La piratería se
asocia normalmente con las disputas entre potencias hegemónicas europeas de los
siglos 16 y 17. Corsarios, bucaneros y piratas, algunos actuando como forajidos
(piratas), otros financiados por estados o empresas (corsarios), atacaban por
sorpresa a navíos de potencias adversarias para saquear sus cargas, en su mayor
parte provenientes a su vez del saqueo de países de América Latina, Asia y
África.
Por bio-piratería se entiende en la actualidad el
saqueo de recursos biológicos y genético de los mismos países de América
Latina, Asia y África, ahora llamados países en desarrollo. Su objetivo
es la privatización de recursos biológicos públicos o colectivos y su
apropiación por parte de empresas o instituciones del norte industrializado.
Las víctimas son principalmente los países más ricos en biodiversidad, países
tropicales en desarrollo saturados de pobreza y sometidos por la dependencia
económica y tecnológica.
Entre los países mega-diversos del mundo se destacan
Brasil, Colombia, Venezuela, Indonesia, Malasia, India, Sur África y Congo. La
biodiversidad se encuentra estrechamente vinculada principalmente a las selvas
naturales del trópico, aunque florezca también en bosques de montaña, páramos,
sabanas, humedales y manglares.
Los usurpadores son principalmente empresas
transnacionales de países industrializados, en particular las dedicadas al
comercio de fármacos, alimentos y productos químicos. El auge actual de la
biopiratería ha recibido un poderoso impulso adicional como consecuencia del
vertiginoso desarrollo de la bio-tecnología, la nano-tecnología, la robótica y
la creación de formas artificiales de vida: la biología sintética. Los
usurpadores intervienen directamente o a través de empresas locales, gobiernos,
instituciones científicas, académicas, jardines botánicos, organizaciones
humanitarias, religiosas o ambientalistas, algunas veces en secreto, otras
veces con un despliegue de apoyo mediático. Entre las empresas más destacadas
se encuentran Bayer, Pfizer, DuPont, Monsanto, Syngenta, Merck, Phystera,
Searle, Dow, Elanco, Nestle, Nordisk y Avon.
Esta nefasta actividad se encuentra estrechamente
vinculada no sólo a intereses económicos, sino a objetivos estratégicos de los
gobiernos de los países de donde provienen estas transnacionales, casi todas de
los países que conforman el G7: Estados Unidos, Canadá, Alemania, Reino Unido,
Francia, Italia y Japón.
El despojo incluye la apropiación de semillas y de
conocimientos ancestrales de las comunidades indígenas sobre plantas y animales
para su aprovechamiento con fines alimentarios, medicinales o mágicos.
Frecuentemente estos recursos se encuentran vinculados a los bosques tropicales
del planeta, donde coincide la diversidad biológica con la diversidad cultural.
Aproximadamente la mitad de estos bosques se encuentran en América Latina,
particularmente en la Amazonia y la Orinoquia suramericana, exuberantes en
diversidad genética y matizados por multiplicidad de expresiones culturales.
Los países y pueblos indígenas suramericanos se
encuentran prácticamente indefensos ante la expropiación incontrolada de sus
riquezas y conocimientos, particularmente por la inusitada frecuencia con que
se evidencia la complicidad de sus propios gobernantes.
Para legalizar la usurpación se procede al registro de
patentes en países industrializados, patentes que son luego protegidas por
convenios multinacionales sobre derechos de propiedad intelectual, a su vez
impuestos por los países y empresas usurpadoras al resto del mundo.
Los países industrializados de Norteamérica y Europa
son, en la actualidad, lamentablemente pobres en recursos genéticos,
consecuencia de las prácticas depredadoras y destructivas de recursos naturales
características de sus modelos de desarrollo. Más del 75% de los recursos genéticos
remanentes se encuentra en los países en desarrollo, particularmente en los
localizados en la franja tropical del planeta.
La humanidad se encuentra a la vez en una etapa de
transición de la época de la electrónica a la época de la genética. Avances
científicos y tecnológicos han abierto las puertas a la creación de nuevas
formas de vida, a la biología sintética, a la creación de híbridos ensamblando
componentes biológicos y sintéticos, así como a modificaciones de seres vivos,
incluyendo a los humanos, a través de la ingeniería genética, en principio con
la intención de ‘mejorarlos’. Hemos descifrado el código bioquímico que
utiliza la naturaleza para las heliografías genéticas de diferentes formas de
vida, para moldear las características de cada criatura viviente.
Las instrucciones genéticas de todos los seres vivos,
desde el virus más pequeño hasta el mamífero más grande, se transmiten a través
de ácido desoxirribonucleico, el ADN: un par de espirales, unidas a la manera
de una escalera de caracol, por travesaños llamados nucleótidos. Podemos
hoy alterar la molécula de ADN, no sólo para modificar el código genético de la
multiplicidad de formas de vida existentes, sino para crear nuevas formas de
vida.
En un eco-sistema, la diversidad se refiere al número
de diferentes especies o nichos ecológicos que lo conforman. A nivel de
especie, la diversidad se refiere a la variación genética en la población.
Entre mayor sea la variación en las secuencias de ADN, mayor será la
posibilidad de que alguno de esos genes supere amenazas como enfermedades, o
facilite la adaptación a cambios ambientales.
La diversidad genética de cualquier especie, su rasgo
más importante de sobrevivencia, está asegurada por la forma aparentemente
impredecible en la que los genes individuales en cada cromosoma se incorporan a
la formación de nuevas parejas de genes. Mediante el desconcertante proceso de cruzamiento,
los genes se desplazan de una posición en el genoma a otra formando nuevas
parejas y provocando una explosión de crecimiento que finalmente concluye en un
nuevo individuo. Este asombroso proceso es el mismo para un lagarto, un pájaro,
una ballena, un jaguar o un humano. Casi la mitad de nuestras secuencias de ADN
están formadas por genes saltarines, o transposones.
Hemos irrumpido con apresuramiento en un sistema que
ha evolucionado cuidadosamente a lo largo de miles de millones de años,
transmitiendo de generación en generación, a través de milenios, la información
genética que ha permitido sobrevivir y evolucionar a toda forma de vida sobre
el planeta. Las consecuencias son impredecibles, especialmente ante la falta de
directrices para regular esta peligrosa manipulación de los códigos genéticos
fundamentales de la vida misma.
Hemos también aprendido a evadir el método sistemático
de la naturaleza para seleccionar los genes más adecuados para la
sobrevivencia.
El genetista norteamericano Hermann Muller, premio
Nobel de medicina en 1946, justo después de la Segunda Guerra Mundial, propuso “ayudar
a la naturaleza a evitar errores genéticos totalmente indeseables, los que
producen seres inferiores o deformes, mentes retrasadas, o seres propensos a
enfermedades debilitantes o mortales. Estos son rasgos que actualmente
perpetuamos con cuidados médicos y quirúrgicos modernos, con servicios
avanzados de sanidad, dietas, medidas de protección social y nuestra llamada
‘compasión’. Mantenemos con vida a los enclenques genéticos, permitiendo que se
reproduzcan y que transmitan a la siguiente generación rasgos que la
naturaleza, con su inherente sabiduría biológica, hubiera eliminado, matando a
sus poseedores mucho antes de que alcanzaran la edad de la reproducción.
Tenemos un punto de vista más blando y corto que el de la naturaleza”. La similitud con los postulados de Adolf
Hitler no es sólo coincidencia.
Ya son comunes los seres
genéticamente modificados en la agricultura industrial y en la cría de
animales, en la manipulación de bacterias, microbios y otros microorganismos
con fines farmacológicos o como armas biológicas ‘mejoradas’, más
letales. Son también cada vez más frecuentes los experimentos con la manipulación
genética de seres humanos, una macabra competencia por ‘mejorar’ a la
especie humana, por nuevamente desarrollar un ‘superhombre’.
En este contexto, el
patrimonio genético de los países tropicales, en particular el de los países
amazónicos, es una de sus principales riquezas estratégicas, con pronunciadas
potencialidades económicas y políticas. No debe así sorprendernos que se haya
desatado una poderosa y muy bien articulada estrategia, por parte de los países
más poderosos y sus empresas transnacionales, para apoderarse de esta fabulosa
riqueza natural.
Empresas multinacionales
como Monsanto, Syngenta y Bayer compiten ferozmente por patentar
cualquier forma de vida o recurso genético que les sea permitido, normalmente
despojando de derechos a sus legítimos propietarios. Esto incluye patentes
sobre plantas, animales, procesos biológicos y registros genéticos naturales,
incluyendo fracciones genéticas de seres humanos. La cacareada defensa de los
derechos humanos es convenientemente ignorada cuando se trata de defender las
ambiciones de corporaciones transnacionales.
Las aspiraciones de
transnacionales y países industrializados por el acceso irrestricto y eventual
control de los recursos genéticos de los países en desarrollo es una vieja
aspiración, canalizada a través de la FAO (Organización de Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación) durante las décadas de los 60, 70 y
80 en su prolongado intento por definir jurídicamente a los recursos genéticos
como “patrimonio de la humanidad”. Liderados por Estados Unidos,
insistieron inclusive en decretar a la Amazonía misma como “patrimonio de la
humanidad”. Algunos países rebeldes del Sur tuvieron la osadía de sugerir
que primero se decretara como patrimonio de la humanidad al conocimiento
científico y tecnológico.
Al Gore, entonces senador y
luego vice-presidente de Estados Unidos, declaró en 1989: “El Amazonas no le
pertenece a Brasil. Nos pertenece a todos”. En realidad, en Brasil se
encuentra el 60% del territorio Amazonas, aguas abajo de los países andinos y
por consiguiente más vulnerable, no sólo a lo que ocurra en su propio
territorio, sino a lo que ocurra en sus países vecinos.
Las sorpresivas políticas
anunciadas recientemente por el nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en
cuanto a la apertura de la Amazonía brasileira a la explotación agrícola y
minera, así como la revisión de las figuras de protección a territorios
indígenas y áreas de conservación, han reavivado las iniciativas por declarar
al Amazonas como “patrimonio de la humanidad”. Las política de Bolsonaro
pueden efectivamente desembocar en una destrucción catastrófica de
biodiversidad, acompañada de aumentos significativos en emisiones de gases de
efecto invernadero, pérdidas de fuentes de agua, afectaciones a los patrones de
las lluvias en amplios sectores del trópico americano y a una severa
degradación de los patrones de vida de múltiples comunidades indígenas. Brasil
ya perdió una quinta parte de su selva Amazónica. La posible destrucción de
otra quinta parte podría desestabilizar el ya precario equilibrio ecológico
global, amenazando la sobrevivencia misma de la humanidad.
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