En la Antártida, el único continente donde no hay
países, fronteras ni guerras, se está librando una de las batallas científicas
más complejas de nuestra era: comprender el impacto del cambio climático en una
isla dos veces mayor que Australia y que concentra el 90% de todo el hielo del
planeta.
El 18 de febrero, un equipo de científicos y militares
zarparon hacia el epicentro del calentamiento en este continente. La 55ª
Expedición Antártica de Chile a bordo del buque de la Armada Marinero
Fuentealba ha sido la primera de este país que ha intentado llegar más allá del
círculo polar Antártico con un buque no preparado para ello, pues no es un
rompehielos. Los objetivos eran recolectar algas y fauna marina junto a
glaciares que se están fundiendo y realizar estudios para construir tres bases
de investigación científica. La más lejana estará en un enclave militar casi
abandonado que se convertirá en un laboratorio natural perfecto para entender
las conexiones entre el continente más frío y árido y el resto de la Tierra.
Si se derritiera toda la Antártida, el nivel del mar
subiría unos 60 metros, suficiente para anegar toda Europa. Los científicos
saben que eso no va a pasar en los próximos siglos, pero sí temen fenómenos más
sutiles que ya están sucediendo.
Vídeo: El "corazón palpitante" del planeta
“La Antártida regula procesos a nivel planetario”,
explica Marcelo Leppe, director del Instituto Antártico Chileno (INACH),
organizador de la expedición, a la que ha sido invitado EL PAÍS. “Este
continente es el corazón palpitante del planeta, pues cada año su superficie
cambia en unos 14 millones de kilómetros cuadrados [más que toda la superficie
de Europa] por el avance y retroceso de sus hielos”. “La Antártida tiene nexos
con casi todos los mares del planeta. Influye en el ciclo de cultivos de China,
el anegamiento por lluvias monzónicas en Vietnam, el régimen hídrico en
Australia y también en eventos de tiempo extremo en América del sur”, asegura.
La descomunal plataforma de hielo que cubre su
territorio se suele dividir en tres grandes áreas, este, oeste y península
antártica, el rabillo de tierra cercano a Sudamérica, en cuyo extremo norte se
acumulan la mayor parte de bases científicas y militares. Es en esta zona donde
las temperaturas medias han aumentado más y donde se concentran las mayores
pérdidas de hielo, cuyo ritmo de fusión, en términos globales, se ha triplicado
en los últimos 30 años.
HIELO
EN EL MAR GLACIAR ES TEMPERATURA
Uno de los lugares donde ya pueden estar apareciendo
los primeros signos de transformación es la orilla libre de hielo que queda
cerca de las imponentes paredes de los glaciares, de más de 30 metros de alto y
de un azul más intenso que el cielo. Mientras rugen las cadenas del ancla para
el atraque, un equipo de científicos se embute en aparatosos trajes naranjas
que les mantendrán calientes y les harán flotar en caso de que caigan al agua.
Es verano en el hemisferio sur y la temperatura estos días no bajará de los
cinco grados bajo cero, aunque la sensación térmica llega a los -18. Los
biólogos recogen muestras de dos especies de algas que viven tanto en las
costas de Chile como en la Antártida, un hábitat de unos 1.500 kilómetros de
largo.
Mientras el equipo de tierra recoge algas a ras de
agua, los buzos se tiran desde un bote de goma y bajan hasta a 10 metros de
profundidad. Visten varias capas de ropa debajo de un traje de neopreno seco
para aguantar una media hora de inmersión. El mar en esta zona de la península
puede rozar los tres grados bajo cero, pues la alta salinidad baja la
temperatura de congelación. A cambio del sufrimiento tienen el exclusivo
privilegio de ver la Antártida bajo las aguas y, si tienen suerte, compartirlo
con algún pingüino o un lobo marino.
Vídeo: Buceando en aguas a tres grados bajo cero
“Cuando hay mucho derretimiento de hielo hay pocos
moluscos y algas”, explica Marcel Velásquez, oceanógrafo y buzo de 31 años. “El
agua dulce y el sedimento que aporta el glaciar hace que no haya organismos que
se puedan adaptar. Esto apoya nuestra hipótesis de que el retroceso glaciar
está teniendo un efecto en los ecosistemas marinos”, resalta este venezolano,
que en 2011 abandonó su país natal con 30 dólares en el bolsillo. Especialista
en genética de algas, tras pasar por el Museo de Ciencias Naturales de París y
el Smithsonian de EE UU ahora estudia el doctorado en la Universidad de
Magallanes (Chile).
El trabajo de buzo se hace por amor a la ciencia. Las
personas que realizan las inmersiones estos días son estudiantes jóvenes que se
buscan otros trabajos para poder ganar lo suficiente (venta ambulante, conducir
un Uber…). El sueldo de algunos de ellos en esta campaña, con varias
inmersiones al día y una travesía de 12 días sin internet ni teléfono es de
250.000 pesos chilenos, unos 325 euros. “De todas maneras merece la pena, la
experiencia es algo invalorable tanto en lo personal como en lo profesional”,
explica Diego Henríquez, que a sus 28 años tiene dos hijos y estudia biología
marina en la Universidad Austral de Chile.
Cuando los buzos regresan al buque los científicos se
arremolinan en torno a las bolsas con las muestras que aún chorrean agua
helada. El comedor del buque se transforma en un laboratorio improvisado con
microscopios, pipetas, atlas de fauna y flora marina. “El calentamiento es más
evidente en la región subantártica [sur de Chile], donde los glaciares se
derriten mucho más rápido y cambian las condiciones del agua. En los lugares
donde hay mucho derretimiento glaciar, siempre aparecen las mismas especies,
que parecen adaptarse, mientras otras desaparecen, en parte porque baja mucho
la salinidad del agua”, explica Andrés Mansilla, jefe científico del proyecto
de la Universidad de Magallanes.
Vídeo: Así es la fauna de la Antártida
“Las
poblaciones del pingüino barbijo han disminuido un 41%”
Una de las algas encontradas parece de una especie no
autóctona, aunque habrá que confirmarlo con un análisis de ADN. “El
calentamiento supone un peligro adicional, porque puede provocar que un buque,
un turista o las simples corrientes marinas traigan especies foráneas adaptadas
a rangos de temperatura o salinidad mayores que los de las especies locales y
ocupen su nicho”, advierte Mansilla.
El español Andrés Barbosa también sabe de perdedores y
ganadores por el cambio climático. Este biólogo lleva analizando las colonias
de pingüino barbijo desde los años noventa en la isla Decepción y en los
alrededores de la base Juan Carlos I, en la isla Livingston, las dos bases
científicas de España. Sus datos indican que hay un 41% menos de ejemplares
desde que comenzó a estudiar a estos animales. Esta especie se alimenta de
kril, un diminuto crustáceo con forma de gamba que también es el plato casi
único de algunas especies de ballenas y focas. Según algunos estudios la cantidad
de kril en las aguas de la península ha caído un 80%. La especie también se
pesca y se usa para producir complementos alimentarios de omega tres —un bote
de 120 cápsulas cuesta unos 50 euros— y como alimento para los salmones de
piscifactoría.
“Aunque el calentamiento afecta a todo el planeta, las
zonas más afectadas son el Ártico, la Antártida y los glaciares de alta
montaña. Muchas especies adaptadas a vivir en estos entornos no tienen opción
de marcharse a entornos más fríos”, explica Barbosa. “Aunque el pingüino
barbijo no está en peligro de extinción, la caída de las poblaciones es
preocupante", detalla Barbosa, coordinador de investigación polar de la
Agencia Estatal de Investigación. “La otra cara de la moneda son los pingüinos
papúa que no solo comen kril, sino también calamar y otros pescados y que están
aumentando su área de distribución. Esta es la dinámica de cualquier ecosistema
en proceso de cambio”, resalta el biólogo.
El 23 de febrero, cruzado el círculo polar, el buque
alcanza su objetivo más al sur: la base Carvajal. Desde la lejanía, en lo alto
de un glaciar, se aprecian los restos de un avión británico modelo De Havilland
que transportaba combustible y que se estrelló en 1964 en medio de la pista de
aterrizaje que había sobre el hielo. En 1984 el Reino Unido cedió este enclave
militar a Chile. La última vez que la Fuerza Aérea chilena usó la base fue en
2014 y, desde entonces, los científicos del INACH solo la visitan por breves
temporadas y la usan como refugio.
Todo en Carvajal parece más salvaje e inhóspito. A
pocos metros de los edificios cuarteados por la intemperie hay colonias de
lobos marinos con miles de ejemplares que primero rugen feroces y luego
gimotean asustados cuando ven a los inesperados visitantes. Los elefantes marinos
reciben a los humanos con unos potentes gruñidos que rompen el silencio
perfecto de la Antártida. Un intenso olor a pescado sale de los excrementos,
que tiñen de marrón enormes extensiones de hielo y piedra.
El interior del edificio principal tiene algo de
cápsula del tiempo. El reloj está parado a la 1.34. En una pizarra, los
militares escribieron las tareas pendientes antes de marcharse y cerrar la
base. Al fondo, en el salón, hay una barra con juegos de mesa, casetes de otra
época —incluida una de Marta Sánchez— una mesa de billar, taller, dormitorios,
cocina, hasta una sauna. Solo falta el laboratorio. Afuera, en la zona de roca
libre de hielo, un grupo de ingenieros y marinos está perforando la piedra con
una testiguera. Su objetivo es regresar a Chile con suficientes muestras de
terreno para poder continuar con los estudios geológicos y sísmicos para
construir una nueva base científica, la primera civil en este enclave, que
albergará a unos 60 científicos.
Este lugar tan remoto muestra una de las caras más
terribles del cambio climático. En enero de 1999, Eduardo García, funcionario
de apoyo del INACH, y un estudiante, subían en una motonieve por el glaciar
Fuchs, cercano a la base, cuando el hielo se abrió bajo sus pies. Cayeron a una
grieta. El vehículo se estrelló encima de García y le aplastó el cráneo. Un
grupo salió al rescate desde la base militar. Al descolgarse por el abismo
vieron que era un sifón que se abría cada vez más. En una repisa, a unos 50
metros, encontraron al segundo accidentado, aún con vida.
Unos años más tarde, glaciólogos chilenos alertaron de
que el calentamiento estaba aumentando el tamaño de las numerosas grietas
ocultas bajo la superficie del glaciar Fuchs y que era inviable usarlo de
aeródromo. Hacía años que los ingleses lo habían dado por perdido y
construyeron otro en la actual base de Rothera, a unos 30 kilómetros de
Carvajal.
“Carvajal es la base del futuro”, explica Leppe. “Está
dentro de bahía Margarita, una de las más grandes del mundo. Es el último lugar
donde hubo una colonia de pingüino emperador dentro de lo que se llama
territorio antártico chileno. Ya desapareció al derretirse la banquisa de hielo
permanente. No volvieron a aparecer. Es una zona de transición climática y
biológica. Y es además nuestra única base costera dentro del círculo polar”,
resalta el investigador.
Vista de la isla Doumer, donde se encuentra la base
Yelcho.
El buque de la Armada de Chile 'Marinero Fuentealba'.
Vista desde el puente de mando del 'Marinero
Fuentealba'.
Los buzos Marcel Velásquez (derecha) y Andreas
Schmider se preparan para su primera inmersión cerca de la base Yelcho.
El Tratado Antártico —firmado por 29 países con pleno
poder de decisión, incluida España— prohíbe toda reclamación territorial en el
continente, así como las actividades militares y la extracción de recursos
naturales con intenciones comerciales. Esto último se debe en parte a las
enormes dificultades de explotar recursos que están bajo una capa de hielo que
en sus zonas más gruesas, en el interior del continente, tiene más de 4.000
metros de grosor. Existe la preocupación de que el tratado cambie en 2048, el
primer año en el que el protocolo ambiental puede ser modificado. Es difícil
imaginar el mundo dentro de 30 años, pero cualquier decisión debe ser
respaldada de forma unánime por todos los firmantes.
En cuanto a cuál es el futuro de la Antártida más allá
de esas fechas, la respuesta está sobre todo del lado de un cambio global
difícil de predecir a medio plazo. “Creo que todavía nuestros nietos van a
tener la posibilidad de conocer la Antártida tal como es, no sé si nuestros
bisnietos, porque los escenarios para dentro de 100 años ya empiezan a ser más
sombríos”, opina Leppe.
Para llegar a la Antártida desde Punta Arenas (Chile)
el buque debe cruzar el paso de Drake, unos 1.000 kilómetros de mar abierto
entre el extremo sur de América y la punta norte de la península antártica.
Para muchos marinos es la travesía más peligrosa del planeta. El Fuentealba
encontró unas condiciones “envidiables”, según la tripulación: olas de apenas
tres metros que pasaban por la borda bamboleando la nave de acero como si fuera
una atracción de feria.
Uno de los momentos más alucinantes de la travesía fue
atravesar una plataforma de hielo que flotaba a la deriva. Era un iceberg de
unos 20 kilómetros de largo por tres de ancho que se había desprendido de un
glaciar. Se había partido más o menos por el centro dejando una abertura de un
kilómetro por la que se aventuró el Fuentealba navegando muy lento. En varias
ocasiones, parte de la paredes de hielo, tan altas como edificios de diez
plantas, se desmoronaron provocando un enorme estrépito que no asustó a los
pingüinos, focas y ballenas que habitaban esta isla flotante.
Un mañana el radar advirtió de la presencia de un
barco que cabeceaba entre las olas y no llevaba encendido el sistema de
identificación ni se comunicaba por radio. Tras ser requerido a hacerlo supimos
que se trataba del Icebird, un velero de las Islas Caimán. En estos meses de
verano austral no es raro encontrar este tipo de embarcaciones que llevan
turistas a la Antártida.
Nueve de cada diez personas que pisan la Antártida son
turistas, unos 50.000 al año. Algunos llegan a bordo de pequeños cruceros,
otros vuelan desde Chile o Argentina en las pocas líneas que cubren el
trayecto. Pasan el día dando una vuelta en un bote de goma por las islas
Shetland del Sur, el archipiélago que sirve de entrada al continente, y
regresan en el día, todo por un precio de varios miles de euros. Más allá de
esta zona se abre la otra Antártida, accesible casi exclusivamente a
investigadores y personal de apoyo.
A bordo del Fuentealba la vida está jalonada por el
pitido que anuncia el rancho: desayuno a las siete, almuerzo a las 12, merienda
a las 17.00 y cena a las 19.00. El Fuentealba tiene una dotación de 44
marineros —apenas dos mujeres— que se relevan en guardias de cuatro horas. El
barco se construyó en 2014 y es uno de los más rápidos de la Armada de Chile.
Su casco no está preparado para chocar con témpanos, “que es como pegarle a una
roca”, explica Iván Stenger, el comandante.
La seguridad del barco depende sobre todo de los
marinos que otean día y noche —con binoculares nocturnos— desde el puente de
mando. “En navegación, por mucha tecnología que tengamos, nada reemplaza al ojo
humano. La mayor parte de los accidentes que han ocurrido en la Antártida han
sido por confiar demasiado en los instrumentos. Son una ayuda, pero la
navegación aquí es igual que antaño, con la vista y con las estrellas, la costa
y la marcación magnética o real a través de girocompás [brújula], lo mismo que
hacían los marinos hace 100 años”, explica el comandante.
LAS
BASES
La primera parada del buque es la base Escudero, en la
isla Rey Jorge, un centro logístico con aeródromo que sirve de trampolín de
salida hacia otros puntos más remotos. El paisaje es anticlimático. Cielo gris,
mar color metálico, enormes contenedores oxidándose a la intemperie. A las
puertas de la base Julio Escudero del INACH pueden verse aún los escombros de
la Gobernación Marítima de Chile, que fue arrasada por un incendio debido a un
fallo eléctrico. "El edificio se consumió en apenas una hora", dice
Paulina Rojas, coordinadora de la expedición del INACH.
En cualquier base ofrecen café caliente y almuerzo,
todo gratis. La moneda de cambio es el trueque, sobre todo entre los diferentes
países —tú me das unos pasajes en tu avión y yo a cambio transporto tus
muestras científicas en mi buque—. Este año, 13 checos se quedaron aislados por
el hielo en la base Gregorio Mendel. Chile debía sacarlos, pero no tenía ningún
buque que pudiese hacerlo. Finalmente hubo un cambio de planes y fue el
rompehielos argentino Almirante Irizar el que acudió al rescate. En ocasiones
se lleva una cuenta detallada de estos intercambios y en otras, cuando la
relación es mejor, se trabaja prácticamente por buena voluntad, hoy por ti y
mañana por mí.
Chile controla uno de los principales aeródromos en el
noroeste de la península antártica. El país está inmerso en un proceso de
renovación de sus bases científicas. Dentro de la campaña de este año se
realizarán análisis de la roca en las bases Escudero, Yelcho y Carvajal previos
a la construcción de tres nuevas bases para investigación, un proyecto
financiado con unos 70 millones de euros, según en INACH.
En uno de los contenedores de Escudero encontramos a
Renato Borrás, un biólogo que para hacer su tesis doctoral tuvo que convertirse
en un auténtico cazador antártico. Su objetivo eran los lobos marinos. Durante
meses, Borrás se dedicó a aturdir a las focas hembra, acercarse y sacarles
leche para luego medir los niveles de ciertos contaminantes. Ahora Borrás está
preparando un acuario con especies marinas recolectadas en aguas de la
península, el germen de un acuario abierto al público que comenzará a funcionar
en el Centro Antártico Internacional de Punta Arenas en 2022. “La gente piensa
que debajo del agua en la Antártida no hay nada. Es muy interesante porque
entras a un acuario con toda la fauna de aquí y ves que se puede vivir. El
desafío es explicar cómo”, explica Borrás.
El investigador ha llegado a pasar hasta cinco meses
sin comunicación en la Antártida. “Vivir aquí es totalmente distinto a lo que
la gente pueda pensar. Da igual el imaginario, cuando llegas es totalmente
distinto. En el aspecto social hay una ausencia casi completa de dinero. Eso es
importantísimo a nivel social. Las cosas se hacen porque quieres hacerlas o por
ayudar a otra persona. En situaciones de soledad es un proceso de
autoconocimiento gigante. No hay Internet ni teléfono, estás solo contigo y te
das cuenta de que el tiempo no es tan corto como lo tomamos en el continente,
no se nos va tan rápido como creemos”, relata.
Predecir el impacto del cambio climático en la
Antártida es un reto “endiablado”, dice John Turner, meteorólogo del British
Antarctic Survey, en Reino Unido. Los modelos que simulan la respuesta de
diferentes territorios a la subida de las temperaturas y el cambio del clima
fallan estrepitosamente en este continente que, por otro lado, es crucial para
entender los efectos planetarios del calentamiento. En parte se debe a la
enorme complejidad matemática de describir lo que sucede en las zonas de
contacto entre el mar y el hielo de agua dulce que cubre la mayoría de la
costa, y también reproducir las corrientes de viento que soplan alrededor del
continente y le aíslan del resto del planeta.
Hay indicios de que la Antártida está sufriendo ya el
impacto del cambio climático, aunque son bastante más sutiles que en otras
regiones. La península antártica, la zona más cercana a Sudamérica, es una de
las áreas de toda la Tierra donde más han subido las temperaturas desde los
años cincuenta, unos 2,5 grados, tres veces más que en el conjunto del planeta.
En las primeras décadas de este siglo la península volvió a enfriarse pero, en
los últimos años, los termómetros han vuelto a subir. “En la Antártida no
podemos dar un mensaje sencillo como en el Ártico, donde los efectos del
calentamiento son mucho más claros; aquí los cambios son más sutiles”, reconoce
Turner.
El avance o retroceso de los hielos a nivel global se
determina usando satélites equipados con altímetros láser. “Aquí el problema es
que el margen de error es de unos 15 centímetros, más o menos lo mismo que han
podido ganar o perder algunas zonas, lo que hace muy complicado determinar lo
que está sucediendo”, explica Julian Dowdeswell, director del Instituto de
Investigación Polar Scott, en Reino Unido.
Desde que hay registros de calidad, al principio de
los años 2000, se ha registrado que cada año la Antártida pierde unas 220
gigatoneladas de hielo. "Convertido en agua, todo ese hielo cubriría la Comunidad de Madrid con una capa de agua
de 31 metros de altura o toda España bajo un mar de 43 centímetros de profundidad”,
explica Francisco Navarro, glaciólogo de la Universidad Politécnica de Madrid
cuyo equipo lleva 15 años estudiando dos glaciares en la península. El efecto
real de todo ese hielo fundido es una subida del nivel del mar de 0,6
milímetros al año. En comparación, todos los glaciares de la Tierra, excluidos
los de Groenlandia y Antártida, pierden unas 335 gigatoneladas y contribuyen a
una subida del 0,9 milímetros", resalta Navarro. Tanto el Ártico como los
glaciares de alta montaña están más afectados por el cambio climático pues su temperatura
se acerca más a los cero grados que la Antártida, con temperaturas medias de
diez bajo cero en la costa y -60 en el interior del continente.
La pérdida de hielo antártico se concentra en la
península y en el oeste de la Antártida, donde las enormes lenguas glaciares
fluyen desde el continente formando barreras de hielo que se adentran en el
mar. Estos glaciares representan el mayor riesgo de cara al futuro, pues desde
hace años hay masas de agua cálida penetrando bajo el hielo y derritiendo los
glaciares desde abajo. El glaciar Pine Island, por ejemplo, ha retrocedido
decenas de kilómetros desde que hay registros y su fusión se está acelerando.
La imagen es mucho más complicada en el este de la
Antártida, pues los glaciares asentados sobre montañas son mucho más estables.
“Durante décadas se han registrado ganancias de hielo pero en los últimos años
han aparecido los primeros signos de que hay algunos glaciares de esta zona que
están adelgazando”, explica Dowdeswell.
Otro de los problemas es la falta de registros en el
pasado para determinar si hubo otros tiempos en los que la Antártida se calentó
tanto o más rápido que ahora. Diez países europeos acaban de lanzar un proyecto
para perforar una columna de hielo antártico de casi tres kilómetros de largo.
Las burbujas de aire atrapadas en el hielo permitirán reconstruir un registro
climático continuo del último millón y medio de años. Olaf Eisen, coordinador
del proyecto, llamado Beyond Epica, señala: “En mi opinión, estamos viendo ya
un gran impacto del cambio climático acelerado por las actividades humanas en
este continente y la mayor preocupación es que no sabemos si hemos cruzado un
punto irreversible”.
Aún es difícil asegurar si el deshielo que se observa
en la Antártida se debe en parte a las actividades humanas, sobre todo a la
emisión de gases de efecto invernadero, o es parte de un ciclo natural. Este
año está previsto que el panel científico de la ONU sobre cambio climático
publique un informe sobre los océanos y los hielos del planeta que incluirá
datos de consenso y proyecciones en
función de los aumentos de temperatura previstos. Jerónimo López, geólogo de la
Universidad Autónoma de Madrid y veterano investigador antártico español, opina
que “se da una combinación de ambas cosas, lo natural y la acción humana”. “El
sistema terrestre es complejo e interconectado. Para procesos de esta escala no
se pueden eliminar las causas naturales, que en ciertos glaciares concretos o
en algún proceso en particular puede ser lo predominante, y a la vez que esto,
la intervención humana en los ciclos naturales a lo largo del último siglo es
innegable en términos generales”, explica.
De cara al futuro, es probable que la tendencia de
pérdida de hielo siga adelante. "Es muy probable que los glaciares de la
península antártica y el oeste del continente sigan perdiendo masa y existe
además el miedo de que se confirmen los indicios de que también los glaciares
del este pierden hielo", explica Dowdeswell. “A finales de este siglo las
temperaturas medias podrían subir entre dos y cuatro grados. Las buenas
noticias son que las grandes masas de hielo de la Antártida seguirán bajo cero
en ese escenario, con lo que no veremos el derretimiento del 90% de todo el
hielo del planeta y los 60 metros de aumento del nivel del mar que supondría.
El gran peligro es que se forme agua líquida bajo las plataformas de hielo y se
derritan por debajo”, concluye Turner.
CRÉDITOS
Diseño / Maquetación: Fernando Hernández, Ana Isabel
Fernández, Nelly Natalí Sánchez.
Grafismo: Nelly Ragua, Eduardo Ortiz.
Vídeo: Luis Almodóvar, Álvaro de la Rúa.
Redacción: Nuño Domínguez.
NUÑO DOMÍNGUEZ
LUIS ALMODÓVAR
Foto principal: A bordo del ❛Marinero Fuentealba❜ 17 ABR 2019 - 02:22 CEST EL PAIS
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