El freno de los flujos migratorios ha copado la atención de la UE. Mientras, muchos países afrontan un futuro de envejecimiento y contracción de la población
La
subida de los puentes levadizos para frenar los flujos migratorios ha sido el
epicentro de la política europea en los últimos años. Las principales dinámicas
de nuestro tiempo —el declive de Merkel, el auge de Salvini, el Brexit— están
vinculadas a la gestión de ese fenómeno. El asunto se ha convertido en un leitmotiv omnipresente,
que quizá ha restado atención a otros asuntos. Pero si se dirige la mirada más
allá de esta pantalla, hacia donde lleva la corriente, se vislumbran a lo lejos
muchas zonas espumosas. Peligrosas rocas en el lecho del río agitan las aguas:
la perspectiva de declive demográfico en muchos países europeos.
Italia
encarna perfectamente la paradoja. El país recibió un intenso flujo de llegadas
desde África entre 2014 y 2017 —620.000 personas, según la ONU—. El fenómeno
supuso un formidable desafío de gestión y ha acabado copando el proscenio
político. Salvini cabalgó esa ola y la sigue explotando. Sin embargo, fuera de
los focos principales de atención, Italia tiene una tremenda bomba demográfica
que va cargándose a base de baja natalidad, larga esperanza de vida y creciente
emigración.
En
2018, mientras el flujo desde las costas africanas ha remitido (unas 20.000
llegadas), según el Instituto Nacional de Estadística, la población total (unos 60 millones) se contrajo por
cuarto año consecutivo; la emigración (160.000 personas) marcó su récord desde
1981; el saldo natural entre nacimientos y muertes arrojó un dato negativo de
190.000 (2017 y 2018 son los peores años en el registro). La política italiana
habla mucho de los barcos en el Mediterráneo; se oye menos hablar de este
tremendo reto.
Las perspectivas demográficas a
largo plazo de la ONU (de 2017)
apuntan a que, además de Italia, otros países afrontan escenarios igualmente
inquietantes. Alemania, Polonia, Hungría, Grecia y Portugal, por ejemplo,
encaran el riesgo de fuertes contracciones de la población en las próximas
décadas. España también, según la variante intermedia de las proyecciones,
puede sufrir una disminución.
Otros
tienen una perspectiva mejor. Francia, por ejemplo, tiene una dinámica
demográfica tranquilizadora. Reino Unido también, aunque el Brexit y su impacto
sobre los flujos migratorios representa una incógnita. Entre 2016 y 2018, el
saldo anual de migrantes europeos ha bajado de casi 200.000 a unos 75.000. Esto
sin embargo ha sido parcialmente compensado en el mismo periodo por el saldo
migratorio de ciudadanos de otros países (que ha subido de casi 200.0000 a
250.000).
Pese
a que haya algunas luces, Europa en general tiene una perspectiva demográfica
oscura. Los datos de la ONU apuntan a que tiene la peor tasa de natalidad de
todos los continentes. Ello, combinado con la longevidad, plasma pirámides
poblacionales cada vez más inestables. Estas podrán causar conflictos intergeneracionales,
por la difícil sostenibilidad de los sistemas de jubilación.
Las
autoridades obviamente son conscientes del problema. En algunos casos hay
acciones decididas. Polonia, por ejemplo, otorgó tan solo en 2017 cerca de
600.000 permisos de residencia a ciudadanos ucranios. Hungría anunció el domingo
potentes incentivos fiscales para favorecer la natalidad. Alemania lanzó en diciembre una ley para cubrir 1,2
millones de empleos vacantes con
mano de obra cualificada de fuera de la Unión Europea.
Pese
a estas iniciativas, el asunto ocupa un lugar secundario en el debate político.
La hipnosis generada por los flujos migratorios desordenados tiene una doble
consecuencia. Por un lado, distrae; por el otro, aleja de un acercamiento
sereno a una de las posibles soluciones. El combate contra el declive
demográfico no tiene alternativas: incentivar la natalidad y/o la inmigración.
Se
puede optar solo por la primera. Pero probablemente lo sabio es trabajar ambas
vías. Las sociedades más exitosas de la historia —desde la antigua Roma— han sido
capaces de regenerarse integrando fuerzas frescas externas. La inmigración
tumultuosa y descontrolada no es deseable. ¿Está Europa trabajando lo
suficiente en propiciar una inmigración ordenada y enriquecedora? ¿Estamos
engrasando mecanismos nacionales y comunitarios eficientes para atraer la
inmigración que queremos y necesitamos?
Los
esfuerzos principales se han invertido en subir los puentes levadizos. Parece
cada vez más necesario trabajar para mantener abiertos pasadizos inteligentes
para que en la fortaleza entren los nuevos europeos, que puedan garantizar su
vitalidad en el futuro. El que se fija, que no mira solo la cortina del
presente, ve mucha espuma río abajo. Hay rocas.
Madrid 16 FEB 2019 - 09:52 CET EL PAIS
El ministro del Interior de Italia, Matteo Salvini, el pasado lunes en Roma. ANGELO CARCONI AP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario