El marxismo no da una
respuesta adecuada a todos los problemas de la humanidad, pero es preciso
reconocer que Karl Marx y Friedrich Engels no eran tan ciegos frente a los
aspectos ecológicos como se suele creer hoy en día. En el bicentenario de su
nacimiento vale la pena volver sobre sus percepciones acerca de la naturaleza y
los riesgos del crecimiento.
Cuando hoy se plantea si es
posible desarrollar un conocimiento ecológico más profundo de la economía, la
política y la vida sobre la base del pensamiento marxista, la mayoría de las
respuestas muestran una falta de comprensión al respecto: según lo expresado,
la experiencia pasada de la Unión Soviética y de los países del COMECON
(Consejo de Ayuda Mutua Económica) y la situación actual en China permiten ver
con suficiente claridad que el productivismo marxista genera una destrucción
ambiental mucho peor que la del capitalismo occidental, que en cualquier caso
está sujeto a una contención democrática e impulsa así una innovación más
eficiente desde el punto de vista ambiental. Suele agregarse que Marx concebía
el desarrollo libre de las fuerzas productivas como sinónimo de progreso, lo
que allanó el camino a la más brutal destrucción del medio ambiente en los
países alineados dentro del "socialismo real".
No cabe duda de que la destrucción
ambiental en las regiones industrializadas y la falta de comprensión sobre la
problemática ecológica en la clase política de los países con gobiernos
comunistas superaron en la mayoría de los casos todo lo que hubo que lamentar
en tal sentido en el marco capitalista europeo y norteamericano. La afirmación
de que en materia de desarrollo histórico se estaba un paso por delante de
Occidente, sostenida una y otra vez por los líderes socialistas, era otra
farsa. ¿A qué se debe en realidad esta situación? ¿A que la teoría de Marx
carece de toda sensibilidad por la problemática ecológica o, más bien, a que
los sistemas dictatoriales implantados en su nombre no conocían una sociedad
civil libre y evitaban de antemano la articulación de cuestiones ambientales?
Incluso quienes piensan, como yo,
que el marxismo no da una respuesta adecuada a todos los problemas de la
humanidad, deben reconocer que indudablemente Karl Marx y Friedrich Engels no
eran tan ciegos frente a los aspectos ecológicos como se suele creer hoy. Lo
que ocurre, en realidad, es que –salvo unas pocas excepciones– la Internacional
Comunista y la socialdemocracia transmitieron a medias tanto la complicada
concepción hegeliana de la historia propuesta por Marx como las sutilezas de su
materialismo dialéctico, especialmente en lo que respecta a nociones centrales
como «desarrollo de las fuerzas productivas«, «metabolismo entre el ser humano
y la naturaleza» y «superación de la alienación».
A lo sumo hoy se conoce el
siguiente pasaje de Dialéctica
de la naturaleza, obra póstuma de Friedrich Engels y un círculo de
intelectuales: «Sin embargo, no nos dejemos llevar por el entusiasmo ante
nuestras victorias sobre la naturaleza. Después de cada una de esas victorias,
la naturaleza se venga. Bien es verdad que las primeras consecuencias de esas
victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer lugar
aparecen unas consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y que, a
menudo, anulan las primeras. Los hombres que en la Mesopotamia, Grecia, Asia Menor
y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera
podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y
reserva de humedad, estaban sentando las bases de la actual aridez de esas
tierras».
Karl Marx compartía esta visión.
Así lo demuestran numerosas observaciones de su principal obra, El capital, que generalmente
son omitidas por sus adeptos. Marx tenía muy claro que las mismas fuerzas
productivas cuyo desarrollo tumultuoso él alababa como avance histórico del
capitalismo también pueden convertirse en fuerzas
destructivas; y que eso suele ocurrir bajo las condiciones
capitalistas, tanto para la naturaleza humana como para la extrahumana. Vale
mencionar en este caso algunos ejemplos: «El predominio cada vez mayor de la
población urbana que la producción capitalista acumula en grandes centros (...)
perturba el metabolismo entre el ser humano y la tierra, es decir, el retorno
al suelo de sus elementos constitutivos que han sido consumidos por el ser humano
bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es condición natural
eterna de la fertilidad permanente del suelo. Con ello destruye, al mismo
tiempo, la salud física de los obreros urbanos y la vida intelectual de los
trabajadores rurales».
Por su parte, el tercer tomo de El capital señala: «Ni
siquiera toda una sociedad (...) es más, todas las sociedades contemporáneas
reunidas, son propietarias de la tierra. Solo son sus poseedoras, sus
usufructuarias, y deben legarla mejorada, como boni patres familias (...) a las
generaciones venideras». En los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844, Marx destaca aún más el vínculo
existente entre el ser humano y la naturaleza: «La naturaleza es el cuerpo inorgánico del
hombre, es decir, la naturaleza en cuanto no es ella misma el cuerpo humano. El
hombre vive de la naturaleza;
esto quiere decir que la naturaleza es su cuerpo,
con el que debe permanecer en un proceso continuo, a fin de no perecer. El
hecho de que la vida física y espiritual del hombre dependa de la naturaleza no
significa otra cosa sino que la naturaleza se relaciona consigo misma, ya que
el hombre es una parte de la naturaleza».
El reciclaje, como perspectiva de
una economía circular que pone fin al derroche y la destrucción de los recursos
naturales, es una idea que solo aparece en las últimas plataformas
programáticas de la socialdemocracia y que recién en ciertos ámbitos va
encontrando de manera gradual una aplicación práctica. Sin embargo, las
reflexiones de Marx sobre el metabolismo entre el ser humano y la naturaleza ya
abordan esa temática desde lo sustancial (¡y en parte incluso desde la
palabra!). En tal sentido, los proyectos políticos ecosocialistas –como los que
conocemos, por ejemplo, de Carl Amery, Iring Fetscher y últimamente también de
autores estadounidenses como James O’Connor, Paul Burkett o John Bellamy
Foster– pueden ser considerados perfectamente como una evolución genuina de los
enfoques marxistas. Y sin duda son más realistas que los conceptos del
«crecimiento verde». Dado que estos siempre presuponen la dinámica de
crecimiento capitalista como condición de la política ecológica, desembocan en
pequeñas y ocasionales mejoras ambientales, pero en suma y en definitiva siguen
promoviendo la destrucción de la ecosfera, sobre todo en la periferia del
sistema mundial capitalista, es decir, en el Sur global.
En sus «Glosas marginales» al
Programa de Gotha del Partido Socialista Obrero de Alemania de 1875, Marx
critica duramente la ingenua omisión de la naturaleza por parte de los socialdemócratas.
En un tono idealizador del trabajo, habitual en aquel momento, la primera frase
del Programa ya señalaba: «El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda
cultura». «No –escribe Marx– El trabajo no
es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es
la fuente de los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la
riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la
manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre». Por
lo tanto, cuando Engels pronunció el discurso ante la tumba de Marx y lo
comparó con Charles Darwin al afirmar que había descubierto la ley del
desarrollo de la historia humana, podía estar seguro de que interpretaba el
sentido de su amigo fallecido.
¿Por qué entonces, al igual que
los más obtusos fetichistas del crecimiento del capital internacional y durante
tanto tiempo, los movimientos políticos reivindicatorios de Marx fueron tan
insensibles frente a los temas ambientales, incluida la irresponsabilidad
básica de tecnologías como la energía nuclear? Yo creo que eso se vincula sobre
todo con la teoría dialéctica de la historia, que Marx toma de Georg Wilhelm
Friedrich Hegel. Marx subraya una y otra vez que la liberación y la
autosuperación del proletariado solo serán posibles cuando el modo de
producción capitalista se haya extendido a lo largo del planeta entero con
todos sus efectos destructivos. En su libro Vom
Wohlfahrtsstaat zur neuen Lebensqualität [Del Estado de bienestar a la
nueva calidad de vida], publicado en 1982, Iring Fetscher escribe:
«Aunque Marx –y Engels– veían con muy buenos ojos el progreso del modo de
producción capitalista y su 'rol civilizatorio', nunca dejaron de considerar y
analizar sus efectos dañinos. Evidentemente estaban convencidos de que la humanidad
debía atravesar esa alienación y pauperización extremas para poder acceder al
fin, en una formación social superior, a todos los avances de la ciencia y la
tecnología. La principal singularidad de la concepción histórica de Marx y
Engels radicaba en esta disposición a aceptar la dialéctica del desarrollo».
La idea de que únicamente a partir
de la más profunda alienación puede surgir lo nuevo y redentor constituye un
esquema de pensamiento que, de hecho, recuerda a la dialéctica cristiana de la
muerte en la cruz y la resurrección. Es esta convicción metafísica de la
historia la que ha inducido reiteradamente al marxismo a ver la progresiva
destrucción industrial de la biosfera como un componente necesario del gran
proceso de avance o incluso, como ocurrió en la Unión Soviética y los países
situados bajo su órbita, a organizarla como una fase de transición inevitable
dentro de la competencia entre los sistemas. Como se ha demostrado, Marx y
Engels ya tenían ante sí evidencias históricas fehacientes de que los daños
causados por el ser humano a la naturaleza (extrahumana) pueden ser
irreparables.
Hoy disponemos de una enorme cantidad de conocimientos
científicos que nos indican que el daño a la biosfera presenta puntos de
inflexión, más allá de los cuales resulta casi imposible sostener a largo plazo
la vida humana en la Tierra.
Marx predijo el colapso definitivo
del sistema capitalista. Este quizás no sea provocado por su inherente y
efectiva tendencia a generar crisis de sobreproducción y estallidos de burbujas
especulativas, que bajo las condiciones actuales de la globalización pueden
adquirir una tremenda magnitud; quizás la amenaza esté relacionada, más bien,
con la capacidad de resistencia de la biosfera y la gran masa de personas
marginadas, que impone una barrera infranqueable al capitalismo con su impulso
irrefrenable hacia el crecimiento.
Hoy observamos cada vez más que la
externalización de las consecuencias destructivas de nuestro avance (véase al
respecto un libro de Stephan Lessenich: Neben
uns die Sintflut [Junto a nosotros el diluvio]) se topa con un
límite y que los estragos causados por el Norte rico en el Sur global revelan
un efecto «boomerang», como demuestran el calentamiento del planeta o los
flujos de poblaciones desplazadas. Pero si no se registra un cambio global
profundo en el modo de producción y el estilo de vida antes de alcanzar ese
límite, antes de alcanzar puntos de inflexión en más ámbitos de la naturaleza,
es muy probable que surjan guerras brutales que disputen los cada vez más
escasos recursos naturales y aceleren el proceso de destrucción. Y no se puede
descartar en absoluto que sean guerras con armas nucleares, que hoy ya no están
en manos de apenas dos potencias, como ocurría en la época de la Guerra Fría,
sino de nueve países, que posiblemente pronto se conviertan en diez y más. Esto
significa que ahora, a partir de una cierta magnitud e intensidad, los efectos
destructivos concomitantes con el proceso capitalista de crecimiento y progreso
no deben interpretarse en el mero sentido de un análisis dialéctico de la
historia, como fase de transición inevitable en pos de la gran liberación.
Debido al calentamiento del
planeta y a la amenaza de un cambio en el sistema terrestre, es decir, a la
presencia de un punto de inflexión en las condiciones ambientales globales (por
ejemplo, debido a la probabilidad de que haya guerras nucleares), ya no podemos
esperar a que la más profunda destrucción y alienación de lugar a un género
humano nuevo, más sensato y pacífico, capaz de iniciar una primavera amplia y
duradera.
Si queremos preservar las
condiciones naturales de la vida humana en la Tierra, debemos abogar ya –bajo
las condiciones del capitalismo global– por un cambio radical en el modo de
producción y en nuestro estilo de vida occidental. A todos les debe quedar
claro que no evitaremos la lucha contra el capitalismo mundial. En efecto, si
queremos llevar a cabo una política ecológica de manera seria, debemos ser
anticapitalistas. Para ello, podemos adherir sin duda en muchos aspectos a la
tradición del pensamiento marxista. Pero no debemos hacernos cargo de la
metafísica dialéctica de la historia profesada por Marx y Engels, porque
despierta falsas y peligrosas expectativas, y podría inducir a generaciones
enteras a sacrificarse por la vaga promesa de una lejana liberación.
Por Johano Strasser
Nueva Sociedad, Julio 2018
La versión original de este
artículo se publicó en Neue Gesellschaft Frankfurter Hefte10/2017, con el título «Gibt es einen grünen Marx?».Traducción:
Mariano Grynszpan.
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