de sacrificio» para el abastecimiento de economías-sociedades donde tiene lugar el procesamiento y el consumo asimétrico de los recursos13

En las comunidades atravesadas por el extractivismo se observa, además de la sobreexplotación de sus ecosistemas y habitantes, la exacerbación de una triple violencia de corte capitalista, racista y patriarcal. Capitalista porque los territorios son vaciados de valor ecológico, simbólico, histórico, cultural, paisajístico y social, y son reducidos a meras mercancías, importantes únicamente en términos de su valor económico y de su contribución a la maximización de las ganancias de unos pocos actores14. Racista, porque crea jerarquías de superioridad e inferioridad que justifican la dominación y la opresión sobre los otros15. De tal modo, los impactos destructivos del extractivismo se transfieren hacia las poblaciones que se asumen como sacrificables, y se aniquilan diversas formas de ser, conocer y habitar los territorios. Patriarcal, por último, porque refuerza y recrudece las violencias machistas ya existentes, al desplazar a las mujeres de la toma de decisiones sobre los territorios e imponer estructuras laborales masculinizadas que exacerban estereotipos sexistas, confinan a las mujeres al espacio doméstico y las vuelven más vulnerables a la violencia machista16. A estos procesos se suman la violación de los derechos humanos y la exacerbación de la conflictividad socioambiental, que hacen de la región latinoamericana una de las más peligrosas para personas defensoras de la tierra y el ambiente17.

Las promesas incumplibles de la transición energética

La transición energética, tal y como se piensa desde el discurso hegemónico, además de aumentar la violencia, incrementa el extractivismo fósil y minero, toda vez que no aspira a modificar el perfil metabólico de la sociedad, es decir los patrones de producción, consumo, circulación de bienes y generación de desechos; antes bien, lo que busca es garantizar su funcionamiento18. Tampoco cuestiona las desigualdades entre los países de ingresos más altos y las economías empobrecidas, donde los primeros consumen seis veces más materiales per cápita y son responsables de diez veces más impactos climáticos per cápita que los segundos19

Hasta la fecha, las energías renovables no reemplazan a los combustibles fósiles, sino que se suman al portafolio de fuentes de energía que requiere el sistema económico para funcionar. El consumo total de energías a escala global se incrementa cada año20. La promesa de reducir la cantidad de recursos consumidos por la economía no se cumple. En el nivel global, el uso de materiales se ha triplicado en los últimos 50 años y sigue creciendo a un ritmo medio superior a 2,3% anual. Asimismo, se calcula que la extracción de recursos materiales podría aumentar casi 60% respecto de los niveles de 2020 para 2060, pasando de 100.000 a 160.000 millones de toneladas21

Esta tendencia muestra que, en el marco de una economía que supone la expansión permanente y acelerada de sus actividades, la promesa de que la tecnología hará más eficiente el consumo de recursos es imposible de cumplir. La conciliación entre crecimiento económico infinito y un menor consumo energético, aunque discursivamente atractiva, es físicamente inviable. Desde 1990, la eficiencia global de los materiales ha mejorado poco. De hecho, comenzó a disminuir alrededor del año 200022. Esto quiere decir que, pese a las innovaciones tecnológicas que se han dado en los últimos lustros, cada vez se requiere más energía y materia por unidad del pib. 

Teniendo esto en cuenta, puede entenderse que la urgencia en llevar adelante la transición energética está más relacionada con la necesidad de algunas economías de mantener sus niveles actuales de producción y consumo, así como con el interés de los actores empresariales en explorar nuevos mercados en un contexto de emergencia ambiental y climática, que con las necesidades de las mayorías. 

Hasta ahora, el tipo de transición energética propuesto, principalmente por los Estados centrales y las corporaciones, reproduce las desigualdades y dinámicas de la economía fósil. Es decir, se trata de un modelo centralizado en pocas manos, que privatiza las ganancias mientras exacerba y socializa los costos sociales y ambientales. La expansión de las fronteras extractivas –impulsada por el agotamiento de los recursos de fácil acceso geopolítico y geológico, y las «oportunidades» que ofrecen las nuevas técnicas de extracción–, sumada a los efectos acumulativos de la devastación ambiental, incrementa constantemente el número de poblaciones afectadas por el extractivismo. 

En la región latinoamericana y caribeña ya son evidentes las consecuencias de este modelo. En Ecuador, por ejemplo, se observa una creciente explotación de la madera de balsa, impulsada por la demanda de China para la fabricación de aerogeneradores23. La extracción de cobalto y litio se ha expandido significativamente en Argentina, Bolivia y Chile en lo que se conoce como «triángulo del litio». En toda América Latina, acechan los megaproyectos de paneles solares e infraestructuras de hidrógeno que incrementan aún más el acaparamiento de tierras24

La transición energética de tipo corporativo y tecnocrático, además de insostenible e injusta, es muy endeble pues depende de minerales críticos que son muy escasos en la naturaleza, como el litio, el cobalto, el grafito, el indio y las tierras raras. En este punto, es importante señalar que el límite biofísico de esta transición no solo radica en el agotamiento de los minerales, sino también en la capacidad del sistema planetario para seguir absorbiendo sus desechos. 

Ante este escenario, la organización colectiva contra la exacerbación del modelo extractivista resulta crucial. En este sentido, las propuestas que emergen de los movimientos climáticos, las luchas antimineras y en general del ecologismo popular vislumbran otros caminos posibles, orientados hacia una descarbonización social y ambientalmente justa, que promueven la desinversión en combustibles fósiles, la democratización de la toma de decisiones sobre la transición, y la descentralización y desprivatización de las tecnologías y de la generación de energía. Explorar y respaldar estas alternativas es fundamental si buscamos garantizar no solo una simple transición tecnológica, sino una verdadera transformación ecosocial. 

Es importante tener en cuenta que la transición energética no es inherentemente justa ni forzosamente ecológica o sostenible. Para que eso suceda, será necesario replantear los modelos de producción y consumo, garantizar una distribución equitativa de beneficios y costos, y respetar los derechos de acceso a la información, a la participación y a la justicia de las comunidades afectadas por los proyectos energéticos y extractivos. 

Si bien es cierto que, para afrontar la triple crisis planetaria, es necesaria, entre otras medidas, una modificación de la matriz energética, esto no puede hacerse a costa de la salud de los ecosistemas ni de la integridad de pueblos enteros. Si la transición no es justa, no será una verdadera solución. 

Tal y como señala Elmar Altvater: «una sociedad basada en fuentes de energía renovables, en lugar de fósiles, debe desarrollar tecnologías adecuadas y sobre todo formas sociales más allá del capitalismo. La relación de la sociedad con la naturaleza no puede seguir siendo la misma cuando el combustible que impulsa la dinámica capitalista se está agotando»25. Al respecto, los movimientos de justicia climática, lo mismo que las luchas sociales contra megaproyectos de infraestructura «verde», brindan algunas claves, acciones y propuestas que, en el corto, mediano y largo plazo, pueden contribuir a trazar una cuarta ruta hacia la descarbonización guiada por los principios de desinversión, democratización, descentralización y desprivatización. 

El alcance transformador o conservador de la transición energética depende de los objetivos que se tracen y de los actores que la impulsen. Sin embargo, cualquier proyecto político futuro que podamos visualizar depende de la estabilización de las emisiones y, por tanto, de la abolición de la economía fósil, así como de las relaciones de explotación y dominación que la acompañan. Frente a la crisis bioclimática, frenar el extractivismo es un deber ético planetario inexcusable.

  • 1.

Panel Internacional de Recursos: Global Resources Outlook 2024: Bend the Trend - Pathways to a Liveable Planet as Resource Use Spikes, Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP), Nairobi, 3/2024.

  • 2.

Maristella Svampa: «‘Consenso de los Commodities’ y lenguajes de valoración en América Latina» en Nueva Sociedad No 244, 3-4/2013, disponible en nuso.org.

  • 3.

IPCC: «Climate Change 2023: Synthesis Report. Contribution of Working Groups I, II and III to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change», 2023; Andreas Malm: «Who Lit This Fire? Approaching the History of the Fossil Economy» en Critical Historical Studies vol. 3 No 2, 2016.

  • 4.

Francisco Aguayo: «Transiciones energéticas: agotamiento y renovación de los recursos energéticos» en Conceptos y fenómenos fundamentales de nuestro tiempo, UNAM-IIS, 5/2012.

  • 5.

Will Steffen, Wendy Broadgate, Lisa Michele Deutsch y Owen Gaffney: «The Trajectory of the Anthropocene: The Great Acceleration» en Anthropocene Review vol. 2 No 1, 4/2015.

  • 6.

Agencia Internacional de la Energía (AIE): «Global Energy Review 2020: The Impacts of the Covid-19 Crisis on Global Energy Demand and CO2 Emissions», 4/2020.

  • 7.

Kirsten Lori Hund et al.: Minerals for Climate Action: The Mineral Intensity of the Clean Energy Transition, Banco Mundial, Washington, DC, 2020.

  • 8.

Raúl Ornelas (coord.): Estrategias para empeorarlo todo, UNAM-IIEC, Ciudad de México, 2020.

  • 9.

John Bellamy Foster, Brett Clark y Richard York: «Capitalism and the Curse of Energy Efficiency: The Return of the Jevons Paradox» en Monthly Review vol. 62 No 6, 11/2010.

  • 10.

F. Aguayo: ob. cit.

  • 11.

B. Mahnkopf: «Geopolítica en el Antropoceno» en Papeles No 146, 2019.

  • 12.

Horacio Machado Aráoz: «Crisis ecológica, conflictos socioambientales y orden neocolonial. Las paradojas de Nuestra América en las fronteras del extractivismo» en Rebela vol. 3 No 1, 2013.

  • 13.

Eduardo Gudynas: «Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo. Contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano actual» en Jürgen Schuldt et al.: Extractivismo, política y sociedad, Centro Andino de Acción Popular / Centro Latinoamericano de Ecología Social, Quito, 2009.

  • 14.

M. Svampa: ob. cit.; Joan Martínez-Alier: «Los conflictos ecológico-distributivos y los indicadores de sustentabilidad» en Revibec: Revista Iberoamericana de Economía Ecológica vol. 1, 2004.

  • 15.

Atsiry López: «Agroextractivismo y racismo ambiental. La industria porcícola en el estado de Yucatán» en Geopauta vol. 4 No 4, 2020.

  • 16.

Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo: «(Re)patriarcalización de los territorios. La lucha de las mujeres y los megaproyectos extractivos» en Ecología Política No 24, 2018.

  • 17.

«Voces silenciadas. La violencia contra las personas defensoras de la tierra y el medioambiente» en Global Witness, 10/9/2024.

  • 18.

Bruno Breno y M. Svampa: «Del ‘Consenso de los Commodities’ al ‘Consenso de la Descarbonización’» en Nueva Sociedad No 306, 7-8/2023, disponible en nuso.org.

  • 19.

Panel Internacional de Recursos: Global Resources Outlook 2024, cit.

  • 20.

British Petroleum: Statistical Review of World Energy, Londres, 2020.

  • 21.

Panel Internacional de Recursos: Global Resources Outlook 2024, cit.

  • 22.

Panel Internacional de Recursos: Global Material Flows and Resource Productivity, UNEP, Nairobi, 2016.

  • 23.

Tamara Artacker, Felipe Bonilla, Elizabeth Bravo e Ivonne Yánez: «Los impactos invisibles de la energía eólica. Cómo el boom de energías renovables en China acelera la explotación de la balsa en Ecuador» en Armando L. Fernández Soriano, Ofelia Gutiérrez, M. Islas Vargas y Pedro Roberto Jacobi (coords.): Expresiones del metabolismo social capitalista en América Latina: sujetos, conflictos y contrapropuestas, Clacso, Buenos Aires, 2024.

  • 24.

B. Bringel y M. Svampa: ob. cit.

  • 25.

E. Altvater: «The Social and Natural Environment of Fossil Capitalism» en Socialist Register vol. 43, 2007, p. 55.

NUEVA SOCIEDAD 319 / SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2025

https://nuso.org/articulo/319-paradoja-extractivista/


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