En cada filete que
masticamos, los animalistas ven a un ser que quería vivir. Su lucha ya está
colisionando con la industria cárnica, los cazadores y los ritos de judíos y
musulmanes
El animalismo ya no
es marginal. De ser considerado casi como una broma, su defensa de los derechos
de los animales está ya entrando en colisión con los intereses de cazadores, empleados de mataderos o ritos religiosos. Filósofos de
renombre lideran la conversación sobre la materia. Pero ¿qué defienden? ¿Qué
cambio promueven?
Los animalistas creen
que los animales del planeta cuentan como individuos equiparables a nosotros.
Así de simple y de complejo. Para ellos, no son una parte más del ecosistema,
como creen los ecologistas. Consideran que deberíamos tratar a nuestros
compañeros en la Tierra bajo las normas que merecen todos los
seres sintientes. Sin embargo, lo que ven diariamente es justo lo
contrario. Personas que dicen adorar a los animales, que hacen clic en las
noticias que cuentan historias sobre estos, que tienen mascotas a las que
cuidan hasta el ridículo y después desayunan una tostada con jamón york, visten
zapatos de piel y cenan tortilla francesa.
Esa “hipocresía”
—seres amantes de los animales a la par que devoradores de estos— se les hace
insoportable. Es, opinan, como si consideráramos que los seres que utilizamos
en nuestro beneficio habitaran una realidad paralela. “Algo nos impide reparar
en el hecho evidente de que, en realidad, no existen esos dos mundos
separados”, escribe el filósofo Óscar Horta en su libro Un paso adelante en defensa de los animales(Plaza y
Valdés, 2017). La gran mayoría de la gente no tiene conciencia de la historia
del filete que saborea. El trato que damos a los animales es, en su opinión, de
sumisión total. Y terrible. El ejemplo más claro lo hallamos en la vida de los
pollos o cerdos criados en granjas intensivas para producir alimento a escala
industrial. Para poder abaratar el coste al cual se vende la carne y obtener un
beneficio, hemos desarrollado un sistema de crianza que, a sus ojos, supone una
tortura en cada paso: nada más salir del cascarón, los pollitos machos son gaseados porque, como
no ponen huevos, no resultan rentables. A los lechones
recién nacidos, si se han librado de pasar por el matadero para su consumo, los
arrancamos de sus madres y los hacinamos en naves donde, muchas veces, los privamos de la luz del sol. Antes habremos
mutilado (a menudo sin anestesia) partes de su cuerpo (el rabo, el pico, los
testículos) para que no se hagan daño por el roce con el resto y también para
evitar prontos de canibalismo. A las cerdas preñadas las encerramos en jaulas
individuales (camisa de parto, en su nombre técnico) para que no dañen a sus
fetos primero y luego para que no los aplasten una vez nacidos (y evitar la
consiguiente pérdida económica).
Finalmente, cuando alcanzan el peso idóneo
para su consumo, los sacrificamos, privándolos de años de vida. A los cerdos
los solemos matar cuando cumplen los seis meses, cuando podrían llegar a vivir
hasta 15 años.
El hombre siempre
ha consumido animales, pero no fue hasta los años sesenta cuando la mejora de
ingresos de las familias propició un aumento exponencial de la demanda de carne
y se industrializó su crianza. Cada minuto que pasa son sacrificados en el
mundo 117.000 pollos, 3.000 cerdos, 2.600 conejos, 1.100 vacas… Además de
cientos de miles de especies marinas. Los explotamos para nuestro propio
beneficio y, en opinión de los animalistas, porque nos creemos superiores al
resto de las especies. Somos especistas, sostienen, un rasgo extendido por todo
el planeta que equiparan con el racismo, el antisemitismo o el machismo. En sus
conversaciones, muchas veces comparan a los carnívoros con los nazis y sus
campos de exterminio.
Hay varias vías de
entrada al animalismo. Unos lo hacen tras ver alguno de los vídeos (muchas
veces con interpretaciones inexactas) grabados
por activistas de la causa. Otros, a través de alguno de los muchos documentales que se están
rodando sobre el asunto o tras percatarse de lo insostenible de nuestro sistema
alimentario: la ganadería industrial consume el 70% del agua potable del
planeta.
La empatía
desempeña un papel esencial para lograr que hagamos la conexión que nos ayuda a
ver al amigo animal que tenemos enfrente. Al escritor Charles Foster, británico y
cazador de toda la vida, la preocupación por el asunto le llegó pasada la cincuentena,
de la mano de la inquietud por su propia muerte. “Me di cuenta de que, si la
idea de mi desaparición era algo muy duro, también debía serlo la del resto de
seres”, cuenta por teléfono. Quiso llevar su empatía al extremo y durante
semanas durmió en un agujero en el campo y se alimentó con gusanos para
escribir Ser animal (Capitán Swing, 2018), en el que,
además de en tejón, se transforma en nutria, zorro, ciervo y vencejo. “Fue un
fracaso. Solo durante una fracción de segundo estuve cerca de sentir lo que
sienten. Pero vi claro que tiene difícil justificación el trato que les damos.
Dejé la caza y como carne en ocasiones excepcionales”.
Filósofos y
simpatizantes se enfrentan al problema de que debemos alimentar a un planeta
con cada vez más población. Para ellos, sustituir proteínas animales por otras
vegetales es perfectamente sano, como corrobora la
Academia de Nutrición y Dietética de EE UU, con más de 60.000 miembros. Los
animalistas son veganos o, como mínimo, vegetarianos. Procuran no dañar a los
animales. rechazan la caza, los espectáculos donde se utilizan animales
(toros, becerradas…), el uso de productos testados en animales o su sacrificio
(para alimentarse o elaborar artículos). Muchos se han esforzado por dejar de
comer productos derivados de los animales en un mundo rebosante de ellos porque
creen que no hacerlo supone seguir alimentando su cadena de sufrimiento.
Una de las primeras
personas que mejor explicaron por qué podemos comer carne fue la escritora y feminista estadounidense
Carol J. Adams —autora de La política sexual de la carne (Ochodoscuatro
Ediciones, 1990)—, que introdujo el concepto de “referente ausente”; en cada
plato de carne o pescado hay una ausencia, la muerte del animal, que mantiene
la “carne” separada de la idea de que lo que hay en nuestro plato fue una vez
un ser que quería vivir. Esa carne era un alguien y no un algo. Pasa igual
cuando compramos una camiseta por tres euros y olvidamos la más que probable
cadena de explotación que hay detrás.
Simpatizantes con
la causa animalista y otros que lo hacen para cuidar su salud están disminuyendo su consumo de carne. En España se ha
reducido de 50 a 47 kilos per capita entre
2016 y 2017. ¿Y si pasáramos todos a consumir huevos ecológicos y carne de
vacas criadas en libertad? ¿Se solucionaría el problema?
En Fellow Creatures: Our Obligations to the Other Animals (E.
Oxford, aún no traducido), la filósofa kantiana Christine Korsgaard, profesora
de Harvard, aborda el asunto. Tacha de falso
consuelo la premisa de que, si procuramos un buen trato a los animales, estaría
justificado comerlos, pues pende de la idea de que el valor de la vida humana
está por encima de la de los animales, cosa que rechaza con firmeza. En su
libro afirma que lo que hace especiales a los humanos no es que seamos esos
seres mimados por el universo cuyo destino importa mucho más que el del resto
de criaturas, que como nosotros también experimentan su propia existencia. Es
justamente lo contrario. “Lo que nos hace especiales es nuestra empatía”,
escribe, “que nos permite entender que otras criaturas sienten que son
importantes de la misma manera que nosotros lo sentimos, y el razonamiento que
nos permite extraer esta conclusión: todo animal debe ser entendido como un fin
en sí mismo cuyo destino importa, e importa de forma absoluta, si es que
creemos que algo importa”.
Carlos Buxadé,
catedrático emérito de la Universidad Politécnica de Madrid, especialista en
producción animal, resume la postura de muchos expertos del sector ganadero
respecto de los animalistas. Consideran que los defensores de los derechos de
los animales expresan emociones, pero no saben de lo que hablan. “La camisa de
parto se le pone a las cerdas para que estén tranquilas y no aplasten a los
lechones. En los modelos modernos sí pueden darse la vuelta.
Y para que una
gallina ponga 500 huevos en 100 semanas tiene que estar perfecta anatómica y
fisiológicamente. Aunque a nosotros nos parezca que viven muy hacinadas, no es
así. Es como cuando viajamos en Ryanair: una vez en el avión no sufres estrés.
Lo que no puedo es hacer algo que no es rentable. Tengo que mirar por mi
negocio”. El asunto del coste que eleva Buxadé no es baladí. El último Eurobarómetro sobre bienestar
animal, de 2016, corroboró la preocupación de los europeos por las condiciones
de vida de los animales de granja (un 75% consideró necesario mejorarlas), pero
el 90% también afirmó que no estaba dispuesto a pagar más por ello.
La preocupación por
el sufrimiento de los animales no estaba en el debate científico hasta que en
2012 hubo un punto de inflexión. El 7 de julio representantes de la élite
neurocientífica se reunieron para una jornada de conferencias en Cambridge —que
contó con Stephen Hawking como invitado de honor— y declararon que, al
contrario de lo pensado hasta el momento, los animales no humanos sí tienen
consciencia y, por tanto, se dan cuenta del daño que les infligimos. El
responsable de organizar la jornada fue uno de los ponentes, el canadiense
Philip Low, entonces de 32 años, que en aquella época estaba construyendo un
sistema de comunicación para Hawking en caso de que algún día se quedara
completamente paralizado. Low, que es vegetariano desde los 13 años y aquel 7
de julio decidió eliminar los huevos y la leche de su dieta, cuenta por correo
electrónico cómo lo vivió: “Me metí en mi coche y lloré lágrimas de alivio. Ya
no podremos decir que no lo sabíamos”. A pesar de que las investigaciones
recientes no han hecho sino reforzar la línea de Low (ahora sabemos que también
muchos peces son capaces de reconocerse ante un espejo), la declaración no ha
logrado acabar con un debate que recorre la propia comunidad científica:
pensamos que los animales sufren como los humanos cuando en realidad, dicen los
que son críticos con el animalismo, no es así.
Los lugares donde
más están creciendo estas ideas son América Latina y el sur de Europa. En
España, el partido que resume la dimensión política del animalismo es el
PACMA. El último barómetro del CIS, de febrero, le otorgaba una intención de
voto del 2,5%, aunque la dispersión de su electorado juega en su contra. El 60%
de sus apoyos está entre la gente de 18 a 35 años; es el partido con mayor
concentración de voto joven, afirma el analista político Antonio
Gutiérrez-Rubí. En el partido sí dan por hecho que en mayo obtendrán un
europarlamentario, que se sumaría, si los mantienen, a los de Holanda y
Alemania (2 de un total de 750 eurodiputados).
Los animalistas no
dudan de que los animales tienen derechos. La difícil tarea es lograr que se
aprueben. El debate ha entrado también en la esfera legal, aunque todavía
quedan por desarrollar normas que concreten su estatuto jurídico, como escriben
las abogadas expertas en derecho animal Cristina Bécaras y María González
en El Derecho de los animales (Marcial Pons). El año
pasado, la filósofa francesa Corine Pelluchon publicaba Manifiesto animalista, donde defendía que los
derechos de los animales tienen que entrar de una vez por todas en los
parlamentos. Y ya está ocurriendo en el ámbito regional. Hace unos días, el
Tribunal Superior de Castilla y León paralizaba la caza de forma cautelar por falta de
estudios científicos por parte de la Junta que justifiquen que ciertas especies
pueden ser capturadas sin que se amenace su supervivencia. Eso ha desatado la
ira de los cazadores de la región. Allí la caza tiene un impacto económico de
506 millones de euros.
Escocia ha aprobado que se
instalen circuitos cerrados de televisión en las áreas de los mataderos donde
haya animales vivos para garantizar los “estándares más altos de bienestar
animal”. La causa animalista entra en conflicto incluso con las religiones: en
Bélgica, dos de sus tres regiones (Flandes y Valonia) han dejado de conceder permisos especiales
para sacrificar a los animales según los ritos halal y kosher, en los que se
desangra a las reses sin que hayan sido aturdidas previamente, como estipulan
las leyes europeas.
Musulmanes y judíos creen que el aturdimiento tampoco es
ético y se sienten víctimas de una discriminación. “Creen que hay mucha
incoherencia”, sostiene la socióloga belga Caroline Sägesser, experta en
religiones. “Se preguntan por qué no prohibimos el foie. Sienten que somos injustos”.
La resistencia al
cambio es uno de los obstáculos que los animalistas tienen por delante. La
tarea es titánica, pero consideran que los animales que conviven con nosotros
sobre la Tierra lo merecen.
Foto: La nave de gestación de una granja de explotación animal en México. AITOR GARMENDIA
17 MAR 2019 - 16:41 CET EL PAIS
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