Mediados del siglo XIX: en una de tantas conferencias de su
triunfal gira, el inglés Samuel Rowbothamdefiende con ahínco la
hipótesis de que la Tierra es un círculo plano. En su peculiar modelo del
mundo, el Polo Norte está en el centro del mapa y la Tierra se extiende hasta
unos confines que la separan del espacio por una muralla de hielo, la Antártida,
un continente que según él tiene forma de anillo y rodea a todos los demás
continentes, evitando que los océanos caigan por los bordes y se viertan en el
espacio. Ha diseñado muy bien su teoría, que es científicamente absurda, pero
muy convincente de cara a un público no demasiado exigente.
En esta ocasión, como en tantas otras, sus seguidores y muchos curiosos indecisos asisten con asombro a su exposición y aplauden con fervor. Hasta que un espectador se levanta y formula una pregunta sencilla: si es verdad que la Tierra es plana, ¿por qué cuando un barco se aleja de la costa vemos que el casco desaparece de la vista antes que el mástil? Rowbotham, por lo general ingenioso y rápido a la hora de enfrentarse a los descreídos, nunca había pensado en esto y se queda en blanco. Aterrorizado, abandona el escenario a toda prisa y sale corriendo del recinto. Pero esto no detiene su cruzada; a fin de cuentas, una mala tarde la tiene cualquiera y él cree que ha perdido una batalla, no la guerra. Volverá a la carga con más y «mejores» argumentos. Los pocos espectadores sensatos que acuden a sus charlas empiezan a bombardear a las instituciones científicas con cartas repletas de indignación y preocupación: las absurdas tesis de Rowbotham están empezando a calar entre los sectores más crédulos de la audiencia. Lo peor de todo: parece haber encontrado una manera de probar, mediante un procedimiento empírico, que la Tierra es plana. Y no es un procedimiento secreto: mucha gente lo ha visto con sus propios ojos.
En esta ocasión, como en tantas otras, sus seguidores y muchos curiosos indecisos asisten con asombro a su exposición y aplauden con fervor. Hasta que un espectador se levanta y formula una pregunta sencilla: si es verdad que la Tierra es plana, ¿por qué cuando un barco se aleja de la costa vemos que el casco desaparece de la vista antes que el mástil? Rowbotham, por lo general ingenioso y rápido a la hora de enfrentarse a los descreídos, nunca había pensado en esto y se queda en blanco. Aterrorizado, abandona el escenario a toda prisa y sale corriendo del recinto. Pero esto no detiene su cruzada; a fin de cuentas, una mala tarde la tiene cualquiera y él cree que ha perdido una batalla, no la guerra. Volverá a la carga con más y «mejores» argumentos. Los pocos espectadores sensatos que acuden a sus charlas empiezan a bombardear a las instituciones científicas con cartas repletas de indignación y preocupación: las absurdas tesis de Rowbotham están empezando a calar entre los sectores más crédulos de la audiencia. Lo peor de todo: parece haber encontrado una manera de probar, mediante un procedimiento empírico, que la Tierra es plana. Y no es un procedimiento secreto: mucha gente lo ha visto con sus propios ojos.
La idea de que la Tierra es esférica se remonta a la antigua Grecia,
donde Pitágoras, Parménides o Hesíodo la
defendieron. Eratóstenes llegó a estimar el diámetro de la
esfera con un margen de error más que aceptable si consideramos los
instrumentos de los que disponía. Pero siempre hubo gente que encontraba esta
idea contraria a la intuición; el concepto de una Tierra plana fue popular
durante muchos siglos. Mucha gente creía que al final del mundo había un abismo
donde las aguas se precipitaban hacia el vacío, o donde habitaban monstruos
colosales. Según algunos, allí podía encontrarse el mismo infierno. Pero a
mediados del siglo XIX la ciencia estaba demoliendo los conceptos
basados en la religión o en mitologías supersticiosas, y la gente empezaba a
acostumbrarse a la idea de que cualquier afirmación sobre un fenómeno necesita
pruebas o, por lo menos, descripciones más o menos razonables. Así pues,
incluso el más entusiasta terraplanista necesitaba explicar ciertas cosas. Para
empezar, por qué motivo los océanos no se vaciaban al derramarse masivamente
por los bordes del disco terráqueo. Pero eso no sucedía; el nivel de las aguas
se mantenía estable. Ni siquiera se percibían corrientes que indicasen que el
agua del mar estaba fluyendo hacia los supuestos bordes del disco.
En siglos anteriores había sido habitual imaginar una bóveda o esfera
celeste que encerraba el mundo plano a modo de frasco; las paredes de la bóveda
se unían a los bordes del disco terráqueo, impidiendo así que los mares se
perdiesen en el éter. Pero cuando las observaciones astronómicas contradijeron
la existencia de una esfera celeste, se requería del puro milagro para
describir un mundo rodeado de colosales cascadas que no se agotaban nunca.
Además, durante la Edad Media y el Renacimiento, la navegación y el estudio de
los cielos fueron convenciendo a un número creciente de estudiosos de que la
Tierra era esférica, como habían asegurado algunos eruditos antiguos. A finales
del siglo XV,Cristóbal Colón descubrió un continente cuando
intentaba llegar a Oriente viajando por un mundo que suponía esférico, y en el
siglo XVI Magallanes y Elcano circunnavegaron
el globo, ofreciendo así una demostración empírica de la esfericidad del
planeta. En el siglo XVII, la Tierra esférica era ya indiscutible para
cualquier erudito que prestase atención a la evidencia. Y en el siglo XIX,
quienes negaban esta idea eran vistos por los científicos como individuos
supersticiosos e ignorantes. Pero Samuel Rowbotham no se consideraba un
ignorante. Él estaba decidido a probar que, si las Sagradas Escrituras
describían la Tierra como un círculo plano, no cabía discusión al respecto y de
algún modo debía ser posible obtener pruebas.
La idea, decía él a sus amigos, le había «hipnotizado» cuando era niño.
El estudio de la cuestión le hacía sentirse más seguro de su creencia. Bajo el
seudónimo Parallax, escribió un breve panfleto titulado Astronomía
zetética: la Tierra no es un globo, que, publicado en 1849, empezó a hacer
de él un hombre notorio en ciertos ambientes. El término «zetético» provenía de
la antigua filosofía escéptica griega, y en origen describía a aquellos
pensadores que se aproximan al estudio de la realidad con una mente abierta y
sin constreñirse a las posturas dogmáticas mayoritarias. Parallax, pues, se tenía
por un librepensador. Cosa contradictoria, porque el empeño en desmentir lo que
él consideraba el dogmatismo científico imperante estaba motivado por su propia
creencia en la infalibilidad de la palabra de Dios en materia geográfica y
cosmológica. Pero él no se detenía a analizar estas menudencias. Eso sí,
pretendía convertir su visión del mundo en un paradigma científico. No le
servían los viejos mitos sobre lo que había en los límites del mundo: las
cascadas, los abismos infernales, las criaturas colosales… todo aquello era
material risible al que ningún caballero culto, ni siquiera un ferviente
cristiano, debía prestar atención. Si Dios había construido un hogar plano para
la humanidad, pensaba Parallax, las evidencias tenían que estar ahí. Su gran idea,
el tronco central de su peculiar cosmología, era por supuesto la de que el
hielo antártico era el límite, lo que impedía que los océanos se derramasen.
Más allá del anillo exterior antártico no había nada, salvo el vacío del
espacio. Por eso nadie había conseguido circunnavegar el continente antártico
sin perder de vista los hielos: la circunferencia del congelado muro exterior
era de tal longitud que se necesitarían años y años para recorrerlo. Ningún
barco ha tenido esa capacidad, y quienes creyesen haber navegado alrededor de
la Antártida, o haber estado a punto de hacerlo, sin duda se habían desviado de
su camino porque, ¿quién podía estar seguro de haber rodeado el continente
helado sin divisar en todo momento la costa? Aseguraba que los marinos podían
navegar porque sus mapas eran planos; si se guiaban por ellos sobre una Tierra
esférica, sería inevitable que se perdiesen o terminasen encallando en algún
arrecife. Como se puede comprobar, las nociones geográficas de Parallax eran,
por decirlo de manera suave, un tanto exóticas.
Una de las causas de su éxito popular fue que realizó un experimento
para demostrar su tesis y, al menos en ausencia de ciertos conocimientos
específicos, ¡el experimento funcionaba! Todo lo que necesitaba era una
superficie de agua estanca, lo bastante larga como para notar en ella aquella
curvatura de la Tierra en la que él no creía. Encontró el lugar ideal: un canal
de casi diez kilómetros de longitud, llamado Bedford, que estaba cerrado y no
recibía ni perdía agua, por lo que la superficie era totalmente estable.
Parallax hizo los cálculos pertinentes: si la Tierra era plana, desde un
extremo del canal, con ayuda de un telescopio, debería poder divisar un bote
anclado en el extremo opuesto. Por el contrario, si la Tierra era esférica, el
agua estancada seguiría esa forma y el horizonte, al curvarse, ocultaría la
embarcación. Hizo la prueba. Pudo ver el bote en el otro lado. Extático,
anunció su descubrimiento: el mundo era plano, no una esfera. Él lo acababa de
demostrar. Parallax invitaba a la gente a comprobar el resultado, y en muchas
ocasiones, en efecto, podía verse el bote. La noticia empezó a correr de boca
en boca. Seguro de su victoria sobre los sectarios popes de la ciencia
topográfica que imperaba en la academia, publicó un anuncio para revelar la
Verdad y ofreció quinientas libras a quien consiguiera probar que el mundo era
esférico. Una cantidad considerable, alrededor de cincuenta o sesenta mil euros
actuales, que atestiguaba la indestructible confianza que los seguidores de
Parallax tenían en sus teorías: el dinero lo había puesto John Hampden,
un adinerado pastor protestante —descrito por algunos contemporáneos como «un
tanto simplón»— al que Rowbotham había engatusado, vendiéndole los manuscritos
de sus cálculos y estudios por más de ciento cincuenta libras de la época. Sin
duda, Hampden creía estar tomando posesión de los escritos científicos más
importantes de la historia.
El anuncio llegó a manos de un naturalista especializado en mediciones
topográficas llamado Alfred Russel Wallace, quien vio
la oportunidad de ganar el dinero más fácil de su vida. Al contrario que
Parallax, él conocía un efecto de refracción de la luz, producto de la densidad
del aire al nivel del mar, que podía hacer visibles objetos que en realidad
estaban «ocultos» tras el horizonte. Dicho de otro modo: desde un extremo del
canal no se veía el bote, sino un espejismo, el reflejo del bote en el aire.
Con astucia, propuso otro experimento: sugirió plantar postes con placas
circulares situadas a la misma altura, desde un extremo del canal al otro. Si
la Tierra era redonda, la curvatura sería perceptible incluso teniendo en
cuenta los efectos de refracción, y en el telescopio los postes más alejados
darían la impresión ser más bajos que los situados más cerca. Parallax aceptó
el reto. Se acordó el arbitraje de una persona neutral que merecía la confianza
de ambos bandos, y Wallace, Parallax y el pastor Hampden se citaron en el canal
y llevaron a efecto la prueba ante una multitud. Como Wallace había previsto,
los postes más alejados producían la impresión de ser más cortos que los más
cercanos. Es decir, que las placas circulares que sostenían trazaban una
aparente curva siguiendo la curvatura terrestre. El árbitro miró con
detenimiento por el telescopio y dictaminó que Wallace tenía razón. Pero el
pastor Hampden, que era quien tenía que desembolsar la pequeña fortuna
apostada, se empeñó en que el resultado no estaba claro. Miró por el telescopio
y puso toda clase de excusas, señalando cualquier detalle como una prueba de
que el experimento no demostraba nada.
Hampden, encolerizado, se negó a pagar y durante las siguientes semanas
se dedicó a usar sus influencias para malmeter contra el pobre Wallace,
acusándole de toda clase de tropelías. Además de la campaña de calumnias, y a
pesar de que la idea de la apuesta había sido suya y de Parallax, intentó hacer
creer que el científico pretendía estafarle, ¡incluso presentó una denuncia!
Sin embargo, Hampden forzó las cosas cuando, en un arrebato de furia, envió a
la esposa de Wallace una carta en la que amenazaba de muerte a su marido, con
frases tan entrañables como «si se encuentra a su esposo con todos los huesos
reducidos a una pulpa, ya sabe cuál es el motivo». El pastor era tan insensato
que firmó la carta con su propio nombre y eso, como es natural, sirvió para que
esta vez fuese Wallace quien lo denunciase a él. Hampden fue condenado por las
amenazas y tuvo que pasar una breve temporada entre rejas. Lo cual no le
desanimó: al salir en libertad continuó con la avalancha de calumnias y el
pobre Wallace no se libró del acoso del enloquecido sacerdote hasta que este
falleció.
Las delirantes maniobras de Hampden provocaron que el experimento fuese
considerado «no concluyente» por los seguidores de Parallax, aunque el árbitro
neutral hubiese dado la razón a Wallace. Mucha gente continuaba creyendo en la
tesis de la Tierra plana. El éxito de las conferencias de Rowbotham fue en
aumento, pese a que, como hemos visto, en alguna de ellas tuviese momentos de debilidad
y huyese al toparse con preguntas incómodas. Muchos científicos británicos le
consideraban un charlatán, desde luego, pero se necesitaba un nuevo experimento
para desacreditarlo. Algunos de ellos propusieron reunirse en una playa en
Plymouth, situada justo enfrente de un faro que se levantaba a unos veinte
kilómetros en la orilla opuesta. Calcularon qué porcentaje del faro debía ser
visible sobre el horizonte mediante el telescopio, en el caso de que el
horizonte fuese curvo y teniendo en cuenta cualquier posible efecto de
refracción. Dedujeron que solamente la punta superior podría divisarse desde la
distancia señalada. Desafiaron a Parallax, quien, todavía seguro de sí mismo,
efectuó sus propios cálculos basándose en su hipótesis. Predijo que el faro
sería mucho más visible de lo que afirmaban sus descreídos rivales. De nuevo se
buscó un arbitraje imparcial y todos se citaron en la playa, provistos de un
telescopio, para realizar el experimento ante un público ansioso. Al mirar,
todos los implicados observaron que lo que habían previsto los científicos era
lo que sucedía: podía verse solamente la parte superior del faro, y no un
tercio de su estructura como esperaba Parallax. El profeta de la Tierra plana
acababa de sufrir una nueva derrota, mucho más inequívoca que la anterior, pero
se negó a admitirlo y montó tal escena que muchos espectadores creyeron que de
verdad le habían hecho trampas.
Inmune al desánimo, volvió a publicar su Astronomía zetética,
esta vez en versión extendida: era un libro de casi quinientas páginas, que
vendió bastante bien. Eso sí, no se prestó a nuevas demostraciones frente a
estudiosos más serios de la materia. Se centró en ejercer como «médico» e
«inventor», asegurando que podía curar todo tipo de enfermedades mediante los procedimientos
más extraños. Afamado profesional de la superchería, el resto de su existencia
fue cómoda.
Cuando Rowbotham murió, sus ideas no quedaron del todo en el olvido. Por
descontado, cualquier persona con una formación sólida las encontraba hilarantes,
pero hubo algunos notables seguidores adinerados que se dedicaron a reeditar su
trabajo en el Reino Unido. Uno de ellos introdujo sus textos en Norteamérica
con el delicioso título de Sentido común. La teoría de que el fin
de la Tierra es un muro de hielo encontró acomodo sobre todo en ciertas
comunidades evangélicas, que adornaron la hipótesis con nuevas y pintorescas
descripciones del disco. Por increíble que parezca, las teorías de Parallax han
continuado teniendo adeptos hasta nuestros días, e internet ha servido para que
sus seguidores discutan los detalles en divertidísimas páginas web cuya lectura
recomiendo encarecidamente porque son un delicioso ejercicio de comedia
involuntaria. Desde aquí propongo un gran debate televisado entre los seguidores
de Parallax, partidarios de la Tierra plana, y los defensores de la Tierra
hueca. Esperemos que alguien recoja el guante; entre tanto, vayamos preparando
la ración de palomitas.
New Standard Map of the World As “It Is”, Alexander Gleason, 1892.
Fotografía: Frank Hurley / State Library of New South Wales.
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