La transición energética está generando una creciente demanda de energía y minerales, en su mayoría extraídos del Sur global, lo que exacerba aún más los impactos ambientales y climáticos que supuestamente se propone atenuar. La promesa de desmaterialización y desfosilización se aleja, mientras se profundizan las brechas entre el Norte y el Sur global. Lejos de ser inocuas, las inversiones a gran escala en energías renovables tienen repercusiones dañinas en el ambiente y las comunidades humanas y no humanas.
En 2024, el
Panel Internacional de Recursos del Programa de Naciones Unidas para el Medio
Ambiente, en su informe «Perspectivas de recursos globales», categorizó
el extractivismo como el principal impulsor de la triple crisis planetaria
compuesta por el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la crisis por
contaminación y residuos. Los datos fueron contundentes. La extracción y el
procesamiento de energía y materia, como combustibles fósiles, minerales,
minerales no metálicos y biomasa, generan más de 55% de las emisiones de gases
de efecto invernadero y 40% de los impactos sobre la salud relacionados con las
partículas en suspensión. Si se considera el cambio de uso de la tierra, los
impactos climáticos aumentan a más de 60%. Asimismo, la agricultura y la
silvicultura son responsables de más de 90% de la pérdida total de
biodiversidad y del estrés hídrico relacionados con el uso de la tierra1.
El
extractivismo en sentido amplio alude a un patrón de acumulación basado en la
sobreexplotación de recursos naturales, en gran parte no renovables, así como
en la expansión de las fronteras hacia territorios antes considerados como
«improductivos»2. Desde hace dos siglos, con la emergencia de una economía y de un orden
internacionales fundados en la quema ininterrumpida y acelerada de combustibles
fósiles, en la sobreexplotación globalizada de los flujos de energía y materia,
así como en relaciones de tipo colonial, las naciones capitalistas centrales
trazaron el camino que ha conducido a la crisis bioclimática actual3.
El tránsito de
la humanidad «del uso de flujos [por ejemplo, energía solar] a
la explotación acelerada de acervos energéticos [como yacimientos
de combustibles fósiles] marca un punto de quiebre en el uso humano de la
energía y en la relación social con el medio ambiente [y el clima]»4. La explotación y la quema de combustibles fósiles (primero carbón,
para después sumarse el petróleo y el gas natural) han liberado a la atmósfera
el carbono que las plantas, a través de millones de años y por medio de la
fotosíntesis, extrajeron de ella y fijaron en el suelo. Sobre todo a partir de
la segunda mitad del siglo xx, el traslado masivo de mercancías y de seres
humanos y el aumento de los vehículos de combustión interna, los viajes por
avión y el comercio internacional propagaron el consumo de hidrocarburos a escala
global y con ello, la emisión de gases de efecto invernadero (dióxido de
carbono, metano, óxido nitroso)5.
Las emisiones
antropogénicas de gases de efecto invernadero, acumuladas desde la Revolución
Industrial hasta nuestros días, no solo han generado la desestabilización del
sistema climático planetario, sino también el trastocamiento de las
interacciones complejas entre sus subsistemas: la atmósfera, la hidrosfera, la
criosfera, la litosfera y la biosfera. Hasta la fecha, el declive de la demanda
de energía fósil, y por tanto de las emisiones de gases de efecto invernadero,
no ha sido resultado de decisiones planificadas ni de acuerdos internacionales,
sino un evento fortuito generado por perturbaciones de carácter geopolítico,
bélico, económico y biológico. La Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la
primera y la segunda crisis del petróleo, la crisis financiera de 2008 y,
recientemente, la pandemia de covid-19 son momentos excepcionales de la
historia en que ha sido posible observar que la reducción de la quema de
combustibles fósiles es posible. El problema es que, una vez superados
estos shocks internacionales y después de la «normalización»
de las inversiones y la reactivación de los procesos productivos, el consumo de
petróleo, gas y carbón se recupera y aun acrecienta6. No obstante, los límites físicos del régimen energético actual son
cada vez más notorios. El agotamiento de las fuentes de fácil acceso a
hidrocarburos y las alteraciones climáticas producto de su quema ponen en
entredicho su continuidad. La drástica transición de condiciones climáticas
estables a unas cada vez más adversas e impredecibles se suma a la serie de
profundas transformaciones planetarias (como la extinción masiva de especies o
la alteración de los ciclos biogeoquímicos).
Frente a este
panorama, los organismos internacionales, las grandes corporaciones y muchos
gobiernos adoptan un negacionismo parcial: aunque admiten el síntoma, se
rehúsan a reconocer o atender las causas de fondo. Es así como promueven la
llamada «transición energética» como la solución más viable para afrontar la
crisis climática y sus múltiples derivaciones. Sin embargo, esta estrategia,
tal y como está planteada, presenta una gran paradoja: requerirá más de 3.000
millones de toneladas de minerales y metales para la generación de energía
eólica, solar y de otras fuentes7. Esta visible contradicción da cuenta de las crecientes dificultades
que tiene la economía capitalista para asegurar su propia reproducción, lo que
viene acompañado de la exacerbación de catástrofes sociales y ambientales a
distintas escalas espacio-temporales8.
En la política
hegemónica hay una idea muy arraigada de que la tecnología nos salvará, bajo el
supuesto de que la destrucción del ambiente es un problema de eficiencia en el
consumo y procesamiento de recursos, y no resultado de una lógica basada en la
acumulación infinita de ganancias. Este optimismo tecnológico, históricamente
infundado, que promueve la aceptación de técnicas cada vez más disruptivas con
el clima y el ambiente en aras de no modificar sustancialmente el modelo
económico, nos remite a la llamada «paradoja de Jevons».
En 1865, en su obra The Coal Question: An
Inquiry Concerning the Progress of the Nation, and the Probable Exhaustion of
our Coal-Mines [La cuestión del carbón. Una indagación acerca del progreso de la nación y el
probable agotamiento de nuestras minas de carbón], William Stanley Jevons
observó que la mejora tecnológica que introdujo James Watt con su máquina de
vapor alimentada con carbón, si bien supuso mayor eficiencia energética, trajo
aparejada una expansión económica y, por tanto, un mayor consumo del recurso.
Lo que demostró Jevons es que cada innovación tecnológica exitosa, cada motor
más eficiente termodinámicamente, derivó en un aumento de la productividad y en
una mayor demanda de carbón9. Esta lección sigue siendo valiosa en la actualidad, ya que muestra
cómo una mayor eficiencia energética no genera una disminución del consumo de
recursos (petróleo o carbón entre ellos), sino que, por el contrario, conduce a
un aumento, al menos en el marco de una economía de corte capitalista.
Desde la
Revolución Industrial, el consumo energético promedio del ser humano ha crecido
exponencialmente. En 1700, el consumo per cápita de energía era de 38
gigajulios (gj) anuales; en 1900, el consumo anual aumentó a 56 gj y
de ahí, a cerca de 80 gj hacia finales del siglo xx; como
término de referencia, el contenido energético de un barril de petróleo es de
alrededor de 6 gj. Esto permite sugerir que la economía capitalista, más
que disminuir su dependencia de los hidrocarburos, requiere cada vez más
energía que ahora es provista por otras vías10.
Las
transiciones energéticas son cambios en las fuentes dominantes de energía que
suponen grandes transformaciones sociotecnológicas. En los últimos 200 años han
ocurrido dos transiciones importantes: primero, de la biomasa al carbón en el
siglo xix, y luego del carbón al petróleo, a lo largo del siglo xx.
Estas transiciones han venido acompañadas de una modificación de las formas,
principios y lógicas a partir de las cuales se organizan la producción, la
distribución y el consumo en una sociedad.
Actualmente,
la conciencia sobre la necesidad de una transición hacia energías renovables es
cada vez mayor; sin embargo, entre la gama de promotores hay una disputa por
definir las escalas en que debe implementarse, los actores que deben dirigirla
y las formas y lógicas que deben regularla. Por un lado, hay un cuestionamiento
abierto a si debe seguirse un modelo descentralizado de distribución de
energía, gestionado para satisfacer las necesidades locales, o si es necesario
adoptar un modelo a gran escala, capaz de cubrir las necesidades de agentes
económicos ajenos a los territorios donde se ejecutan estos proyectos. A su
vez, mientras que para algunos el capital privado y los mecanismos de mercado
son la mejor opción para llevar a cabo la transición, otros consideran las
asociaciones público-privadas como la ruta más rápida; hay quienes prefieren
los monopolios estatales y la regulación gubernamental; y otros más que
proponen la gestión ciudadana y localizada.
De igual modo,
es posible distinguir por lo menos dos posturas contrapuestas: la de quienes
señalan que la transición energética solo será posible con el abandono de la
lógica de crecimiento ilimitado propia de la acumulación capitalista, y la de
quienes conciben la transición energética como la oportunidad para perpetuar la
acumulación en un contexto de cambio climático y de agotamiento de
hidrocarburos. Estas diferencias dejan ver con claridad que la transición
energética no solo es técnica, sino fundamentalmente sociopolítica y
económica.
Los múltiples
conflictos asociados al despliegue de centrales hidroeléctricas y parques
eólicos o fotovoltaicos han evidenciado que las inversiones a gran escala
(estatales o privadas) en energías renovables no son automáticamente menos
dañinas ni socialmente más justas que sus contrapartes fósiles. Los conflictos
más recurrentes se vinculan a la falta de consulta pública, así como a la
distribución desigual de los males (el ruido, la pérdida de ecosistemas, la
violencia empresarial o policíaca) y los beneficios (por ejemplo, los
dividendos o la energía producida). En la mayoría de los casos, el problema
sigue siendo que se reproduce la misma dinámica que se ha observado para los
proyectos extractivistas, es decir, la maximización y privatización de los
beneficios y la socialización y transferencia de los costos sociales y
ambientales a los más vulnerables. Por otro lado, la expansión de estos
proyectos no viene acompañada necesariamente de un abandono de los combustibles
fósiles. A medida que la centralización de la economía aumenta, los consumos de
energía, aunque desigualmente, también se acrecientan. La dinámica expansiva del
capitalismo hace imposible un consumo energético en declive.
A lo anterior
se suma la geopolítica de los recursos necesarios para lograr la transición.
Tal es el caso de los minerales y metales que, distribuidos en distintos
territorios y concentraciones, adquieren un rol cada vez más importante. Como
observa Birgit Mahnkopf, existe una creciente demanda de minerales y metales
(litio, disprosio/terbio y renio, cobalto, cobre, escandio, platino y otros)
asociada a la transición hacia energías renovables11; la transmisión de electricidad; la «cuarta Revolución Industrial»,
basada en la digitalización y la inteligencia artificial; complejos militares
(sistemas de guía de misiles y defensa antimisiles, sistemas de comunicaciones,
sistemas militares no tripulados). Estas circunstancias plantean una serie de
retos para un futuro posfósil, entre los que se pueden enunciar los siguientes:
la disputa entre los usos para la transición energética y otros usos altamente
rentables de los minerales; la expansión del extractivismo minero, con todas
las afectaciones sociales y ambientales de esta actividad (consumo intensivo de
agua, generación de residuos tóxicos); el agotamiento físico y económico de los
yacimientos. Algo similar sucede con las grandes extensiones territoriales
necesarias para la instalación de centrales fotovoltaicas, parques eólicos y
represas, y para la siembra de cultivos para agrocombustibles, cuyas
repercusiones ambientales aumentan a medida que se amplía su escala.
En América
Latina y el Caribe, el extractivismo no solo ha involucrado la remoción de
grandes volúmenes de naturaleza para la exportación, sino también la imposición
de dispositivos estructurales –mercados, instituciones financieras, cadenas de
valor globales, mecanismos fiscales, tratados de libre comercio, legislaciones–
a través de los cuales ciertos grupos o entidades adquieren la capacidad de
control y disposición sobre los territorios12. Los territorios y sus respectivos ecosistemas son estructurados como
espacios subordinados y explotados como «zonas de sacrificio» para el
abastecimiento de economías-sociedades donde tiene lugar el procesamiento y el
consumo asimétrico de los recursos13.
En las
comunidades atravesadas por el extractivismo se observa, además de la
sobreexplotación de sus ecosistemas y habitantes, la exacerbación de una triple
violencia de corte capitalista, racista y patriarcal. Capitalista porque los
territorios son vaciados de valor ecológico, simbólico, histórico, cultural,
paisajístico y social, y son reducidos a meras mercancías, importantes
únicamente en términos de su valor económico y de su contribución a la
maximización de las ganancias de unos pocos actores14. Racista, porque crea jerarquías de superioridad e inferioridad que
justifican la dominación y la opresión sobre los otros15. De tal modo, los impactos destructivos del extractivismo se
transfieren hacia las poblaciones que se asumen como sacrificables, y se
aniquilan diversas formas de ser, conocer y habitar los territorios.
Patriarcal, por último, porque refuerza y recrudece las violencias machistas ya
existentes, al desplazar a las mujeres de la toma de decisiones sobre los
territorios e imponer estructuras laborales masculinizadas que exacerban
estereotipos sexistas, confinan a las mujeres al espacio doméstico y las
vuelven más vulnerables a la violencia machista16. A estos procesos se suman la violación de los derechos humanos y la
exacerbación de la conflictividad socioambiental, que hacen de la región
latinoamericana una de las más peligrosas para personas defensoras de la tierra
y el ambiente17.
Las
promesas incumplibles de la transición energética
La transición
energética, tal y como se piensa desde el discurso hegemónico, además de
aumentar la violencia, incrementa el extractivismo fósil y minero, toda vez que
no aspira a modificar el perfil metabólico de la sociedad, es decir los
patrones de producción, consumo, circulación de bienes y generación de
desechos; antes bien, lo que busca es garantizar su funcionamiento18. Tampoco cuestiona las desigualdades entre los países de ingresos más
altos y las economías empobrecidas, donde los primeros consumen seis veces más
materiales per cápita y son responsables de diez veces más impactos climáticos
per cápita que los segundos19.
Hasta la
fecha, las energías renovables no reemplazan a los combustibles fósiles, sino
que se suman al portafolio de fuentes de energía que requiere el sistema
económico para funcionar. El consumo total de energías a escala global se
incrementa cada año20. La promesa de reducir la cantidad de recursos consumidos por la
economía no se cumple. En el nivel global, el uso de materiales se ha
triplicado en los últimos 50 años y sigue creciendo a un ritmo medio superior a
2,3% anual. Asimismo, se calcula que la extracción de recursos materiales
podría aumentar casi 60% respecto de los niveles de 2020 para 2060, pasando de
100.000 a 160.000 millones de toneladas21.
Esta tendencia
muestra que, en el marco de una economía que supone la expansión permanente y
acelerada de sus actividades, la promesa de que la tecnología hará más
eficiente el consumo de recursos es imposible de cumplir. La conciliación entre
crecimiento económico infinito y un menor consumo energético, aunque
discursivamente atractiva, es físicamente inviable. Desde 1990, la eficiencia
global de los materiales ha mejorado poco. De hecho, comenzó a disminuir
alrededor del año 200022. Esto quiere decir que, pese a las innovaciones tecnológicas que se han
dado en los últimos lustros, cada vez se requiere más energía y materia por
unidad del pib.
Teniendo esto
en cuenta, puede entenderse que la urgencia en llevar adelante la transición
energética está más relacionada con la necesidad de algunas economías de
mantener sus niveles actuales de producción y consumo, así como con el interés
de los actores empresariales en explorar nuevos mercados en un contexto de
emergencia ambiental y climática, que con las necesidades de las
mayorías.
Hasta ahora,
el tipo de transición energética propuesto, principalmente por los Estados
centrales y las corporaciones, reproduce las desigualdades y dinámicas de la
economía fósil. Es decir, se trata de un modelo centralizado en pocas manos,
que privatiza las ganancias mientras exacerba y socializa los costos sociales y
ambientales. La expansión de las fronteras extractivas –impulsada por el
agotamiento de los recursos de fácil acceso geopolítico y geológico, y las
«oportunidades» que ofrecen las nuevas técnicas de extracción–, sumada a los
efectos acumulativos de la devastación ambiental, incrementa constantemente el
número de poblaciones afectadas por el extractivismo.
En la región
latinoamericana y caribeña ya son evidentes las consecuencias de este modelo.
En Ecuador, por ejemplo, se observa una creciente explotación de la madera de
balsa, impulsada por la demanda de China para la fabricación de aerogeneradores23. La extracción de cobalto y litio se ha expandido significativamente en
Argentina, Bolivia y Chile en lo que se conoce como «triángulo del litio». En
toda América Latina, acechan los megaproyectos de paneles solares e
infraestructuras de hidrógeno que incrementan aún más el acaparamiento de
tierras24.
La transición
energética de tipo corporativo y tecnocrático, además de insostenible e
injusta, es muy endeble pues depende de minerales críticos que son muy escasos
en la naturaleza, como el litio, el cobalto, el grafito, el indio y las tierras
raras. En este punto, es importante señalar que el límite biofísico de esta
transición no solo radica en el agotamiento de los minerales, sino también en
la capacidad del sistema planetario para seguir absorbiendo sus desechos.
Ante este
escenario, la organización colectiva contra la exacerbación del modelo
extractivista resulta crucial. En este sentido, las propuestas que emergen de
los movimientos climáticos, las luchas antimineras y en general del ecologismo
popular vislumbran otros caminos posibles, orientados hacia una
descarbonización social y ambientalmente justa, que promueven la desinversión
en combustibles fósiles, la democratización de la toma de decisiones sobre la
transición, y la descentralización y desprivatización de las tecnologías y de
la generación de energía. Explorar y respaldar estas alternativas es
fundamental si buscamos garantizar no solo una simple transición tecnológica,
sino una verdadera transformación ecosocial.
Es importante
tener en cuenta que la transición energética no es inherentemente justa ni
forzosamente ecológica o sostenible. Para que eso suceda, será necesario
replantear los modelos de producción y consumo, garantizar una distribución
equitativa de beneficios y costos, y respetar los derechos de acceso a la
información, a la participación y a la justicia de las comunidades afectadas
por los proyectos energéticos y extractivos.
Si bien es
cierto que, para afrontar la triple crisis planetaria, es necesaria, entre
otras medidas, una modificación de la matriz energética, esto no puede hacerse
a costa de la salud de los ecosistemas ni de la integridad de pueblos enteros.
Si la transición no es justa, no será una verdadera solución.
Tal y como
señala Elmar Altvater: «una sociedad basada en fuentes de energía renovables,
en lugar de fósiles, debe desarrollar tecnologías adecuadas y sobre todo formas
sociales más allá del capitalismo. La relación de la sociedad con la naturaleza
no puede seguir siendo la misma cuando el combustible que impulsa la dinámica
capitalista se está agotando»25. Al respecto, los movimientos de justicia climática, lo mismo que las
luchas sociales contra megaproyectos de infraestructura «verde», brindan
algunas claves, acciones y propuestas que, en el corto, mediano y largo plazo,
pueden contribuir a trazar una cuarta ruta hacia la descarbonización guiada por
los principios de desinversión, democratización, descentralización y
desprivatización.
El alcance
transformador o conservador de la transición energética depende de los
objetivos que se tracen y de los actores que la impulsen. Sin embargo,
cualquier proyecto político futuro que podamos visualizar depende de la estabilización
de las emisiones y, por tanto, de la abolición de la economía fósil, así como
de las relaciones de explotación y dominación que la acompañan. Frente a la
crisis bioclimática, frenar el extractivismo es un deber ético planetario
inexcusable.
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NUEVA SOCIEDAD 319 / SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2025
https://nuso.org/articulo/319-paradoja-extractivista/

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