Los esfuerzos por resolver la crisis ecológica mediante mecanismos de mercado han fracasado una y otra vez. Pero los esfuerzos contrarios por convertir la naturaleza en algo invaluable no han logrado protegerla del mercado. Son necesarios, por ello, abordajes alternativos: es mejor pensar los ecosistemas como infraestructuras antes que como mercancías e imaginar nuevas formas de socialización de la naturaleza, en beneficio de humanos y no humanos.
En la economía
política clásica, los agentes naturales aparecen como factores de producción,
entendidos de manera convencional: las vísceras de las ovejas ayudan a producir
lana; el viento impulsa las velas de los barcos mercantes; la tierra fértil
ayuda al crecimiento de los cultivos. Pero cada uno de estos depende de
infinidad de otros que no se mencionan. El suelo es «producido» por
innumerables gusanos, hongos, ácaros y otros insectos, que descomponen los
restos orgánicos y transfieren nutrientes entre las plantas. Las bacterias
presentes en los intestinos de las ovejas las ayudan a digerir la hierba; las
abejas polinizan las plantas que las ovejas comen; las plantas capturan la
energía solar y la convierten en una forma que las ovejas pueden procesar, lo
que nos lleva de nuevo al suelo. Ni siquiera el viento soplaría de la misma
manera sin patrones de temperatura vinculados a la regulación climática global,
conservada, a su vez, por un complejo conjunto de sistemas vivientes. Estos
agentes naturales no entran directamente en la producción de materias primas,
pero regeneran aquellos que sí lo hacen. Más aún, constituyen los «sistemas de
soporte vital» de la Tierra: el ciclo del carbono, la purificación del agua, la
fertilidad del suelo y otros elementos que hacen habitable el planeta. Así, la
antropóloga Anna Tsing sostiene que «la creación de mundos no es una
prerrogativa exclusivamente humana». Más bien, «todos los organismos crean
espacios de vida ecológicos al modificar la tierra, el aire y el agua»1. Estas diversas actividades van más allá de la creación de mundo: crean
el planeta. Las acciones e interacciones de distintas formas de vida, de las
amebas a las secuoyas, han dado forma a lo largo de millones de años a la
geología y la atmósfera de la Tierra de manera tan significativa que lo
convierten en un tipo de planeta cualitativamente diferente de Marte o Venus.
Sin embargo, estas
capacidades de creación planetaria están mermando seriamente. «Actualmente
estamos produciendo un daño tan profundo [al mundo natural] que muchos de sus
sistemas naturales están al borde del colapso», advierte el naturalista
británico David Attenborough2. Las señales de alerta están en el horizonte desde hace tiempo. En
1973, en medio de debates sobre la escasez de recursos y los límites del
crecimiento, el economista William Nordhaus señaló –en un artículo que por lo
demás refutaba las predicciones ecológicas fatalistas– que «si el sistema de
precios funciona mal, como sucede actualmente con los recursos ambientales
públicos, que son gratuitos pero escasos, las consecuencias pueden ser nocivas»3. Cinco décadas después, este «mal funcionamiento» persiste y esas
consecuencias nocivas se han hecho realidad. «El valor de entidades naturales
como los manglares, los humedales y los arrecifes de coral», observa el
economista Partha Dasgupta, reside en sus contribuciones al bienestar humano,
las cuales «no aparecen en el mercado»4. Como sostiene la ecologista Gretchen Daily, «probablemente en ningún
otro caso la disparidad entre el valor real y el percibido sea tan grande como
en el de los servicios ecosistémicos»5. Han surgido dos estrategias frecuentes para corregir esta disparidad.
La primera
estrategia propone fijar un precio a la naturaleza, a menudo descrito en
términos de «capital natural» o «servicios ecosistémicos», con el fin de llamar
la atención sobre las contribuciones económicas de los ecosistemas. Un ejemplo
de ello es la declaración de Henry Paulson, ex-secretario del Tesoro de Estados
Unidos y hoy firme defensor de la tasación del capital natural: «La gente
supone que el capital natural es un bien gratuito y, si no se le fija un valor,
el valor que le dará será nulo»6. Nos guste o no, sostiene esta postura, los bienes se valoran en
términos de su valor monetario. Si se quiere proteger la naturaleza, esta debe
tener un precio: su uso y su valor de cambio deben estar más alineados, ya sea
exigiendo un «pago por servicios ecosistémicos», contabilizando el capital
natural, o bien creando mercados en «activos naturales». El objetivo, en
palabras del biólogo Edward O. Wilson, es «dotar de un pulgar verde a la mano
invisible de la economía de libre mercado»7.
La segunda
estrategia, una crítica moral que insiste en que la naturaleza no tiene precio,
se ha convertido en una vehemente oposición frente a la primera. Los críticos
aducen que el precio es una métrica inapropiada para el mundo que excede lo
humano, y que degrada o disminuye precisamente aquello que pretende
cuantificar. Algunas cosas no deberían estar a la venta, sostienen, y la
naturaleza es una de ellas. «Estimados economistas neoliberales, ¿cuánto vale
un rayo de sol? ¿El aire fresco libre de plomo y gases sulfurosos?», preguntaba
con desprecio el filósofo André Gorz en 19808. En lugar de intentar traducir el valor intrínseco, ético o estético de
la naturaleza en términos monetarios, Gorz y otros insisten en que debemos
aprender a valorar la naturaleza de maneras que no pueden ser reducidas a la
lógica mercantil.
Quienes están
a favor de poner un precio a la naturaleza identifican correctamente el
problema: en un mundo de intercambio generalizado de mercancías, las cosas sin
valor de cambio son tratadas como si carecieran en absoluto de valor. Los
detractores, por su parte, identifican correctamente la brecha entre el valor
de cambio y otros tipos de valor, lo que constituye una crítica a la forma de
valor propia del capitalismo incluso cuando no se invoca directamente el
capitalismo. Sin embargo, si bien estas estrategias –valuar la naturaleza en
términos de precio o protegerla en términos no mercantiles– apuntan en
direcciones opuestas, ninguna ha tenido éxito. Los esfuerzos por fijar un
precio a la naturaleza han fracasado una y otra vez en su intento de que
ciertas dimensiones de ella sean valiosas en términos económicos, por más
deficientes que sean estos términos. Mientras tanto, los esfuerzos por
convertir la naturaleza en algo invaluable no han logrado protegerla del
mercado.
La naturaleza
es un don gratuito por defecto. No puede aparecer en el mercado por derecho
propio y tampoco puede exigir una retribución monetaria por sus servicios, por
valiosos que sean. Para tener un precio, necesita un representante humano, lo
que equivale a decir que necesita un dueño. Y si bien el pensamiento occidental
ha concebido a menudo la naturaleza como un don de Dios para toda la humanidad,
con la misma frecuencia ha defendido su apropiación como propiedad privada. Los
dones de la naturaleza están, para muchos, destinados a ser enajenados y
poseídos, explotados y mejorados. La explicación fundacional de la propiedad
dada por John Locke es la que mejor describe el proceso de cercar los dones de
la naturaleza: la observación de que Dios había dado la Tierra a los «hombres»
como comunidad es para Locke simplemente un preludio para explicar cómo un
individuo podría reclamarla como suya con fundamento. El rol del trabajo en
hacer productiva la tierra es clave para este argumento: la tierra «dejada
enteramente a merced de la naturaleza», sostiene Locke, es simplemente
«desperdicio»9.
La explicación
de la propiedad según Locke justificó oportunamente la expropiación de tierras
a los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. También ocultó, según la acusación de
Karl Marx, la apropiación violenta de las tierras comunales utilizadas por los
campesinos ingleses: el proceso de la «así llamada acumulación primitiva», el
pecado original del capitalismo. Muchos otros críticos del capitalismo han
rastreado su avance a través del proceso continuo de cercamiento, sobre todo,
de cada vez más dones de la naturaleza. Ya en el siglo xvi, Thomas
Müntzer, el teólogo radical y líder de la Guerra de los Campesinos alemanes,
lamentaba que «todas las criaturas se han convertido en propiedad, los peces en
el agua, los pájaros en el aire, las plantas en la tierra», al tiempo que
declaraba que «también las criaturas deben liberarse»10. Cuatro siglos después, el politólogo James C. Scott describiría con
pesar «la incorporación inexorable a un régimen de propiedad de aquello que
antes se consideraban dones gratuitos de la naturaleza: bosques, animales de
caza, tierras baldías, praderas, minerales del subsuelo, agua y cursos de agua,
derechos aéreos, aire respirable e incluso secuencias genéticas»11. En otras palabras, no debería sorprendernos encontrar al capital cercando
los dones gratuitos de la naturaleza. Después de todo, allí es donde comienza
el capital. Lo que sí sorprende, sin embargo –y lo que requiere atención–, es
que algunos dones sigan siendo gratuitos; que, incluso hoy, algunas criaturas
–de hecho, muchas– no se hayan convertido aún en propiedad. Si el capitalismo
mercantiliza implacablemente, ¿por qué los servicios ecosistémicos siguen
«teniendo una valuación nula»? ¿Por qué algunos dones de la naturaleza siguen
siendo gratuitos?
No es porque
no haya habido intentos. La tierra incultivada que Locke calificaba como mero
desperdicio ahora es considerada un sitio de servicios ecosistémicos
potencialmente valiosos. En las últimas décadas, hemos presenciado la
proliferación de programas de «contabilidad del capital natural» y empresas que
pretenden comercializar «activos naturales», al tiempo que proclaman que la
naturaleza ecológica es una fuente de valor no explotada, a lo que sigue una
oleada de críticas que denuncian la mercantilización de la vida misma. Sin
embargo, convertir en propiedad los dones de la naturaleza descritos en
términos de capital natural y servicios ecosistémicos ha demostrado ser
extremadamente difícil. Quienes critican la mercantilización han identificado
erróneamente el problema que aflige a la biósfera: no es que el capital haya
absorbido toda la vida, sino que se ha deslindado de su responsabilidad sobre
gran parte de ella.
En última
instancia, es mejor pensar los ecosistemas como infraestructuras en lugar de como
mercancías: como sistemas que sustentan diversas actividades, en lugar de
bienes o servicios discretos que se intercambian directamente. Esta perspectiva
de los ecosistemas aleja la atención de los debates morales sobre la
mercantilización y la redirige hacia cuestiones políticas: ¿qué clase de
trabajo desempeñan los ecosistemas y para quién? ¿Qué clases de servicios
públicos ecosistémicos necesitamos para que en nuestro planeta puedan vivir
tanto humanos como no humanos?
Los
ecosistemas planetarios se encuentran actualmente en una situación extrema.
Durante décadas, el capitalismo ha propuesto encontrar las soluciones en nuevas
formas de derechos de propiedad, nuevos tipos de mercados y nuevas
representaciones de naturalezas concretas en términos abstractos. Los sectores
público, privado y sin fines de lucro han construido un complejo laberinto de
instituciones sociales y económicas –en palabras del geógrafo Erik Swyngedouw,
«una estructura institucional verdaderamente burocrático-estalinista»– al servicio
de convertir la naturaleza en créditos, capital o activos; comprar y vender
servicios ecosistémicos; tasar económicamente a la naturaleza para salvarla12. Especulaciones recientes sobre los mercados de «activos naturales» son
solo la versión más actual de un sueño, que tiene ya más de tres décadas, de
liberar la riqueza que parecen contener los dones gratuitos de la naturaleza.
Sin embargo, hasta ahora, su realización sigue siendo difícil de alcanzar.
Convertir los ecosistemas en propiedades generadoras de ingresos –por no hablar
de activos que estimulen el crecimiento– es enormemente complicado y rara vez
tiene éxito.
Por el contrario, proteger realmente los servicios ecosistémicos es mucho más
simple. En la mayoría de los casos, solo implica preservar franjas de tierra lo
suficientemente extensas como para mantener intactas las relaciones ecológicas,
y luego dejarlas en paz. Los ecosistemas, en cierto sentido, ya están
socializados, en la medida en que sus cualidades físicas resisten las
relaciones de propiedad privada; ya están automatizados, pues funcionan en gran
medida por sí solos, con algún mantenimiento de vez en cuando. ¿Por qué
empeñarse tanto en hacerlos monopolizables por intereses privados en lugar de
aceptarlos como un bien público? ¿Por qué, para decirlo de manera sencilla, el
Estado se toma tantas molestias para privatizar y capitalizar la naturaleza en
lugar de socializarla?
La
socialización de la naturaleza, sostiene el filósofo Jacob Blumenfeld, «tomaría
en serio los ecosistemas como sitios de disputa política y planificación
coordinada, de modo que pudieran plantearse, en primer lugar, preguntas no
monetarias sobre el valor de la naturaleza y planificarse de manera proactiva
de acuerdo con múltiples criterios de prosperidad humana y no humana»13. Sería lo que podríamos considerar una forma de creación consciente del
planeta. Creación consciente del planeta no significa caer en la fantasía de
que podemos diseñar la Tierra según especificaciones precisas o controlarla por
completo, nada de lo cual, en mi opinión, es posible ni deseable. Simplemente
significa asumir la responsabilidad colectiva de mantener, rehacer y cultivar
los mundos multiespecie de los que los seres humanos dependen no solo para su
mera supervivencia, sino también para una vida placentera, plena y
significativa.
La creación de
mundo se ha concebido a menudo como una práctica distintivamente humana. Para
Hannah Arendt, el mundo es un mundo humano de artefactos duraderos, capaces de
resistir los ciclos perpetuos de la naturaleza. Cuando creamos el mundo,
creamos un espacio perdurable donde pueden actuar y aparecer seres humanos. Sin
embargo, el «mundo humano duradero» en sí mismo no solo está constituido por la
acción exclusivamente humana del homo faber, sino también por las
actividades del mundo que excede lo humano, que Arendt clasifica dentro de los ciclos
aparentemente efímeros del trabajo. Las entidades «naturales», como los bosques
antiguos o los humedales, pueden ser cosas duraderas y terrenales que pueden
durar miles de años, y también son objetos de cultivo humano, creación de
significado y cuidado. No existen solo en patrones «cíclicos», sino que tienen
sus propias historias de cambio y disrupción, así como de continuidad, que se
entrelazan con las historias humanas y quizás ahora sean inseparables de ellas.
La creación consciente del planeta implica que debemos reconocer que estas
actividades no pueden aislarse de la política humana, como sugiere Arendt, sino
que deben integrarse plenamente en la vida política.
Socializar la
naturaleza implicaría, entonces, aplicar formas políticas de toma de decisiones
y planificación a los ecosistemas, en lugar de dejarlos a merced de los antojos
del mercado. Las dimensiones particulares de lo que esto podría implicar
variarán según las necesidades de las personas, la producción y, por supuesto,
los propios ecosistemas, que siempre se definen de manera relacional. Los
ecosistemas, podríamos decir, no son cosas, sino situaciones.
En algunos casos, la creación consciente del planeta podría significar reservar
vastas extensiones de bosque o llanuras para que se regeneren; sin prohibir por
completo la interacción humana, como suelen hacer los conservacionistas
coloniales, sino simplemente impidiendo su conversión en centros de producción
de materias primas. Podría significar crear espacios verdes en zonas urbanas, donde
la gente pueda refrescarse en el calor del verano y las aves migratorias puedan
hacer una pausa durante sus vuelos entre hemisferios. Con frecuencia implicará
restaurar la tenencia indígena de la tierra. Si bien la creación del planeta a
menudo implica simplemente dejar que la naturaleza haga su trabajo, en algunos
casos puede requerir formas más activas de cuidado e intervención, como lo han
imaginado pensadores indígenas como Nick Estes y ecofeministas como Ariel
Salleh. El mantenimiento de los ecosistemas podría estructurarse en forma de
programas de obras públicas como, de hecho, ya lo son muchos programas de pago
por servicios ecosistémicos. En lugar de «desplazar» el cuidado espontáneo e
inalienado de la naturaleza, compensar este tipo de trabajo podría contribuir
al cuidado de los ecosistemas mediante el fomento de nuevas formas de
interacción y atención. Una nueva clase de trabajadores ecológicos, a su vez
–lo que los geógrafos han descrito como un creciente «ecoproletariado» formado
por quienes trabajan en la economía de los servicios ecosistémicos–, podría
desarrollar nuevas formas de política laboral y nuevas modalidades de lucha, en
las que los intereses de los humanos y los ecosistemas estén más estrechamente
alineados.
Los debates
sobre el valor de la naturaleza, en otras palabras, nunca son una mera cuestión
de ética o de «medio ambiente». También son, siempre, debates sobre qué
producimos y por qué; sobre quién decide y con qué fines. Las decisiones sobre
los servicios ecosistémicos nunca pueden limitarse a los ecosistemas mismos:
inevitablemente abordarán otros aspectos de la vida social. Reducir la presión
sobre las tierras salvajes podría requerir una construcción más densa de
vivienda social y de transporte público para frenar la tendencia a la extensión
de los asentamientos. Aprovechar los dones gratuitos del sol y el viento podría
requerir la construcción de infraestructuras energéticas de propiedad pública;
complementar la captura natural de carbono podría requerir la captura pública de
carbono. Quizás lo más importante sea que las luchas por constituir los
ecosistemas como servicios públicos e infraestructuras alimentarias
inevitablemente plantearán desafíos a las economías tal como se las concibe
actualmente. La economía tradicional tiende a considerar los bienes públicos
exclusivamente como complementarios a la provisión privada. Pero aquí, al igual
que con las externalidades negativas, el alcance del don gratuito amenaza con
hacer estallar la categoría por completo. Porque proporcionar servicios
públicos ecosistémicos a la escala necesaria implicará una reorientación masiva
de los bienes, tanto privados como públicos. Preservar los ecosistemas
como communia naturales significará no utilizarlos para la
producción de petróleo, madera o ganado vacuno. En algunos casos, esto
requerirá desarmar infraestructuras construidas por y para el capital: rellenar
minas de carbón o desmantelar oleoductos, expropiar terrenos privados y
devolverlos a la propiedad común. Esto podría significar frenar formas de
producción que invaden territorios salvajes o emanan subproductos destructivos
en bienes comunes atmosféricos y oceánicos. En otras palabras, requerirá
confrontar el dominio del capital sobre nuestro planeta compartido.
Los marcos de
infraestructura y socialización pueden parecerles a algunas personas demasiado
instrumentalizadores, demasiado orientados a las necesidades humanas. Pero
«valor de uso» no tiene por qué significar instrumentalidad antropocéntrica.
Puede significar utilidad para otros tipos de seres, utilidad dentro de la red
de la vida. La idea misma de ecosistema, después de todo, refleja el hecho de
que los organismos están usándose constantemente entre sí, muchas veces de
forma violenta. Por lo tanto, ver los ecosistemas como infraestructura podría
significar simplemente reconocer las formas en que dan sustento a los seres que
los componen. Así como los estándares humanos de vida se basan no solo en la
mera necesidad biofísica, sino también en las expectativas sociales y
culturales, nuestra evaluación del estándar de vida planetario debería asimismo
abarcar más que los meros límites planetarios. Un estándar de vida
verdaderamente bueno apuntaría, casi con certeza, como afirma Sharon Krause, a
la prosperidad y la libertad de humanos y no humanos por igual, tal como se
refleja en la idea indígena americana del «buen vivir»/sumaq kawsay14. El punto esencial es que «uso» es una métrica completamente diferente
de «intercambio».
Socializar la
naturaleza tampoco significa necesariamente propiedad social de la naturaleza a
perpetuidad. El propio Karl Marx es sorprendentemente visionario en este
aspecto. Tras la superación del capitalismo, pensaba, «la propiedad privada de
individuos particulares sobre la tierra parecerá tan absurda como la propiedad
privada de un hombre sobre otros hombres». La propiedad colectiva no es la
alternativa necesaria a la propiedad privada; en última instancia, «ni siquiera
una sociedad entera, una nación o todas las sociedades que existen
simultáneamente, tomadas en conjunto, son dueñas de la tierra. Son simplemente
sus poseedoras, sus beneficiarias, y deben legarla en un estado mejorado a las
siguientes generaciones, como boni patres familias»15. Los communia naturales podrían ser utilizados por
todos y no serían propiedad de nadie.
Las
naturalezas socializadas no desharán, por sí solas, ni la forma valor en sí ni
las presiones disciplinarias que esta ejerce sobre el Estado. Sin embargo,
podrían constituir una base, a menudo de forma bastante literal, sobre la que
se podrían conformar colectivos más amplios y desde la cual se podría desafiar
el poder de creación del planeta del capitalismo. Lo que el marco de las
naturalezas socializadas como medio para la creación consciente del planeta
reconoce es que somos responsables de la forma del planeta en el futuro, nos
guste o no. Esto no significa que tengamos un control total sobre el mundo, o
que el poder humano sea –ni mucho menos que debería ser– ilimitado. Significa
que no podemos esperar que los ecosistemas sigan regenerándose en un mundo que
los trata como si no tuvieran valor. Reconoce las relaciones con la naturaleza
tal como las ha establecido el capitalismo para enfrentar directamente a los
agentes de la destrucción ambiental. Disipa la fantasía de una naturaleza
auténtica cuyo valor intrínseco podemos simplemente afirmar, y reconoce que no
podemos evitar tomar decisiones sobre qué naturalezas usar y de qué manera. Sin
embargo, puede abarcar la idea de que la naturaleza tiene un valor que va más
allá de su valor de uso para nosotros, al tiempo que reconocemos que somos, en
última instancia, responsables de la naturaleza que elegimos proteger y
restaurar, transformar y rehacer, cultivar y dejar ser.
En este
proyecto, sigue siendo indispensable la visión de la supervivencia terrenal que
tiene Donna Haraway:
Para las
salamandras, la regeneración tras una lesión, como la pérdida de una
extremidad, implica la regeneración de la estructura y la restauración de la
función, con la constante posibilidad de producciones topográficas gemelas u
otras extrañas en el lugar de la lesión anterior. La extremidad que ha vuelto a
surgir puede ser monstruosa, duplicada, potente. Todos hemos sufrido lesiones
profundas. Necesitamos regeneración, no renacimiento, y las posibilidades de
nuestra reconstrucción incluyen el sueño utópico de la esperanza de un mundo
monstruoso sin género.16
Vivimos en un
mundo que ha sufrido profundas heridas. Pero no podemos responder imaginando la
restauración de un mundo pasado, su renacimiento en uno completamente nuevo. Al
intentar devolver cierto grado de estructura y funcionamiento a este mundo,
podemos –y debemos– aprender del mundo que excede lo humano, del que
dependemos, y evaluar las necesidades de los seres no humanos al emitir juicios
sobre lo que deberíamos hacer. Pero en un mundo que ha sido rehecho tan
radicalmente, no podemos simplemente volver a «ciclos naturales» o patrones, o
reproducir lo antiguo, sino que debemos asumir la responsabilidad de
componerlos, sin imaginar jamás que podemos hacerlos enteramente a nuestro
gusto.
Por lo tanto,
las propuestas para «reparar» o «restaurar» el planeta deben responder a las
preguntas: ¿qué ecosistemas –y para beneficio de quiénes– vamos a reparar y
restaurar?; ¿qué tipos de prosperidad –y para quiénes– vamos a hacer posibles?;
¿qué planeta estamos construyendo, y para quién? En lugar de buscar restaurar
una armonía natural imaginaria, en otras palabras, un proyecto de reparación
que exceda lo humano debe ser lo que el filósofo Olúfémi O. Táíwò describe como
un proyecto «constructivo», que tome en cuenta los daños del pasado pero que
esté al mismo tiempo orientado a las necesidades del futuro17. Una visión constructiva de las reparaciones ecológicas no puede
basarse en las apelaciones a una naturaleza originaria que acechan bajo los
numerosos llamados a restaurar el equilibrio natural –o incluso a reconciliar a
la humanidad y la naturaleza mediante la sutura de la «ruptura metabólica»–. El
planeta que construyamos en adelante no será como el que existió en ningún otro
momento de la historia. Si esto es desalentador, también es inevitable. No hay
otro planeta en el que podamos crear un mundo.
Nota:
este artículo es un extracto del libro Free Gifts: Capitalism and the Politics of Nature,
Princeton UP, Princeton, 2025. El extracto fue previamente publicado por la
revista Dissent, primavera de 2025. Traducción:
Carlos Díaz Rocca.
- 1.
A. Lowenhaupt Tsing: The Mushroom at the
End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, Princeton
UP, Princeton, 2015, p. 22. [Hay edición en español: Los hongos del fin del mundo. Sobre la
posibilidad de vida en las ruinas capitalistas, Caja Negra, Buenos Aires,
2023].
- 2.
D. Attenborough, prefacio a Partha Dasgupta: The
Economics of Biodiversity: The Dasgupta Review, HM Treasury, Londres, 2021,
p. 1.
- 3.
W.D. Nordhaus: «World Dynamics: Measurement
without Data» en Economic Journal vol. 83 No 332, 1973, p.
1178.
- 4.
P. Dasgupta: «It’s Not a Giant Step to Introduce
Nature into Economics» en Financial Times, 4/11/2021.
- 5.
G. Daily: Nature’s Services: Societal
Dependence on Natural Ecosystems, Island, Washington, dc, 1997, p. 6.
- 6.
Cit. en Gillian Tett: «Why We Need to Put a Number
on Our Natural Resources» en Financial Times, 23/9/2020.
- 7.
E.O. Wilson: The Diversity of Life,
W.W. Norton, Nueva York, 1992, p. 283.
- 8.
A. Gorz: Ecology as Politics, South
End Books, Boston, 1980, p. 65.
- 9.
J. Locke: Two Treatises of Government,
Cambridge UP, Cambridge, 1988, p. 297. [Hay edición en español: Dos tratados sobre el
gobierno civil, varias ediciones].
- 10.
Cit. en Karl Marx: «On the Jewish Question (1843)»
en Marx & Engels Collected Works vol. 3, Lawrence and
Wishart, Londres, 1976, p. 172.
- 11.
J.C. Scott: Seeing like a State: How
Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed, Yale UP, New
Haven, 1998, p. 39.
- 12.
Giorgos Kallis y E. Swyngedouw: «Do Bees Produce
Value? A Conversation between an Ecological Economist and a Marxist Geographer»
en Capitalism Nature Socialism vol. 29 No 3, 2018, p. 42.
- 13.
J. Blumenfeld: «The Socialization of Nature»,
trabajo presentado en la conferencia ICI Politics of Nature, Berlín,
20/10/2022.
- 14.
S. Krause: Eco-Emancipation: An Earthly
Politics of Freedom, Princeton UP, Princeton, 2023.
- 15.
K. Marx: El capital III, en Marx
y Engels Collected Works vol. 37, Lawrence and Wishart, Londres, 1998,
p. 763.
- 16.
D.J. Haraway: «A Manifesto for Cyborgs: Science,
Technology, and Socialist Feminism in the Late Twentieth Century» en Simians,
Cyborgs, and Women: The Reinvention of Nature, Routledge, Milton Park,
1991, p. 181. [Hay
edición en español: Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y
feminismo socialista a finales del siglo XX, Letra Sudaca, Mar del Plata,
2020].
- 17.
O. Táíwò: Reconsidering Reparations,
Oxford UP, Oxford, 2022.
NUEVA SOCIEDAD 319 / SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2025

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