El discurso del colapso ha venido ocupando cada vez más espacio. Lejos de arar en el mar, quienes lo promueven tienen cada vez más audiencias, incluso entre los poderosos. Esa toma de conciencia parece alentadora, pero tiene también una dimensión de espectáculo y tiende a opacar parte de la potencia crítica del ecologismo como tradición. En este sentido, la colapsología podría ser una suerte de ecología mutilada.
Un
fantasma recorre la crítica social: el de su destrucción programada, al igual
que la del mundo que se esforzó por comprender desde hace dos siglos. Porque
eso hacia lo cual tiende en adelante la dinámica patológica del capitalismo
industrial, obsesionado por el crecimiento, cada vez más voraz en energías
naturales y en carburante humano, es la producción final de un planeta enfermo.
Un planeta sobre el cual estaría condenada a vagar una humanidad exangüe,
desgarrada por catástrofes de todo tipo y pronto reducida a la superfluidad
frente a un complejo de procesos automatizados. Colocada en el corazón mismo de
esta civilización industrial (en el sentido en que Marcel Mauss entendía el
término «civilización»: un fenómeno común a un número más o menos grande de
sociedades y a una historia más o menos larga de esas sociedades), la ciencia,
o más precisamente las ciencias «duras» cuyo modelo sigue siendo el de la
física, documentan en abundancia sus signos de extinción. Solo a título
indicativo, recuérdense las principales degradaciones ecológicas que tienen
lugar todos los días a un ritmo agobiante, inclusive en la minúscula escala de
los pocos meses de la redacción de un ensayo filosófico que, en el momento de
ponerle el punto final, verá el medio vital más perjudicado de lo que está en
la hora en que se escriben estas primeras líneas. Son conocidos, pues, con un
conocimiento más o menos cierto, más o menos teñido de afectos depresivos, las
pandemias, el agotamiento de los suelos, la escasez de las energías fósiles, el
cambio climático, las extinciones masivas de especies animales y vegetales, los
desechos de plástico, la acidificación de los océanos, la deforestación, los
megaincendios, los refugiados climáticos que se añaden a los refugiados de
guerra, los esclavos de las industrias extractivas, y más generalmente los
disfuncionamientos cada vez más marcados de los servicios sociales básicos,
incluso en los países opulentos (educación, transporte, cuidados, protección).
Se ha vuelto corriente afirmar que todo esto indica una trayectoria de
«derrumbe» de la civilización industrial, tal como lo definió el antropólogo y
arqueólogo Joseph Tainter, autor en 1988 de un libro que dejó huellas, The Collapse of Complex Societies [El colapso de
las sociedades complejas]: la pérdida rápida y determinante de un nivel
establecido de complejidad sociopolítica. En otros términos, no se trata tanto
de una catástrofe como de un retorno a la «condición normal de menor
complejidad»1,
como ocurrió con las civilizaciones romana, micénica o incluso maya. Con la
salvedad de que esta vez atañe a sociedades industriales que descansan en
organizaciones gigantescas.
Precisamente
acá aparecen los primeros escrúpulos para quien aún quisiera dar muestras de
crítica social y cultural. En efecto, frente a esta aplastante masa de hechos,
¿todavía vale la pena internarse en análisis ceñidos de los mecanismos de
explotación económica, de la propiedad privada como robo o de la extorsión de
la plusvalía? ¿Vale la pena todavía atarearse en denunciar la
unidimensionalidad de la sociedad consumista, sus formas groseras o sutiles de
neutralización de toda vida realmente vivida en beneficio del espectáculo
triunfante de la mercancía? ¿Vale la pena todavía señalar la desposesión de la
autonomía individual y colectiva de las instituciones burocráticas
sobredimensionadas y absurdas? Con relación a nuestros abuelos, incluso a
nuestros padres, habríamos entrado en una nueva era de la crítica, una era de
la urgencia donde la elección que se nos presenta se expresa radicalmente en
términos de vida y de muerte. A todas luces, quienquiera que intente
circunscribir un poco mejor la naturaleza del curso actual de las cosas y
aquello hacia lo cual parece irrevocablemente arrastrarnos debería volverse
«apocaliptista», según el sentido que daba a este término el filósofo de la era
atómica Günther Anders: comprender que ahora se trata de vivir de la mejor
manera posible, soportando los golpes, en un tiempo histórico que se ha
transformado en simple «prórroga».
En
semejante contexto, desde hace cinco a diez años, los discursos sobre el
derrumbe a corto plazo de la «civilización» industrial causan furor. La noción
de «colapsología», forjada por los investigadores Raphaël Stevens y Pablo
Servigne a partir del título de la obra de Tainter, pero también del
superventas de historia comparativa del geógrafo Jared Diamond, Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed2, obra muy
discutida por la comunidad científica internacional, poco a poco ganó
visibilidad. Utilizada primero por sus creadores como una suerte de ocurrencia
que permitía poner distancia de la gravedad de los hechos constatados y el peso
del campo de estudio explorado, desde entonces se busca una legitimidad
epistemológica, como «ejercicio transdisciplinario de estudio del derrumbe de
nuestra civilización industrial, y de lo que podría sucederle»3.
El caso es que la colapsología parece reforzar esa impresión de militar a la
sombra de las catástrofes que, hace todavía algunas décadas, eran atributo de
los ecologistas. En todo caso, tal es la tesis del especialista en ciencia
política Luc Semal, autor de un ensayo sobre la cuestión, que sostiene que «hoy
las redes de la colapsología son la encarnación más dinámica de esta
perspectiva catastrofista que irriga las teorías y las movilizaciones
ecologistas desde hace medio siglo»4.
Algunos podrían ver en esto la reactivación de un milenarismo propio de toda
época embarcada en una trayectoria apocalíptica. Es cierto que algunos
«colapsólogos» no vacilan en lanzarse en profecías de este tipo. En su última
obra, Devant l’effondrement [Ante el
derrumbe]5,
el ex-ministro de Medio Ambiente francés Yves Cochet llega incluso a
suministrar una fecha precisa y describir el contenido de las etapas de ese
cambio radical: entre 2020 y 2030, un periodo de derrumbe; entre 2030 y 2040,
un intervalo de supervivencia marcado por la desaparición de la mitad de la población
mundial; luego, entre 2040 y 2050, un renacimiento de sociedades locales que
descansan en fuertes lazos de solidaridad. La pandemia de covid-19, por cierto,
ofreció al autor la ocasión de saborear un triunfo siniestro. Así, Cochet no se
privó de anunciar que nos situábamos en vísperas de un derrumbe más amplio, que
apuntaba hacia el caos social6,
al tiempo que citaba un fragmento de su obra donde se preguntaba si «una cepa
virulenta tan mortal como el ébola y tan contagiosa como la gripe» iba a
propagarse por el mundo sin que se pudiera poner a punto una respuesta
sanitaria7.
No
obstante, esa entrada milenarista en el discurso de la colapsología no es
necesariamente pertinente, ni siquiera fructífera intelectualmente. Porque en
todas partes, tanto en la vieja Europa como en el mundo anglosajón (donde no se
habla directamente de collapsology), el
discurso que emerge es un poco diferente, y en verdad es ese el que da más
guerra al pensamiento crítico. En efecto, más allá de los desacuerdos, más allá
de las querellas de camarillas políticas, se trataría de ponerse a la altura de
una toma de conciencia de un desafío global, que reclamaría movilizaciones
masivas y nuevas alianzas para salvar el planeta y preparar una transición
hacia un mundo viable. Porque ya no tenemos tiempo, porque se franqueó el punto
de equilibrio y nos arrastran procesos irreversibles, habría que acabar con
nuestras ilusiones, renunciar a las promesas de la Historia y unir todas las
buenas voluntades en un gran esfuerzo que trascienda las fronteras ideológicas.
Por otra parte, ¿cómo podría ser de otra manera, a partir del momento en que,
como lo indica el filósofo australiano Clive Hamilton, aceptamos «hacer un
cambio radical y tomar debida nota del hecho de que muy simplemente no [vamos]
a actuar en la medida requerida por la urgencia»8?
En Estados Unidos, el periodista y ecologista Bill McKibben, que en 2007 fundó
la ong 350 (en
referencia al umbral que no se puede superar de 350 partes por millón –es
decir, una fracción equivalente a un millonésimo– de co2 en la atmósfera), ¿no llegó a sostener que la humanidad
lleva a cabo ahora una Tercera Guerra Mundial, y que sería «razonable
preguntarse, frente a la degradación ecológica, si la aventura humana no
comenzó a fallar e incluso a perder quizá todo interés»?9 De
modo que la esperanza de un cambio residiría en movimientos de gran amplitud
para modificar el espíritu de la época. Cuando gigantescos incendios causaron
estragos recientemente en Australia, ¿no anunciaba Pablo Servigne, reaccionando
a ese ejemplo funesto, que había llegado el tiempo no solo de las
movilizaciones masivas, sino incluso de una «economía de guerra, o de
excepción, que tome medidas radicales, que busque la emulación de los vecinos»10?
Bajo
el peso de un drama tan aplastante, la resolución de sostener un discurso
crítico parece consagrada a volar en pedazos. Por cierto, no se puede hablar de
una forma de intimidación. Está claro que nadie nos apunta con una pistola en
la sien. Simplemente, la carga emocional de los hechos descritos, la diferencia
inconmensurable entre las capacidades reflexivas e imaginativas de los humanos
por un lado, y la dimensión de los fenómenos a los cuales enfrentarse por el
otro, en apariencia hace que la situación sea demasiado grave para que uno se
dé el lujo de divertimentos teoricistas. Máxime cuando lo real toma la
delantera a la anticipación intelectual, como en la crisis del coronavirus.
Así, el periodista de New York Magazine David
Wallace-Wells, especialista en el calentamiento global, autor en 2017 del
artículo «The Unhabitable Earth» [La Tierra inhabitable], que fue el más leído
de la historia de esa revista bimensual, de tal modo que luego lo reestructuró
para convertirlo en un superventas que apareció en 201911,
consideró la pandemia de covid-19 como el «terrible signo anunciador de las
pandemias futuras que se desarrollarán si el cambio climático sigue
desestabilizando tan profundamente el mundo natural»12:
migraciones de insectos, fundición del permafrost y liberación de bacterias
sepultadas desde hace millones de años, desplazamiento de las enfermedades,
nueva letalidad de bacterias que hasta entonces vivían en simbiosis con los
organismos animales y humanos.
Una duda legítima en el tiempo del
espectáculo triunfante
Sin
embargo, algo no funciona. Precisamente en virtud de las urgencias del tiempo,
lo que en verdad se requiere es el esfuerzo de pensamiento más difícil e
ingrato. Ya que, por dramática que sea, la situación actual sigue siendo
bastante curiosa si se piensa en la manera en que la «opinión pública» se la
representa. De ahí proviene una duda legítima. Época extraña, en efecto, donde
los «profetas de la desgracia» que tienen la impresión de predicar en el
desierto suscitan una gran atención en los círculos del poder y los puestos
avanzados del «neoliberalismo». Cyril Dion, autor de los films Mañana (2015) y Pasado
mañana (2018), que presentaban al gran público una multitud de
experimentaciones «de transición», heraldo de la petición «L’affaire du
siècle», que justifica llevar a la justicia al Estado francés por «inacción
climática» (una petición cuya cantidad de firmantes terminó en casi dos
millones en un poco más de cinco días, a fines de diciembre de 2018), participó
muy cerca del poder en un Consejo de Defensa Ecológica. Las actividades de esta
instancia apuntaron en particular a supervisar la constitución de una
«Convención Ciudadana para el Clima», compuesta por 150 ciudadanos elegidos al
azar e invitados a asumir las cuestiones ecológicas candentes, al tiempo que
ofrecen al poder un contrapeso bienvenido frente al movimiento de los «chalecos
amarillos». Según el testimonio mismo del documentalista, se trataba «para el
gobierno de una manera de desviar la coerción de proposiciones radicales, de
evitar así ser cuestionado directamente»13.
En cuanto al entonces primer ministro Édouard Philippe, cuyas antiguas
funciones de director de relaciones públicas en Areva14 dan
testimonio de una participación activa en el desastre en curso, no vaciló en
confesar, como bombero pirómano, que estaba obsesionado por la cuestión del
derrumbe, a tal punto que la obra de Jared Diamond sería uno de sus libros de
cabecera. Como es usual entre los tecnócratas, en realidad no admite la
eventualidad de la catástrofe final sino para impugnarla inmediatamente,
confiando en las inagotables soluciones técnicas que ofrecerá una «transición
ecológica avanzada» para salvaguardar el progreso humano. Al leerlo, lo que
queda es que «ya nadie [tendría] el monopolio de lo verde»15.
Y
piensen todavía cuando el diario Le Monde,
«diario oficial de todos los poderes» (según la fórmula de la Internacional
Situacionista), consagraba en julio de 2019 una semana de tribunas libres a la
cuestión del derrumbe, o ponía a Pablo Servigne encabezando el afiche de su
festival Imagine en octubre de 2019, alrededor de la cuestión «¿Cómo vivir en
un mundo colapsado?». Y eso cuando un año antes arrojaba la crítica del
industrialismo (que, si se apela al sentido común, encarna lo que de otra
manera se llamaría «ecología política») a la alcantarilla de los grupúsculos
primitivistas, ligados de cerca o de lejos a la reacción16.
Una amplificación mediática que por otra parte no se limita a Francia. En eeuu, una tribuna publicada en 2013 en uno de los blogs
de The New York Times por el
veterano de la Guerra de Iraq Roy Scranton, titulada «Learning How to Die in
the Anthropocene» [Aprender a morir en el Antropoceno]17 dio
mucho que hablar muy rápidamente, hasta ser seleccionada para el premio al
mejor ensayo de nature writing, para
luego ser prolongada en la forma de un librito exitoso. Todo esto (pero ¿aún es
necesario señalarlo?), sobre un fondo de fascinación hacia la musa ecologista
Greta Thunberg, capaz de administrar lecciones de sabiduría a todas las
Christine Lagarde del mundo. Todavía recientemente, el peatón común y corriente
podía cruzarse con una fotografía gigante de la joven «huelguista» del clima
junto a imágenes del derretimiento de hielos, de incendios forestales o de la
cara rubicunda y rencorosa de Donald Trump en los carteles publicitarios de la
radio Europa 1, en plena estrategia de reconquista del rating con su eslogan «Cambiemos el mundo».
Por
lo tanto, si se puede admitir que un «viento de colapsología» sopla sin lugar a
duda en la ecología política (Luc Semal), este también ofrece un reordenamiento
inesperado de las condiciones generales del espectáculo.
Afirmar esto es aplicar una regla de higiene intelectual enunciada por Jacques
Ellul, uno de los analistas más perspicaces de las técnicas de propaganda: «En
una sociedad, cuando se habla en exceso
de cierta circunstancia humana, es porque esa circunstancia no existe»18.
Por ejemplo, expresaba, si se habla incesantemente de libertad, es porque la
libertad fue suprimida. Para el caso que nos ocupa, hay que entenderse: hablar
cada vez más del derrumbe y de los contornos de la vida humana «después»
ciertamente no significa que la realidad en el centro de tales discusiones no
existe. El problema se presenta de otra manera. Considerar esa trayectoria como
la ocasión de una toma de conciencia ecológica inédita, bajo el aspecto de la
colapsología, bien podría contribuir a derogar la herencia misma de la ecología
política, es decir, la parte que es irrecuperable para el poder. Se puede
dilapidar una herencia de diferentes maneras. Es posible tratar de liberarse de
ella decididamente, lisa y llanamente negando el legado. Pero también es
posible exhibirse como legatario al tiempo que se rechazan las obligaciones que
eso presupone. A mi juicio, esa es la naturaleza del lazo ambiguo que mantiene
la colapsología con la crítica de la «civilización» industrial. La colapsología
es la ecología mutilada.
Propongo
pues tomar al revés el discurso de numerosos partidarios del derrumbe (para
mayor comodidad, se los podrá llamar los «derrumbistas») que estiman que, en
general, los poderosos temen las comprobaciones irrefutables del desastre
venidero. Cosa que contraría el estado normal del sistema político y económico,
así como la tranquila confianza en una continuidad del progreso humano bajo la
égida de las democracias representativas y de una economía globalizada. Para el
profesor de Ciencias Políticas Carlos Taibo, en un libro varias veces reeditado
en España, el asunto parece entenderse de la siguiente manera: si el gran
público fue sensibilizado en el tema del derrumbe, es más por el sesgo del cine
hollywoodense (Mad Max, Armageddon, World
War z, I Am Legend), de las series (The
Walking Dead, etc.) o de la literatura postapocalíptica (La carretera, de Cormac McCarthy) que por un debate
intelectual y político sobre la catástrofe ecológica, que sigue estando
ampliamente marginado. Evidentemente, conviene tener en cuenta las particularidades
de la recepción de la ecología en España19,
donde el debate está en efecto muy poco abierto en comparación con lo que
ocurre del otro lado de los Pirineos. Pero, más en general, esta manera de
oponer el interés suscitado por la cuestión del derrumbe en la forma del divertimento y la ocultación del
debate de fondo sobre sus implicaciones políticas reales da que reflexionar. En vez de una
oposición, ¿no habrá que hablar más bien de una continuidad, con los medios
culturales masivos preparando la acogida de las tesis de la colapsología, en el
seno del mundo invertido del espectáculo y de su fábrica de sensacionalismo? El
hecho de que esto probablemente se efectúe para el gran perjuicio de ciertos
derrumbistas no cambia nada de la realidad de las transformaciones de la
ideología dominante: más que nunca, con el espaldarazo mediático de la
colapsología, ahí lo verdadero es un momento
de lo falso. Todo lo cual contribuye a pasar por alto lo mejor que
el pensamiento crítico construyó desde los años 60, se trate de análisis
tajantes del derrumbe ya presentes o de prospectivas estetizantes, tales como
la tetralogía de John Brunner20 o
los «cuatro apocalipsis» de James Graham Ballard21.
La trampa de los Lotófagos
Quien
ya leyó u oyó discurrir a colapsólogos, tanto en el área francófona como
anglófona, ciertamente observó su propensión a arraigar sus reflexiones sobre
el desastre ecológico en anécdotas personales, instantes de impacto emocional
(cuando su corazón, por ejemplo, se encoge en el momento de preguntarse si hacer
hoy un hijo, en definitiva, no equivale a agregar algo a la desdicha de este
mundo), o consideraciones en vivo y en directo engendradas por el derrumbe. Me
tomaré aquí la licencia de hacer otro tanto, exponiendo una imagen que se me
apareció a fuerza de frecuentar la literatura derrumbista.
En La Odisea, el retorno hacia la tierra natal está
puntuado de encuentros desagradables, de peligros y de historias de devoración.
Las escalas de Ulises y de sus compañeros entre los Cicones, los gigantes
Lestrigones, en la gruta de Polifemo o en Eolo, donde reside la hechicera
Circe, jamás se producen sin una masacre de por medio. Algunos de esos
«anfitriones» son comedores de alimentos divinos (Circe o Calipso), otros de
buena gana se comen hombres (los Lestrigones o Polifemo), pero todos resultan
ser inhospitalarios y pueblan una tierra donde mayoritariamente no aparecen ni
sembradíos ni jardines. No obstante, un pueblo constituye una excepción, al que
encuentran en los primeros tiempos en el camino del retorno: los Lotófagos,
pacíficos y amables. Estos comedores de flores no tienen nada contra la vida de
los compañeros de Ulises. Por el contrario, les ofrecen lotos para que los
saboreen. Habiendo probado ese «fruto dulce como la miel», a los informantes
del héroe les cuesta el mayor trabajo volver a su hogar. Ulises se ve obligado
a «llevarlos a la fuerza, aunque lloraban», para «arrastrarlos a las naves y
atarlos bajo los bancos». En efecto, «repletos de lotos, los compañeros se
olvidan del regreso».
En
cierto modo, vistos a través del prisma de la crítica social y cultural, los
que anuncian el derrumbe próximo son parecidos a los Lotófagos, a tal punto
transpiran una empalagosa benevolencia. En sus diversas «redes», ¿no proponen
métodos para dejar aflorar nuestras emociones más profundas respecto del
«choque moral» constituido por el descubrimiento del pico petrolero, el cambio
climático o la sexta extinción masiva? Gracias a las lecciones de la
ecopsicología práctica, ¿no nos incitan a mantener una «expectación en movimiento»
para maravillarnos por el espectáculo de nuestras emociones colectivas
devueltas a la riqueza de lo viviente? Parecería muy grosero volverles la
espalda, máxime cuando sabemos que están rodeados de devoradores atrapados en
la negación de la catástrofe. Sin embargo, es lo que me parece necesario hacer,
a riesgo de dar muestras de rudeza, para evitar sumirse en un nebuloso olvido.
Solo con esta condición se podrá volver a llevar la reflexión ecológica a su
suelo primordial, aquel a partir del cual se puede medir la extensión real del
desastre en curso y señalar sus causas con precisión.
A
este respecto, que se me permita proseguir un poco la analogía mediante
observaciones suplementarias sobre La
Odisea. ¿Cómo explicar que Ulises renuncie a su exilio, así como a
la inmortalidad prometida por su amante Calipso? Es muy posible que, en
definitiva, Homero subraye el triunfo del amor y del hogar, es decir, de la
comunidad de pertenencia primera: un orden doméstico donde el cuerpo amoroso
irradia en y por el cuidado aportado a la tierra (precisamente cuando, en su
exilio, Ulises no recorrió jamás un espacio en el cual comer el alimento de los
hombres, resultando totalmente decepcionada la esperanza de ver campos
cultivados). El mismo lecho conyugal está constituido por un bello olivo a cuyo
alrededor Ulises había construido la cámara nupcial, como nos enteramos cuando
Penélope intenta verificar de una vez por todas su identidad exhortando a
Euriclea a que transporte el lecho fuera de la cámara y lo prepare para Ulises,
para el furor de este último. Hasta el mismo encuentro final entre él y su
padre Laertes, solo en un vergel cuyas hierbas arranca, puede ser apreciado en
función de la defensa de los valores agrarios. Para el escritor ecologista y
campesino Wendell Berry, gran comentador del texto homérico, está claro que es
«como campesino que Laertes sobrevivió a la ausencia de su hijo (…). En una
época de desorden, volvió a cuidar la tierra, fundamento de vida y de
esperanza»22.
En este sentido, la epopeya homérica sigue exponiendo el revés de la fuerza,
que por su parte predomina en La Ilíada. En
semejante cuadro, el despiadado castigo reservado a los pretendientes resulta
plenamente legítimo en la medida en que ellos despreciaron el orden doméstico
que afirma el poeta. Finalmente, Ulises renuncia a la promesa de ser liberado
de su condición encarnada, y por el contrario escoge asumirla castigando a
quienes intentaron destruir el equilibrio de su oikos.
Salud
del cuerpo, salud de la tierra, apego al medio vital, amor de los seres
queridos, es lo mismo. Es aquello a lo cual Ulises no quiere renunciar. A pesar
de Calipso, que le promete la omnipotencia. A pesar de las distracciones
apaciguadoras de los Lotófagos en el duro camino del retorno.
¿Qué
nos inspira esa analogía? Por cierto, es fundamental rehusar las promesas
adulteradas de una abundancia industrial que se desarrolla a crédito sobre los
medios naturales. Para quien no tuviera ya suficiente confianza en sus sentidos
para atestiguar el descalabro producido por la artificialización del mundo,
existe una estimación cifrada con el overshoot
day, el día del año en que los recursos acumulados para mantener el
sistema mundial superan las capacidades anuales de regeneración del
«ecosistema». En 2019 se ubicaba en el 29 de julio. No obstante, y esto me
parece igualmente crucial, se trata de no extraviarse tampoco a mitad de camino
dejándose atrapar en la trampa de una forma de narcosis. Tal debería ser la
tarea de una reflexión eco-lógica (en el sentido en que pone a nuestra
humanidad en el corazón de nuestra «casa común») que, más allá de las
estrategias de transición focalizadas en un futuro sin porvenir, se
confrontaría con una comprensión penosa del desastre en curso remontando hasta su lógica fundamental:
el proceso de abstracción de la condición encarnada inherente al capitalismo
industrial. Casi todos los derrumbistas de hoy sienten o saben eso, pero por lo
general lo callan, con fines estratégicos, para no perder a la mayoría. Sin
lugar a duda, el ejemplo más impactante es el astrofísico Aurélien Barrau, no
exactamente «colapsólogo», pero no menos «lanzador de alertas» mediático que
ostenta simpatías libertarias, autor del libro ¡Ahora!
El desafío más grande de la historia de la humanidad, quien declaró
en un programa televisivo: «Si se formula la deconstrucción [sic] del capitalismo como premisa se pierde de entrada
a 80% de la gente»23.
No desmovilizar frente a la urgencia. Mantener a todo el mundo en la misma
línea del frente, masiva e inclusiva. Es aquí donde los colapsólogos se parecen
más a los Lotófagos. Es aquí donde frente a la amenaza del olvido dejan a
otros, que se preocupan igualmente por el porvenir, la tarea de salvaguardar y
reavivar la memoria del pasado de la ecología radical.
De la importancia de ser consistente
Uno
se indignará frente a semejante comparación. Los colapsólogos bien pueden ser
considerados como los agentes del olvido de un legado histórico y político, el
caso es que parecen tener éxito allí donde sus detractores, supuestamente
intransigentes, fracasaron de manera repetida. No contentos con llevar al
debate público cuestiones ecológicas y existenciales cruciales, hablan al
corazón de una generación que se politiza en torno de esos desafíos. Una
generación joven que no solo se manifiesta, sino que también interroga sus
privilegios y la idea misma de hacer carrera, a imagen de Clément Choisne,
joven diplomado de la Escuela Central de Nantes, en un discurso pronunciado en
la entrega de los diplomas, el 30 de noviembre de 2018, en el que señaló:
Como
buena cantidad de mis compañeros, cuando la situación climática y las
desigualdades de nuestra sociedad no dejan de agravarse, cuando el giec [Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el
Cambio Climático] llora y los seres se mueren, me siento perdido, incapaz de
reconocerme en la promesa de una vida de rango superior como engranaje esencial
de un sistema capitalista de sobreconsumo.
La
ecología social y libertaria, los neoluditas, los tecnocríticos (poco importa
el nombre que se les atribuya), ¿pueden jactarse acaso de haber suscitado
semejantes conversiones? Al igual que los colapsólogos, tampoco nosotros
quisimos el desastre, pero todo lleva a creer que ellos encontraron un medio de
ponerle remedio haciendo vibrar otras cuerdas que las que nosotros
acostumbrábamos a tocar. Una vez que la mayoría estuviera a la escucha,
repentinamente sensible a la significación profunda de la ecología (que no se
limita a la preocupación por el «medio ambiente»), entonces se dispondría de
una mayor latitud para refinar los análisis, incluso para radicalizarlos.
Sin
embargo, sería un error pensar que mi objetivo es llevar a cabo un juicio por
falta de radicalidad. Después de todo, no se puede decir exactamente que un
movimiento como Extinction Rebellion, que se formó sobre un fondo de
anticipación de la catástrofe, esté desprovisto de ella. En él se discute
incluso acerca de la pertinencia de la violencia frente a las estrategias no
violentas24,
cosa que no lo constituye a priori en un
movimiento tibio. El hecho de que pululen los pequeños actos o las acciones
notables no es el indicio de una debilidad de actuar, sino más bien de un ardor
activista. Las «tristes» épocas –y con seguridad la nuestra lo es– con mucha
frecuencia terminan por dar paso a una fascinación por la práctica, donde
parece volver a jugarse incesantemente lo absolutamente inédito con militantes
neófitos que se consideran como pioneros. Talleres de «trabajo que reconecta»
destinados a padecer juntos el impacto moral de la ineluctabilidad del
derrumbe; residencias del «Nuevo Guerrero» para encontrar en sí al salvaje
oculto; formación y entrenamiento en la supervivencia en bases autónomas
sustentables (bad, por sus siglas en
francés)25;
ocupaciones e impugnaciones por Extinction Rebellion; «huelgas» estudiantiles
por el clima; estímulo al «cero desperdicio»; campañas de L21426 contra
la industria mundial de la carne; happenings diversos
y variados, etc.: el ambiente catastrofista produce reacciones en cadena a
diestra y siniestra. Más bien, el problema mayor es saber si esa efervescencia
de movilizaciones de todo tipo tiene una coherencia. A este respecto, siempre
vale la pena rememorar la advertencia de Max Horkheimer en el prefacio de Éclipse de la raison [Eclipse de la razón], una
obra publicada en 1947, al salir de un doble apocalipsis cuyo horror está
condensado en los nombres Auschwitz e Hiroshima-Nagasaki. El fundador del
Instituto de Investigación Social, más conocido con el nombre de Escuela de
Fráncfort, afirmaba allí: «La tendencia moderna a traducir toda idea en acción,
o en abstención activa de toda acción, constituye uno de los síntomas de la
presente crisis cultural. La acción por la acción, de ninguna manera superior
al pensamiento por el pensamiento, incluso le es quizá inferior»27.
En
otros términos, lo que hay que preguntarse a propósito de los discursos y de
las prácticas derrumbistas no es cuál es su objetivo político o su resultado
esperado sino en verdad: ¿cuáles son su sentido y su coherencia? Por lo tanto,
no es en el registro de la eficacia donde nos posicionaremos, sino en el del
pensamiento. Sustrayéndose a toda subordinación a la lógica del rendimiento, el
pensamiento recupera su filo y responde a su exigencia de consistencia. Porque tal es el principal reclamo
imputable a la colapsología: corresponde a un discurso fundamentalmente inconsistente.
En
primer lugar, el término de «derrumbe» mismo es suficientemente indeterminado
para depender de lo que el lingüista y medievalista Uwe Pörksen llama las
«palabras plásticas»28.
Iván Illich, que había alentado a Pörksen a escribir sobre este tema,
calificaba de «amebas» ese tipo de términos (entre los cuales «desarrollo»,
«crecimiento», «proyecto», «resiliencia», «sistémico» serían ejemplos
contemporáneos). Una palabra plástica cambia de forma en función de los
contextos, pero en el conjunto permanece siempre igual de vaga. Puede prestarse
a múltiples usos, independientemente del objetivo del comentario. Se emparenta
con un bloque en un juego de construcción, utilizable con cualquier fin y
susceptible de plegarse a cualquier intención del constructor. Así, la palabra
«derrumbe» posee una significación dilatada y una connotación imponente para
impactar la imaginación y dejar estupefacto el entendimiento. Pero detrás de la
pantalla de humo hay realidades que se deben desenmarañar con paciencia, y
lógicas que funcionan y no dependen de un desplome fatal: derrumbe brutal o
progresivo (en cuyo caso no se trataría ya estrictamente de un derrumbe sino de
una «decadencia»); destrucción integral de la vida social y cultural o caída
hacia un nivel de complejidad menor; disfuncionamiento de los servicios
públicos básicos o eliminación concertada bajo el efecto de la digitalización
creciente de la vida: todas estas alternativas, entre muchas otras, no se
vuelven concretas y discutibles a menos que uno se deshaga del dominio de las
palabras plásticas.
El
movimiento colapsológico es invertebrado, y también lo es en el hecho de que
propone (a veces entre los mismos individuos) todo y su contrario: apoyar a la
vez la zad29 y la bad30, que es reivindicada por activistas
de extrema derecha; hacer presión sobre los gobiernos mediante una batería de
peticiones y de manifestaciones masivas; retirarse en una práctica survivalista
en forma individual; datar con precisión el derrumbe, en una suerte de
«milenarismo laico»31,
o considerarlo como algo indeterminable en lo cual se cree para reforzar
nuestro actuar en el presente; entablar la transición en grupos de ayuda mutua
y de apoyo psicológico; meditar y llorar por la Tierra; rendirse ante lo
ineluctable, modelizado por un arsenal de datos científicos; «reconectarse»
activamente con el Todo de la vida; predicar el «negarse a medrar» libertario32 o
tomar cualquier micrófono o cámara que se pudiera presentar.
Para
que se comprenda mejor la trayectoria catastrófica de la civilización
«termoindustrial», los partidarios del derrumbe recurren con mucha frecuencia a
la imagen de un automóvil que se precipita a una velocidad exponencial
precisamente cuando sus frenos están bloqueados33.
La situación es tal que habríamos alcanzado el estado de predicamento, en otras palabras, un camino sin salida,
una crisis terminal que arrasa con ella «nuestra» civilización y la biosfera en
su conjunto. Por mi parte, me referiré a otro objeto muy útil: la brújula. En
el seno y sin duda más allá de ese agregado heteróclito de discursos y
prácticas, trato de encontrar cómo reorientarse, en primer lugar echándole una
zancadilla a esa cultura del olvido de
la que participa la colapsología. Así, aunque sin duda alguna tengamos el
tiempo contado, séame permitido gastar un poco de ese tiempo para llevar este
trabajo a buen término.
Nota: este texto corresponde a la introducción del libro La colapsología o la ecología
mutilada (La Cebra, Adrogué, 2021).
Traducción de Víctor Goldstein.
- 1.
J.A.
Tainter: The Collapse of Complex
Societies, Cambridge UP, 1988.
- 2.
J. Diamond:
Collapse: How Societies Choose to Fail or
Succeed, Viking Penguin, Nueva York, 2005. [Hay edición en español: Colapso. Por qué unas civilizaciones perduran y otras desaparecen,
Debolsillo, Barcelona, 2017].
- 3.
P. Servigne y
R. Stevens: Comment tout peut s’effondrer. Petit
manuel de collapsologie à l’usage des générations présentes, Seuil, París, 2015,
p. 253. [Hay edición en español: Colapsología,
Arpa, Barcelona, 2020].
- 4.
L. Semal: Face à l’effondrement. Militer à l’ombre des
catastrophes,
PUF, París, 2019, p. 23.
- 5.
Y. Cochet: Devant l’effondrement. Essai de collapsologie, Les
Liens qui Libèrent, París, 2019.
- 6.
Y. Cochet: «Un effondrement mondial va
arriver, j’en suis encore plus sûr» en Midilibre.fr,
23/4/2020.
- 7.
Y. Cochet: Devant l’effondrement, cit., p. 123.
- 8.
C. Hamilton: Requiem pour l’espèce humaine, Presses de Sciences Po,
París, 2013, p. 9. [Hay edición en español: Réquiem
para una especie. Cambio climático: por qué nos resistimos a la verdad,
Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011].
- 9.
B. McKibben:
«How Extreme Weather Is Shrinking the Planet» en The New Yorker, 16/11/2018.
- 10.
P. Servigne: «Avec les mégafeux, le
projet moderne a trouvé plus fort que lui» en Reporterre,
9/1/2020.
- 11.
D. Wallace-Wells: El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento,
Debate, Barcelona, 2020.
- 12.
D.
Wallace-Wells: «The Coronavirus is a Preview of our Climate-Change Future»
en Intelligencer, 8/4/2020.
- 13.
Gaspard
d’Allens: «Comment Cyril Dion et Emmanuel Macron ont élaboré l’assemblée
citoyenne pour le climat» en Reporterre,
10/5/2019.
- 14.
Conglomerado multinacional francés
líder en el sector de la energía nuclear [n. del t.].
- 15.
É. Philippe:
«Face à l’effondrement, l’humanité est loin d’avoir dit son dernier mot»
en Huffpost, 2/12/2019.
- 16.
Frédéric Cazenave: «Derrière la
décroissance, de la gauche à la droite identitaire, une multitude de chapelles»
en Le Monde, 2/12/2018.
- 17.
R. Scranton:
«Learning How to Die in the Anthropocene» en The
Stone (blog), The New York Times,
10/11/2013.
- 18.
J. Ellul: Ce que je crois, Grasset,
París, 1987, p. 91.
- 19.
C. Taibo: Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo,
Los Libros de la Catarata, Madrid, 2016.
- 20.
John Brunner (1934-1995) es el autor de
cuatro novelas mayores ilustradas por los cuatro jinetes del apocalipsis del
mundo moderno, que tratan alternativamente de los efectos catastróficos de la
superpoblación, de la colusión entre Estado y mafia, de la polución y de las
tecnologías de la información: Todos sobre Zanzíbar (1968), Órbita inestable (1969), El rebaño ciego (1972) y El jinete de la onda del shock (1975).
- 21.
En orden cronológico: El huracán cósmico (1961), El mundo sumergido (1962), La sequía (1964), El
mundo de cristal (1966).
- 22.
W. Berry: The Unsettling of America: Culture and Agriculture [1977],
Counterpoint, Berkeley, 2015, p. 133.
- 23.
Entrevista en el programa Interdit
d’interdire, conducido por Frédéric Taddeï en RT France, 12/6/2019.
- 24.
Jonas Lum: «La non-violence, ‘une
résistance molle’ qui ne provoque pas de changement profond» en Reporterre, 10/1/2020.
- 25.
BAD, base autonome durable [base
autosuficiente sostenible], un concepto del survivalismo [n. del t.].
- 26.
Organización francesa de derechos de
los animales [N. del T.].
- 27.
M. Horkheimer: Éclipse de la raison, Payot, París, 1974, p. 10.
- 28.
U. Pörksen: Plastic
Words: The Tyranny of a Modular
Language, Penn State up, State College, 1995.
- 29.
Zone à defendre: zona por defender,
para referirse a una ocupación militante que pretende bloquear físicamente un
«proyecto de desarrollo» con consecuencias ambientales o sociales negativas y
da lugar a formas autónomas de organización [n. del e.].
- 30.
V. nota 25.
- 31.
Y. Cochet: Devant l’effondrement, cit., p. 229.
- 32.
Sobre este punto, v. Corinne Morel
Darleux: Plutôt couler en beauté que
flotter sans grâce, Libertalia, París, 2019.
- 33.
La primera parte de la obra Comment tout peut s’effondrer, de Servigne y Stevens,
está construida sobre esta imagen.
Este artículo es copia fiel del
publicado en la revista Nueva Sociedad 303, Enero
- Febrero 2023,
ISSN: 0251-3552
NUSO Nº 303 / ENERO - FEBRERO 2023
https://nuso.org/articulo/303-colapsologia-mutilacion-ecologia/
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