Existen numerosos indicios que alertan que de las cataratas de Iguazú
están en riesgo. El cambio climático y otras amenazas rondan su espectacular
ecosistema
De
pronto, hemos entrado en una suerte de cielo de agua. Un polvo de lluvia
inconmensurable nos envuelve, nos moja sin piedad, parece tragarnos pero con
cierta dulzura. Casi no se puede hablar, pues las palabras no salen, se hunden
en el infinito asombro y a la vez se bloquean por la furibunda fuerza del
trance. En medio de esa atmósfera mágica, un escurridizo arco iris ronda, se
mueve junto con nosotros, hace como si persiguiera a nuestros indefensos y
deslumbrados ojos.
No
estamos soñando, es real. Arriba, cerca de nosotros, se encuentra la Garganta
del Diablo, el salto de agua más grande del mundo, que desde una altura de 80
metros y formando un arco de 150, suelta una mole hídrica de más de 1.500
metros cúbicos por segundo; acá, abajo, estamos nosotros, pequeños e
insignificantes, envueltos en un salvavidas y montados sobre un heroico bote de
goma, que en un suspiro se ahogaría sin remedio en medio de esta nube
incontrolable.
El
drama del sube y baja
Este
es el epicentro de las inenarrables Cataratas del Iguazú, clavadas en la
frontera argentino-brasileña a lo largo de poco más de 2,5 kilómetros. Tiene un
aura demoledora, incluso intimidante, y al mismo tiempo produce una seducción
irresistible, a veces trágica.
En julio del año pasado, un turista, acaso ebrio
de fascinación, se arrojó al fondo de la garganta y se perdió trágicamente en
este pozo acuático sin fondo. No son esas, sin embargo, las únicas desgracias.
Desde
hace unos años, sobre este ecosistema planean amenazas diversas, humanas sobre
todo, y más precisamente climáticas. En los años 2006, 2009 y 2012, la
sequía que cayó como una plaga sobre la selva paranaense (el ecosistema que
alberga esta maravilla) convirtió la foto de las postales en un espanto. “No
sabíamos qué hacer en esos años”, cuenta Wenderson, un guía brasileño que
reside y trabaja en Foz do Iguaçú, una ciudad que vive literalmente de las
cataratas.
En los años 2006, 2009 y 2012, la sequía que cayó como una plaga sobre
la selva paranaense convirtió la foto de las postales en un espanto
En el
2006, por ejemplo, el caudal de las mismas bajó hasta el alarmante nivel de
sólo 350 metros cúbicos de agua por segundo, es decir cinco veces menos de lo
habitual. En el 2009, el registro fue de 480 litros. Podría no parecer mucho,
pero una rápida sumatoria —que se puede hacer frente al Salto Bossetti, ubicado
en el lado argentino, a tiro de vista de unas escaleras de piedra— significa
pasar de producir 1,7 millones de litros por segundo a solamente 480.000.
De
esos años datan las fotos en las que las prodigiosas cataratas aparecen secas y
desoladas, con apenas unos pálidos hilitos de agua, que no le robarían la
mirada a ningún visitante. Fueron los tiempos en que los tours se redujeron a
solo unos paseos en el simpático tren ecológico que se mete por los recovecos
de la selva y para en algunos lugares, donde los coatíes (Nasua nasua) pululan y hasta fastidian a la gente. En
ese momento, podían ser la principal atracción.
Porque
no había agua y prácticamente ninguno de los 275 saltos de las cataratas
exhibía su magia. Sorprendentemente, en el 2014 más bien
sobrevino una hiper crecida, que disparó el volumen de agua hasta los
alucinantes 46.300 litros por segundo, casi 30 veces más de lo normal. “En
cinco años el proceso se invirtió abruptamente”, comenta Lélia Valduga, una
fotógrafa brasileña que ha sido testigo de estos vaivenes que agobian a Iguazú,
su ecosistema y su gente.
Entonces,
por supuesto, tampoco se podía entrar, por precaución. En una fecha tan
reciente como diciembre del 2015, el acceso a la Garganta del Diablo por la
parte argentina también fue cerrado, debido a que el caudal alcanzó los 11.000
metros cúbicos por segundo. Meterse por la pasarela metálica de dos kilómetros
que conduce a este punto neurálgico, en medio de las aguas, podía ser suicida.
Hay, en suma, una montaña rusa lluviosa que no luce como normal.
¿Cambia,
todo cambia?
Un
tucán (Ramphastos toco) se posa en un árbol vecino a un
restaurante, a su vez vecino a un mirador desde donde se distinguen los saltos
llamados Las dos hermanas y San Martín. Este último se ubica frente a una isla
del mismo nombre; allí se filmó, en los 80, la película La Misión de Roland Joffé. Es curioso el momento:
hay un pequeño signo de modernidad, en el restaurante, y a la vez un fuerte
rumor natural, ofrecido por el bosque y el ruido de las cataratas.
Algo
de eso aparece como probable explicación del riesgo que comienza a perfilarse
sobre Iguazú. Según Guillermo Gil, especialista del Centro
de Investigaciones Ecológicas Subtropicales (CIES), “con
el cambio climático se pronostican períodos lluviosos y secos más intensos, así
como tormentas más extremas en precipitación y vientos”. En otras palabras: la
acción humana, y la potente pero riesgosa modernidad, estarían afectando este
paraíso.
La paulatina destrucción de este dispendioso ecosistema tiene siglos.
Solo que en las décadas recientes se acrecentó con la construcción de enormes
represas
Gil,
cuidadoso como todo científico, no se atreve a ser concluyente y sostiene que
no se han hecho, para la cuenca del río Iguazú (el que da origen a las
cataratas), modelos climáticos que permitan atisbar escenarios traumáticos.
Pero los indicios de que algo inquietante ocurre son altas: ese régimen de
lluvias alterado, esas imágenes deprimentes de los sobrecogedores saltos de
agua secos. Esa sensación de que, si un día desaparecen o decrecen, serán un
doloroso recuerdo.
Ya en 1997, antes de que la
preocupación climática cundiera a nivel global, el geólogo Carlos Aust, en su
libro Origen y Evolución de las Cataratas
del Iguazú, pronosticó que la Garganta del Diablo
retrocedería 30 metros en unos 80 años, que la isla San Martín dejaría de ser
tal y que, en conjunto, todo el abanico de saltos desaparecería. Todo ello
sería provocado por la continua erosión de las rocas que los acogen, por la
fuerza del agua y por el avance de la masa boscosa.
No
eran tiempos muy sensibles al calentamiento global, aunque había una
coincidencia entre esas predicciones catastróficas y las de hoy. La mano
humana, plasmada en persistentes actos de contaminación, o en la insistente
construcción de mega represas, tendría que ver con esa deriva preocupante.
Podría ponerle fin a todo este arco delicioso, sobrecogedor, de saltos de agua,
bosques, chorros imparables, que ahora nos salpican como si nos lanzaran sus
últimos abrazos.
Manuel
Marcelo Jaramillo, Director de Conservación y Desarrollo Sustentable de
la Fundación
Vida Silvestre, abona las preocupaciones con explicaciones más
puntuales. “La selva atlántica se ha reducido casi en un 90% a lo largo de los
años. Ese es el principal problema del Parque Nacional Iguazú [el área
protegida que alberga a las legendarias cataratas]”, afirma. Lo que hoy vemos,
en realidad, son fragmentos del bosque originario que era el hábitat de la
etnia guaraní.
La
paulatina destrucción de este dispendioso ecosistema tiene siglos. Solo que en
las décadas recientes se acrecentó con la construcción de enormes represas, por
lo menos cuatro en la cuenca del río Iguazú. Una de ellas es Baxo do Iguaçú,
que está aún en construcción y se ubica 70 kilómetros aguas arriba de las
cataratas, en el estado brasileño de Paraná. Mal cálculo: la propia UNESCO ha alertado al
gobierno de Dilma Rousseff sobre el inminente riesgo de este proyecto.
Rompiendo
el equilibrio
¿Cuál
es el problema? ¿No tienen derecho tanto los turistas de disfrutar de las
cataratas como las ciudades de la región de tener energía? No es tan simple. En
algún momento, cuando el avión se acerca a Foz do Iguaçú, si uno aguza el ojo,
puede darse cuenta de que, ciertamente, hay algo de alterado en este alucínate
lugar del planeta. Pueblos por allá, bosques por acá, ojos de agua, usinas,
represas; el impacto de la presencia humana es notorio y no lo apaga la
belleza.
Conviene
entender qué pasa, para que la experiencia de sumergirse en las cataratas no
termine en un simple trance colorido. “Al fragmentarse el bosque —explica
Jaramillo— la posibilidad de intercambio genético entre las especies se
perturba”. Una mariposa denominada Julia (Dryas Julia alciones),
verbigracia, necesita movimiento, posibilidades de mezclarse con otras de su
misma especie. Si su hábitat se reduce y la obliga a la endogamia se vuelve más
vulnerable.
Otro
tanto puede ocurrir con un yaguareté (Panthera onca),
llamado jaguar en la selva amazónica. Este gran felino, habitaal de estos
lares, necesita espacio, bosques para moverse, presas para cazar y sobrevivir.
Si la selva paranaense (parte la selva atlántica original a la que se refiere
Jaramillo) que envuelve a Iguazú —a las cataratas y su entorno— se cierra, su
vida misma está en riesgo, Por acá, los hay, pero es difícil divisarlos; tal
vez porque no quieren ni vernos.
Los científicos han alertado sobre otro elemento que literalmente hace
agua: el régimen hídrico. La impronta de las represas revoluciona, casi siempre
malamente, la dinámica los ríos
Los
científicos han alertado sobre otro elemento que literalmente hace agua: el
régimen hídrico. La impronta de las represas revoluciona, casi siempre
malamente, la dinámica los ríos, el ciclo hidrológico, el hábitat de los peces.
No es lo mismo el agua que corre que el agua estancada, capturada en un
espacio; esto, que parece una obviedad, resulta fundamental para comprender por
qué es delicado montar un gran embalse en medio de estos bosques de ensueño.
Pedazos
de selva, ríos alterados, especies que se ven confinadas. Encima de eso, el
calentamiento global de la Tierra, un riesgo que, como apunta Jaramillo, “es
poco serio desatender”. Las víctimas de todo esto no han sido solo las
cataratas sino, también, especies como el yacaré (Caiman yacare),
que según los estudios del biólogo Agustín Solari, ha visto afectada sus
población debido a que los ejemplares jóvenes no sobreviven fácilmente a las
crecidas.
La
intervención humana ocasiona todo este juego de dominó perverso que, no
obstante, es bastante evitable. Según la Fundación Vida Silvestre, la única
manera de conseguir energía no son las mega represas; estas se pueden combinar
con energías renovables. El ahorro energético, a su vez, es vital para que
todos estos parajes impresionantes se mantengan. Aun cuando parezca extraño,
hay una línea que conecta cualquier enchufe eléctrico con las fantásticas cataratas.
Allá
en el fondo…
Ahora
veo la Garganta del Diablo desde arriba, seguro y asomado desde un mirador de
madera, no desde abajo y como un mosquito humano desvalido, impotente ante este
gigantesco nudo de saltos de agua. Varios vencejos de cascada (Cypseloides senex) dan vueltas, ágiles y felices, en
medio de las turbulencias. Nuevamente un arco iris irrumpe y se cruza,
mágicamente, con el vuelo de estas aves espectacularmente libres. No, no es un
delirio: la acuarela natural existe.
Un
ruido demoledor pone la música de fondo y desde el fondo, mientras recuerdo la
sugerencia de Jaramillo: cuando se visita Iguazú, “se está visitando un parque
nacional”, no sólo un lugar bonito. Se está entrando en un área protegida, en
un ecosistema que necesita ser conservado, además de admirado. Ocurre que esta
masa de espuma y vida, esta bendición planetaria, está en riesgo; quizás no
dure de aquí a la eternidad, aunque hoy parezca que nos aproxima al cielo…
Foto: Este es el salto de agua más grande del mundo, que desde una altura de 80 metros suelta una mole hídrica de más de 1.500 metros cúbicos por segundo. RULO BREGAGNOLO
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