jueves, 14 de febrero de 2019

Primates confusos - David Trueba



De entre todos los discursos e intervenciones públicas de políticos escuchados la semana pasada, y fueron bastantes, me quedo con el de la activista Jane Goodall en la Fundación Telefónica. Para empezar, había que verla allí erguida y firme a sus 84 años, con la belleza inmarchitable que proporciona la autenticidad. Su relato comenzó con el elogio reposado a la madre que le proporcionó las armas para acometer su lucha personal, con la virtud educativa de atender al asombro infantil.


Nos iría mejor si permaneciéramos más atentos al asombro de los niños que a los intereses retorcidos que nos mueven a otra edad. Jane Goodall se convirtió con los años en doctora, pero antes fue observadora de la naturaleza. Su mirada atenta y cercana a las costumbres de los chimpancés en Tanzania la llevaron a precisar sobre algunos comportamientos evolutivos. Según ella, los errores cometidos por su juventud y entusiasmo le brindaron también otra perspectiva enriquecida. Para empezar, en lugar de nombrar a los sujetos que estudiaba con un número, como mandaban los cánones académicos, ella se dejó guiar por su sentido común y puso nombre a los animales, así el primer chimpancé de su estudio fue ya para siempre David Barbagris.

Rememoró el momento en el que presenció cómo los animales se servían de instrumentos, ramas huecas, piedras, y percibió la cercanía humana. Después, llegó la observación de sus rituales de poder. Entre los chimpancés hay dos hábitos de mando. Uno violento, basado en el poderío físico. El otro, más inteligente, se eleva a base de alianzas. La duración del mandato de los primeros es menor que la de los segundos. Era difícil no escuchar esas palabras y no pensar de inmediato en nuestros políticos. Siempre he pensado que para que dos personas discutan o dialoguen con propiedad se necesita un contexto adecuado. Cuando tan solo persigue el espectáculo mediatizado, no se obtiene más que espectáculo. Hay que encontrar el canal apropiado para escuchar al otro, no solo para ganar por intensidad o efecto. La desgracia mayor de la democracia en redes es que el Parlamento se haya convertido en un intercambio de sentencias, a ser posible simples y chocantes que puedan circular en el adecuado formato al consumo epidérmico del móvil. Ese triunfo del poderío rápido, del golpe de manaza contra el pecho propio convierte la política en un afán de gorilas confusos. Sí, confusos, porque la realidad es siempre compleja y necesita de tiempo de escucha, de observación, de estudio.

El deterioro de la naturaleza ha sido el drama eterno de los animales. La depredación del hombre, incapaz de racionalizar su comercio ni su explotación de los recursos, condena a la extinción al último animal sobre el planeta, que será él mismo. La otra gran afrenta a la naturaleza proviene de la pobreza extrema. No hay en la necesidad espacio para el respeto al entorno. Pues bien, a día de hoy, las más populares iniciativas políticas en el mundo parecen apuntar en dos direcciones opuestas a la razón. La primera es considerar la economía como una ciencia apartada de la naturaleza, de la pervivencia humana, de la sostenibilidad. Prima entonces la cuenta de resultados, el aumento del beneficio, por encima de otros valores tan o más importantes en el medio plazo. La segunda consiste en despreciar la pobreza, protegerse de ella, perseguirla incluso con la absurda pretensión de eliminar al pobre, no rescatarlo. Habrá que dar la enhorabuena a quienes logran con algo tan sofisticado como la palabra hacer retroceder la mente humana hasta posiciones de primate.

El País
17 de diciembre de 2018


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