jueves, 14 de noviembre de 2019

Los miedos y los fines… del mundo - Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro

La crisis climática está actualizando viejas imágenes del «fin del mundo», mientras la especie humana pasa de ser un agente biológico a uno geológico, capaz de afectar el planeta. El espacio psicológico se va volviendo coextensivo con el espacio ecológico, pero asistimos, no obstante, a una enorme distancia entre nuestra capacidad (científica) de imaginar el fin del mundo y nuestra incapacidad (política) de imaginar el fin del capitalismo.

Recordando una antigua maldición china, se puede decir que realmente vivimos tiempos interesantes. Uno de los aspectos más interesantes de estos tiempos es, como se ha observado hasta el cansancio, su aceleración descontrolada. El tiempo está fuera de eje y marcha cada vez a mayor velocidad. «Las cosas cambiaron tan rápido que resultó difícil acompañarlas», constataba hace poco Bruno Latour en Face à Gaïa1. Se refería al estado del conocimiento científico respecto del problema2; pero, de un tiempo a esta parte, es el propio tiempo, como dimensión de la manifestación del cambio (el tiempo como «número del movimiento», como diría Aristóteles), el que parece estar no solo acelerándose, sino cambiando cualitativamente y «todo el tiempo». Prácticamente todo lo que puede ser dicho sobre la crisis climática se vuelve por definición anacrónico y desfasado; y todo lo que debe ser hecho al respecto es necesariamente muy poco y llega demasiado tarde: too little, too late. Esa inestabilidad metatemporal se conjuga con una súbita insuficiencia del mundo –recordemos el argumento de las cinco Tierras que serían necesarias para sustentar la extensión panhumana del nivel de consumo de energía de un ciudadano estadounidense promedio– y genera en todos nosotros algo así como la experiencia de una descomposición del tiempo (el fin) y del espacio (el mundo), y la sorprendente degradación de las dos grandes formas condicionantes de la sensibilidad al estatuto de formas condicionadas por la acción humana3. Este es uno de los sentidos, y no el menos importante, en que se puede decir que nuestro mundo está dejando de ser kantiano. Es curioso observar que todo sucede como si, de las que para Kant son las tres grandes ideas trascendentales, a saber, Dios, el Alma y el Mundo (objetos respectivamente de la teología, la psicología y la cosmología), estuviéramos asistiendo al derrumbe de la última idea; visto que Dios murió entre los siglos xviii y xix, el Alma un poco más tarde (su avatar semiempírico, el Hombre, tal vez haya resistido hasta mediados del siglo xx), solo quedaría el Mundo, por lo tanto, como el último y vacilante bastión de la metafísica4.

La historia humana ya conoció varias crisis, pero la así llamada «civilización global» –nombre arrogante para la economía capitalista basada en la tecnología de los combustibles fósiles– jamás enfrentó una amenaza como la presente. No estamos hablando solo del calentamiento global y de los cambios climáticos. En septiembre de 2009, la revista Nature publicó un número especial, coordinado por Johan Rockström, del Centro de Resiliencia de Estocolmo, en el que diversos científicos identificaron nueve procesos biofísicos del Sistema Tierra y buscaron establecer límites para esos procesos, límites cuya transgresión acarrearía alteraciones ambientales insoportables para distintas especies, la nuestra entre ellas: cambios climáticos, acidificación de los océanos, depleción del ozono estratosférico, uso de agua dulce, pérdida de biodiversidad, interferencia en los ciclos globales de nitrógeno y fósforo, cambio en el uso del suelo, polución química, tasa de aerosoles atmosféricos. 

Los autores advertían, a modo de conclusión, que «no podemos darnos el lujo de concentrar nuestros esfuerzos en ninguno de esos [procesos] aisladamente. Si un solo límite fuera traspasado, los otros también correrían serio riesgo». Sucede que, al menos según los autores, podríamos encontrarnos ya fuera de la zona de seguridad de tres de estos procesos –la tasa de pérdida de la biodiversidad, la interferencia humana en el ciclo del nitrógeno (la tasa con que el n2 es removido de la atmósfera y convertido en nitrógeno reactivo para uso humano, principalmente como fertilizante) y los cambios climáticos– y cerca del límite de otros tres –uso del agua dulce, cambio en el uso de la tierra y acidificación de los océanos5–.

«Gobernabilidad», «recursos», «servicios ambientales» 

Al margen de que no nos agrada el lenguaje gerencial que puntúa el texto, asociado además a la noción de «sustentabilidad» (para la que, diríamos de nuestra parte, vale la idea de que «puede ser un instrumento útil a escala local, pero es una ficción en escalas mayores»), no podemos dejar de llamar la atención sobre la naturalidad con que se mantiene la imagen dicotomizante de «lo local versus lo global», que es justamente uno de los aspectos más fuertemente cuestionados, en un sentido objetivo, por la crisis planetaria6. Sería lamentable si, una vez más, termináramos asistiendo a la reconstitución del dualismo naturaleza/cultura a través de los mismos gestos que lo denuncian como insubsistente, con los cientistas naturales hipnotizados por los «parámetros geofísicos» y equipados con una noción de «humanidad» vaga y de escasa eficacia política, mientras los cientistas sociales simplemente rebautizan como «justicia ambiental» a la perenne e inevitable lucha por los derechos de los desheredados de la Tierra, esto es, la «justicia social». Pero, como rezaba uno de los lemas de la campaña de fundación del Instituto Socioambiental (isa)7, «socioambiental se escribe todo junto». Nos parece necesario, en suma, entender la noción de ecología política como un pleonasmo meramente enfático, no como un compromiso conceptual híbrido, un «arreglo» entre una naturaleza y una cultura que, de esa forma, continuarían repartiendo las cartas, solo que ahora por debajo de la mesa. Pero tal vez estemos leyendo de modo excesivamente poco comprensivo el importante call to arms de Gisli Pálsson y sus colegas, y nos disculpamos si lo hemos comprendido mal.

Estamos, en suma, prestos a entrar –o ya entramos, y esta misma incerteza ilustra la experiencia de un caos temporal– en un régimen del Sistema Tierra que es completamente diferente de todo lo que conocemos. El futuro próximo en la escala de algunas pocas décadas no solo se vuelve imprevisible, sino también inimaginable por fuera del marco de la ficción científica o de las escatologías mesiánicas. Existen varios íconos impresionantes de ese fenómeno de aceleración de las alteraciones ambientales en una tasa perceptible en el intervalo de una o dos generaciones humanas, como los gráficos en forma de palo de hockey8 que muestran el aumento vertiginoso de diversos parámetros críticos –temperaturas medias globales, crecimiento poblacional, consumo de energía per cápita, tasa de extinción de especies, etc.– a partir de finales del siglo xix, o como la curva de Keeling, que describe la evolución de la tasa de concentración de co2 en la atmósfera desde 1960, la cual alcanzó por primera vez la marca de 400 ppm el día 9 de mayo de 20139. Por lo tanto, no se trata únicamente de la magnitud de los cambios en relación con algún valor de referencia (por ejemplo, los 280 ppm de co2 de antes de la Revolución Industrial), sino de su aceleración creciente; esto es, la intensificación de la variación y la consecuente pérdida de cualquier valor de referencia.

Vivimos en el tiempo de los puntos catastróficos y de la reversión de las curvas10. Récords de altas temperaturas son seguidos cada vez con mayor frecuencia por récords de bajas temperaturas, aunque la tendencia global sea a la alta. Casi a diario, se discute acerca de la velocidad del aumento en la concentración de co2 (lo que, por ejemplo, implica toda una discusión sobre la economía de los países emergentes); se discute la «sensibilidad» del Sistema Tierra y el consecuente grado de elevación en la temperatura global en función de la duplicación del co2 acumulado en el sistema. Por otro lado, la disminución global en el volumen de hielo no impide el aumento (¿provisorio?)11 de su extensión en algunas regiones del planeta, y se conjuga con el cambio en su consistencia, en su color y en su consecuente capacidad de reflejar la luz. ¿Cuál es la velocidad y la proporción de elevación del nivel del mar, y a qué se debe, por ejemplo, la misteriosa caída en la elevación global ocurrida entre 2010 y 201112? ¿Cómo dar cuenta del problema de la atribución? ¿Cómo hablar de desvío de la norma si la norma cambia cada año, si como única norma posible solo queda la anormalidad misma13? Más caliente o más frío, más seco o más húmedo, más o menos rápido, más o menos sensible, mayor o menor reflectividad, más claro o más oscuro. La inestabilidad afecta, al tiempo, las cantidades, las calidades, las mediciones mismas y las escalas en general, y corroe también al espacio. Lo local y lo global se yuxtaponen y se confunden: la elevación global del nivel del mar no se refleja de manera uniforme en su elevación local; los cambios climáticos son un fenómeno global, pero los eventos extremos inciden cada vez más en un punto diferente del planeta, lo que vuelve cada vez más difícil su previsión y la prevención de sus consecuencias. Todo lo que hacemos localmente tiene consecuencias sobre el clima global pero, por otro lado, nuestras pequeñas acciones individuales de mitigación parecen no surtir ningún efecto observable. En definitiva, estamos presos en un devenir-loco generalizado de las cualidades extensivas e intensivas que expresan el sistema biogeofísico de la Tierra. No es llamativo que algunos climatólogos ya se refieran al actual sistema climático como «la bestia del clima» (the climate beast)14.

Lo que todo esto sugiere es que esa aceleración del tiempo –y la correlativa compresión del espacio–, vista usualmente como una condición existencial y psicocultural de la época contemporánea, acabó por pasar, bajo una forma objetivamente paradójica, de la historia social a la historia biogeofísica. Se trata de ese pasaje que Dipesh Chakrabarty, en su pionero artículo «The Climate of History», describe como la transformación de nuestra especie de simple agente biológico en una fuerza geológica15. Este es el fenómeno más significativo del presente siglo: «la intrusión de Gaia», brusca y abrupta, en el horizonte de la historia humana, el sentido del retorno definitivo de una forma de trascendencia que creíamos haber trascendido, y que ahora reaparece más fuerte que nunca. La transformación de los humanos en fuerza geológica, es decir, en un fenómeno «objetivo», en un objeto «natural», en un «contexto» o «ambiente» condicionante, se paga con la intrusión de Gaia en el mundo humano, que le da al Sistema Tierra la forma amenazadora de un sujeto histórico, un agente político, una persona moral16. En una inversión irónica y mortífera (por su contradictoriedad recursiva) de la forma y del fondo, el ambientado se vuelve el ambiente (el «ambientante») y viceversa; se trata de la crisis, en efecto, de un cada vez más ambiguo ambiente, que ya no sabemos dónde está en relación con nosotros, ni nosotros en relación con él.

Esa súbita colisión de los humanos con la Tierra, la terrorífica comunicación de lo geopolítico con lo geofísico, contribuye de manera decisiva al desmoronamiento de la distinción que era fundamental para la episteme moderna: la distinción entre los órdenes cosmológico y antropológico, separados desde «siempre» (vale decir, desde por lo menos el siglo xvii) por una doble discontinuidad, de esencia y de escala. De un lado, la evolución de la especie, y del otro, la historia del capitalismo (a largo plazo, estaremos todos muertos); a fin de cuentas todo es termodinámica, pero es en la dinámica del mercado de acciones donde se hacen las cuentas que cuentan; la mecánica cuántica fluctúa en el corazón de la realidad, pero son las incertezas de la política parlamentaria las que movilizan nuestros corazones y nuestras mentes… en otras y pocas palabras, naturaleza y cultura17. Pero hete aquí que, una vez roto el techo que al mismo tiempo nos separaba y nos elevaba infinitamente por encima de la Naturaleza infinita «allá afuera», nos encontramos en el Antropoceno, la época en que la geología entró en resonancia geológica con la moral, tal como fuera anunciado por los célebres videntes Gilles Deleuze y Félix Guattari, 20 años antes de Paul Crutzen; esto, subrayamos, no moraliza la geología (la responsabilidad humana, la intencionalidad, el significado), pero sí geologiza la moral18. La bella estratificación sociocosmológica de la modernidad comienza a implosionar frente a nuestros ojos. Imaginábamos que el edificio podía apoyarse solo sobre su planta baja –la economía–, pero resulta que nos habíamos olvidado de los cimientos. Y el pánico sobreviene cuando se descubre que la última instancia de determinación era apenas la penúltima…

No es solo que la modernidad se globalizó, sino también que el globo se modernizó, y todo esto en un intervalo muy corto: «solo muy recientemente la distinción entre las historias humana y natural (...) comenzó a desmoronarse»19. La idea de que nuestra especie es de aparición reciente en el planeta, que la historia tal como la conocemos (agricultura, ciudades, escritura) es más reciente aún, y que el modo de vida industrial, basado en el uso intensivo de combustibles fósiles, se inició menos de un segundo atrás según el conteo del reloj evolutivo del Homo sapiens, parece conducir a la conclusión de que la humanidad misma es una catástrofe, un evento súbito y devastador en la historia del planeta, que desaparecerá mucho más rápidamente que los cambios que habrá suscitado en el régimen termodinámico y en el equilibrio biológico de la Tierra. En las narrativas de esa «historia profunda» que está siendo construida por historiadores, paleontólogos, climatólogos y geólogos20, los humanos desempeñan un papel crucial, al mismo tiempo que tardío y muy probablemente efímero.

Ciertamente, la finitud empírica de la especie es algo que la inmensa mayoría de las personas letradas aprendió a admitir, por lo menos, desde Darwin. Sabemos que «el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él», según la tan recordada y plagiada frase de Claude Lévi-Strauss. Pero cuando las escalas de la finitud colectiva y la finitud individual entran en una trayectoria de convergencia, esa verdad cognitiva se vuelve súbitamente una verdad afectiva difícil de administrar. Una cosa es saber que la Tierra e incluso todo el Universo desaparecerán de aquí a millones de años, o que –mucho antes de eso pero en un futuro aún indeterminado– la especie humana se extinguirá (por lo demás, este último saber es frecuentemente neutralizado por la esperanza de que «nos transformaremos en otra especie» –idea que carece de todo sentido preciso–); pero otra cosa muy diferente es imaginar la situación que el conocimiento científico actual coloca en el plano de las posibilidades inminentes: la de que las próximas generaciones (las generaciones próximas) tengan que sobrevivir en un medio empobrecido y sórdido, un desierto ecológico y un infierno sociológico. Una cosa, en otras palabras, es saber teóricamente que vamos a morir, pero otra es recibir de nuestro médico la noticia de que padecemos una enfermedad gravísima, con pruebas radiológicas y de diverso tipo frente a nuestros ojos.

Como observa Latour cuando, en Face à Gaïa, intenta caracterizar los diversos aspectos del sentimiento de «desconexión» que nos paraliza frente a los eventos actuales, nada está en la escala justa. No solo se trata, entonces, de una «crisis» en el tiempo y en el espacio, sino de una confusión feroz del tiempo y del espacio21. Este fenómeno de un colapso generalizado de las escalas espaciales y temporales (el interés contemporáneo por los fractales no parece ser accidental) anuncia el surgimiento de una continuidad o una convergencia crítica entre los ritmos de la naturaleza y de la cultura, señal de un inminente «cambio de fase» en la experiencia histórica humana. De este modo, nos vemos forzados a reconocer (una vez más la doble torsión levistraussiana) el advenimiento de otra continuidad, una «posterioridad» cuasi freudiana, o mejor, una continuidad por venir del presente moderno con el pasado no-moderno: una continuidad mitológica o, en otras palabras, cosmopolítica. Así, el tiempo histórico parece estar a punto de volver a entrar en resonancia con el tiempo meteorológico o «ecológico»22, pero ahora ya no en los términos arcaicos de los ritmos estacionales, sino por el contrario, en los tiempos de la disrupción de los ciclos y la irrupción de los cataclismos. El espacio psicológico se va volviendo coextensivo con el espacio ecológico, pero ahora ya no como control mágico del ambiente, sino como «el pánico frío» (Stengers) suscitado por la enorme distancia entre conocimiento científico e impotencia política, esto es, entre nuestra capacidad (científica) de imaginar el fin del mundo y nuestra incapacidad (política) de imaginar el fin del capitalismo, por evocar la tan citada boutade de Fredric Jameson. 

Aparentemente, entonces, no solo estamos al borde del retorno a una «condición premoderna» sino que también, frente al choque con Gaia, nos veremos todavía más desamparados de lo que lo estaba el así llamado «hombre primitivo» frente al poder de la Naturaleza, ya que al menos aquel «se encontraba protegido –y en cierta medida liberado– por el almohadón amortiguante de sus sueños»23. Nuestras pesadillas, por el contrario, nos aterrorizarían en plena vigilia… aunque la sensación de estar despiertos quizás sea solo una pesadilla más.

Deborah Danowski


Eduardo Viveiros de Castro

This is really happening /happening / happening.Thom Yorke


Nota: este artículo es un fragmento del libro ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines (Caja Negra, Buenos Aires, 2019). Traducción del inglés de Rodrigo Álvarez.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario