De entre todos los discursos e intervenciones públicas
de políticos escuchados la semana pasada, y fueron bastantes, me quedo con el
de la activista Jane Goodall en la Fundación Telefónica. Para empezar, había
que verla allí erguida y firme a sus 84 años, con la belleza inmarchitable que
proporciona la autenticidad. Su relato comenzó con el elogio reposado a la
madre que le proporcionó las armas para acometer su lucha personal, con la
virtud educativa de atender al asombro infantil.
Nos iría mejor si permaneciéramos más atentos al
asombro de los niños que a los intereses retorcidos que nos mueven a otra edad.
Jane Goodall se convirtió con los años en doctora, pero antes fue observadora
de la naturaleza. Su mirada atenta y cercana a las costumbres de los chimpancés
en Tanzania la llevaron a precisar sobre algunos comportamientos evolutivos.
Según ella, los errores cometidos por su juventud y entusiasmo le brindaron
también otra perspectiva enriquecida. Para empezar, en lugar de nombrar a los
sujetos que estudiaba con un número, como mandaban los cánones académicos, ella
se dejó guiar por su sentido común y puso nombre a los animales, así el primer
chimpancé de su estudio fue ya para siempre David Barbagris.
Rememoró el momento en el que presenció cómo los animales
se servían de instrumentos, ramas huecas, piedras, y percibió la cercanía
humana. Después, llegó la observación de sus rituales de poder. Entre los
chimpancés hay dos hábitos de mando. Uno violento, basado en el poderío físico.
El otro, más inteligente, se eleva a base de alianzas. La duración del mandato
de los primeros es menor que la de los segundos. Era difícil no escuchar esas
palabras y no pensar de inmediato en nuestros políticos. Siempre he pensado que
para que dos personas discutan o dialoguen con propiedad se necesita un
contexto adecuado. Cuando tan solo persigue el espectáculo mediatizado, no se
obtiene más que espectáculo. Hay que encontrar el canal apropiado para escuchar
al otro, no solo para ganar por intensidad o efecto. La desgracia mayor de la
democracia en redes es que el Parlamento se haya convertido en un intercambio
de sentencias, a ser posible simples y chocantes que puedan circular en el
adecuado formato al consumo epidérmico del móvil. Ese triunfo del poderío
rápido, del golpe de manaza contra el pecho propio convierte la política en un
afán de gorilas confusos. Sí, confusos, porque la realidad es siempre compleja
y necesita de tiempo de escucha, de observación, de estudio.
El deterioro de la naturaleza ha sido el drama eterno
de los animales. La depredación del hombre, incapaz de racionalizar su comercio
ni su explotación de los recursos, condena a la extinción al último animal
sobre el planeta, que será él mismo. La otra gran afrenta a la naturaleza
proviene de la pobreza extrema. No hay en la necesidad espacio para el respeto
al entorno. Pues bien, a día de hoy, las más populares iniciativas políticas en
el mundo parecen apuntar en dos direcciones opuestas a la razón. La primera es
considerar la economía como una ciencia apartada de la naturaleza, de la
pervivencia humana, de la sostenibilidad. Prima entonces la cuenta de
resultados, el aumento del beneficio, por encima de otros valores tan o más
importantes en el medio plazo. La segunda consiste en despreciar la pobreza,
protegerse de ella, perseguirla incluso con la absurda pretensión de eliminar
al pobre, no rescatarlo. Habrá que dar la enhorabuena a quienes logran con algo
tan sofisticado como la palabra hacer retroceder la mente humana hasta
posiciones de primate.
El País
17 de diciembre de 2018
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