lunes, 19 de febrero de 2018

La ética de la sustentabilidad y la formulación de políticas de desarrollo - Guimarães, Roberto P.


Modernidad, medio ambiente y ética, las tensiones del nuevo paradigma de desarrollo Existen personas que lo único que quieren es tener un auto importado. Para mí, me basta con un Volkswagen Escarabajo, pues los autos son máquinas usadas para que la gente se pueda mover. Yo quiero, por eso mismo, tener el poder de comprar un auto importado, para tener el placer de no comprarlo… Rui Lopes Viana Filho, 16 años, Medalla de Oro, Olimpíada Internacional de Matemática. Contrariamente a aquello de lo que nos intentan convencer los curadores de la "posmodernidad", acercarse a la complejidad y a los valores que caracterizan a la sociedad de fines de milenio no requiere de conocimientos y capacidad de análisis altamente sofisticados. La sabiduría de saber afrontar las disyuntivas actuales sin perder la adecuada perspectiva ética y humana llega a sorprender por la profunda sencillez que suele manifestarse. Quizás sea por ello que a ese joven matemático no le hayan sido necesarias más que unas cuantas palabras para resumir la crisis actual y, al mismo tiempo, posicionarse ante ella. 


En efecto, las relaciones entre modernidad y medio ambiente constituyen las verdaderas tensiones provocadas por la trayectoria de la civilización occidental, aunque en un sentido más amplio que el empleado por Thomas Kuhn (1977) para designar la necesidad de un conocimiento convergente para superar la razón científica y trascender paradigmas vigentes. Modernidad y medio ambiente representan, pues, el resultado de una misma dinámica, el progresivo protagonismo del ser humano en relación a las superestructuras, a la par de la progresiva centralidad que asume replantearse las relaciones entre seres humanos y naturaleza. Ello, no obstante que la preocupación por el medio ambiente nos obligue a objetar tan profundamente la modernidad actual que este cuestionamiento lleve a instaurar los fundamentos mismos de un nuevo paradigma de desarrollo.

Si medio ambiente y modernidad se han nutrido de la misma fuente civilizatoria para llegar a constituir los verdaderos dilemas o desafíos del nuevo milenio, es el contenido valórico o la ética de esa crítica lo que funciona como la amalgama que confiere significado y dirección a esa "tensión". Como señala acertadamente Peter Taylor, así como el socialismo representó la resistencia anti-sistémica a la modernidad "industrial" hegemónica a mediados del siglo pasado construida por Inglaterra, el ambientalismo representa hoy la resistencia a la modernidad del "consumo" cien años más tarde, construida ahora bajo la hegemonía de los Estados Unidos (Taylor, 1997). Ambas dinámicas de resistencia sólo pudieron trascender como paradigmas de conocimiento y de acción política en la medida en que pudieron hacerse cargo de las opciones éticas que de éstas resultaban.

Como sintetiza muy bien Rui Lopes, el saber ubicar en su verdadera dimensión el rol de un auto en la sociedad (es decir, independientemente del status adicional por ser "importado") ya constituye, de por sí, un acto de extrema lucidez. Sin embargo, ejercer la potestad de optar por otra alternativa para satisfacer sus necesidades, además del poder social (moneda de canje en la modernidad del consumo), le confiere al ser humano el placer como individuo (medida de bienestar de una sociedad sustentable). En definitiva, se impone reconocer que el componente ético y de justicia social que caracteriza de una manera medular ambas opciones de resistencia a la modernidad se las hace también enlazadas en su carácter contra-sistémico respecto de la acumulación capitalista. Al propósito original del socialismo de anteponer un límite social a la racionalidad económica de la modernidad del siglo pasado, se añade ahora el límite eco-social a través del cual el ambientalismo antepone la biosfera a la lógica económica del mercado.

Quizás ésta no sea la oportunidad más adecuada para discutir las respectivas trayectorias de esos dos movimientos de resistencia. Aún así, corresponden un par de aclaraciones. Desde luego, si es correcto señalar que el socialismo ha sido superado por lo menos en sus manifestaciones "reales" modernas, esto no necesariamente implica idéntico e inexorable destino para el ambientalismo. El socialismo construido en el siglo XX respondía a una modernidad de cien años antes (la del "ciudadano"), a través de formas organizativas (partidistas) de ese entonces: modernidad ésta que fue sobrepasada por la modernidad contemporánea (la del "consumidor"). El ambientalismo, en cambio, no pretende constituirse como un movimiento político partidista o como una vía única y exclusiva de resistencia a la nueva modernidad -lo cual, dicho sea de paso, explica en buena medida el fracaso de los partidos verdes en general. Al plantearse como organizaciones de la sociedad civil que se dirigen al ser humano antes que al ciudadano o al consumidor, el ambientalismo aspira a mucho más que al poder. ¡Aspira, sencillamente, a cambiar la política misma! Tal como indica el lema del partido verde germano: "no estamos a la derecha ni a la izquierda; estamos simplemente adelante".

Por otro lado, las organizaciones no gubernamentales ambientalistas han logrado abrirse un espacio propio en el territorio hasta entonces dominado por las corporaciones y por las organizaciones gubernamentales y partidistas. A diferencia de las proyecciones partidistas del socialismo, las ONG se dedican a problemas de carácter supranacional, y su modus operandi es también globalizante. Para ponerlo de una forma muy gráfica, la "Internacional Verde" (¡si hubiera una!) no estaría conformada por partidos que actúan en los marcos de la política nacional, sino que albergaría las más variadas organizaciones, con distintas idiosincrasias culturales, orientaciones políticas diferenciadas y clientelas igualmente disímiles en cuanto a su extracción social. Por último, las ONG, cuya membresía en muchas partes supera a la de los partidos, han logrado introducir nuevas dimensiones en los ordenamientos jurídicos nacionales e internacionales, han logrado cambiar la forma y el contenido de las negociaciones internacionales, han generado nuevas áreas del conocimiento -la economía ecológica, por ejemplo- y han logrado colocar las interrelaciones "seres humanos-naturaleza" en el centro de la agenda pública.

A raíz de esas reflexiones, las secciones que siguen tienen por objetivo, por un lado, sugerir algunos temas para el examen de las relaciones entre globalización y mercado -guión y escenario donde se manifiesta la modernidad hegemónica actual- y, por el otro, proponer una aproximación desde la política al llamado "desarrollo sustentable", lo cual representa una evidente "puesta en escena" de la modernidad y del medio ambiente.

Globalización, medio ambiente, mercado y democracia

El proceso de globalización comprende fenómenos diferenciados que se prestan a distintas interpretaciones, muchas veces contradictorias. Algunos lo definen en términos exclusivamente económicos (creciente homogeneización e internacionalización de los patrones de consumo y de producción), financieros (la magnitud e interdependencia crecientes de los movimientos de capital) y comerciales (creciente exposición externa o apertura de las economías nacionales). Otros, en tanto, acentúan el carácter de la globalización en sus dimensiones políticas (propagación de la democracia liberal, ampliación de los ámbitos de la libertad individual, nuevas formas de participación ciudadana) e institucionales (predominio de las fuerzas de mercado, creciente convergencia en los mecanismos e instrumentos de regulación, mayor flexibilidad en el mercado laboral). Existen también los que prefieren poner de relieve la velocidad del cambio tecnológico (sus impactos en la base productiva, en el mercado de trabajo, y en las relaciones y estructuras de poder), y la revolución de los medios de comunicación (masificación en el acceso y circulación de informaciones, mayores perspectivas para la descentralización de decisiones, posible erosión de identidades culturales nacionales).

Haciendo uso de otro tipo de aproximación a esos fenómenos como un proceso y no como un conjunto de vectores específicos, no son pocos los analistas que se acercan a la globalización desde la perspectiva de la sustentabilidad del desarrollo. Estos cuestionan, por ejemplo, la racionalidad económica del proceso vis à vis la lógica y los tiempos de los procesos naturales (el capital se ha globalizado, no así el trabajo ni los recursos naturales), y ponen en tela de juicio las posibilidades de la globalización basada en un modelo de crecimiento económico ascendente e ilimitado, en circunstancias en que se agotan muchos de los recursos naturales (fuentes no renovables de energía, fauna, flora, etc.) y se debilitan procesos vitales para la estabilidad del ecosistema planetario (ozono, clima, etc.). Los que se inscriben en esa corriente apuntan, además, a la insustentabilidad social del estilo actual de desarrollo en situaciones de creciente exclusión provocadas, o al menos exacerbadas, por la misma globalización.

Se podría afirmar, desde una perspectiva socio-ambiental, que el carácter de la globalización, o por lo menos la difusión de la ideología neoconservadora que sostiene la modernidad hegemónica en estos días, sólo les deja a nuestras sociedades optar por dos caminos alternativos. O bien se integran, en forma subordinada y dependiente, al mercado-mundo, o no les quedará otra que la ilusión de la autonomía pero con la realidad del atraso. Sin embargo, el verdadero problema que se debe debatir no es la obvia existencia de tendencias hacia la inserción en la economía globalizada, sino qué tipo de inserción nos conviene, qué tipo de inserción permite tomar las riendas del crecimiento en bases nacionales y qué tipo de inserción permite mantener la identidad cultural, la cohesión social y la integridad ambiental en nuestros países (véase, entre otros, Calcagno, 1995).

La globalización ha acentuado también las tendencias a "parametrizar" todos los fenómenos socio-ambientales, para luego reintegrar crematísticamente la naturaleza en la economía. Las principales críticas a intentos recientes de valoración como el llevado a cabo por un equipo multidisciplinario de investigadores norteamericanos, que estimó que el valor económico promedio de los servicios prestados por la biosfera ascendería a casi el doble del PBI mundial en 1997 (Constanza et al. 1997), apuntan a que éstos suponen equivocadamente que los ciclos ecológicos obedecen a los tiempos y procesos económicos, sociales y culturales. No se debe empero tomar esa postura como una descalificación absoluta de la valoración de los servicios ambientales y de los recursos naturales. Lo censurable es precisamente el fundamentalismo neoconservador de querer absolutizar el mercado, reduciendo de esa forma todo el desafío de la sustentabilidad a una cuestión de asignación de "precios correctos" a la naturaleza. Por supuesto, es mejor tener alguna noción del valor económico que poseen los bienes y servicios ambientales, por más arbitraria que sea ésta, que no disponer de ninguna herramienta que asista a la toma de decisiones en esa área. Como dice Paul Hawken, "mientras no existe ningún modo ‘correcto’ para valorar un bosque o un río, sí existe una forma incorrecta, que es no asignar ningún valor" (Prugh et al., 1995: XV).

Sin embargo, hay que reiterar, en primer lugar, el carácter precisamente arbitrario que posee cualquier ejercicio de valoración ambiental. Eso significa que el grado de arbitrariedad de esa valoración será menos pernicioso desde el punto de vista social y ambiental cuanto más se logre poner de relieve y dotar de transparencia los instrumentos y mecanismos de decisión que definen tal valoración. Por otro lado, la valoración misma debe respetar límites muy claros antepuestos por la ética del desarrollo, sin los cuales se pierde de vista que el objetivo último de la valoración no es el mercado de las transacciones entre consumidores, sino la mejoría de las condiciones de vida de los seres humanos. El problema, para las generaciones futuras obviamente, de recibir mayores dotaciones de capital construido a cambio de menores dotaciones de capital natural sin poder expresar sus deseos de que así sea, se resume a que el proceso de globalización torna homogéneos valores, prácticas y costumbres culturales disímiles. El "valor" de la destrucción del bosque chileno, o de la Amazonia brasileña, es muy distinto para los chilenos y brasileños que para los norteamericanos, japoneses, malayos y otros, mientras que los "beneficios" -siempre que uno acoja a la globalización como una hipótesis optimista- puede que sean globales.

Además de consideraciones de orden socio-ambiental, correspondería rescatar también de la maraña conceptual que oscurece el debate sobre la globalización algunos aspectos de naturaleza sociopolítica. Como el proceso de hegemonización de la nueva modernidad ha cobrado fuerza a partir de la caída del Muro de Berlín, algunos se apresuraron en declarar "el fin de la historia", colocando en un mismo plano la liberalización de los mercados con la democracia (Fukuyama, 1990), lo que constituye una interpretación engañosa y simplista de la verdad histórica del liberalismo, el cual ha separado siempre al liberalismo económico del liberalismo político. Que la crisis económica, precisamente la de las economías de mercado central planificado, haya sido responsable por la caída del estado autoritario, no puede llevar al disparate de concluir que será esa forma específica de funcionamiento de la economía internacional la que proveerá las fundaciones de un nuevo tipo de sociedad y de un nuevo ordenamiento político del estado. El mercado nunca ha sido un principio fundacional de la organización social aunque, por cierto, condicione el comportamiento económico de los actores sociales en cuanto productores y consumidores.

Tampoco hay que perder de vista la metamorfosis de nuestra percepción respecto del mercado. Como nos recuerda Fernando Henrique Cardoso (1995), en los siglos XVII y XVIII el mercado se expandió por la vía del comercio, convirtiéndose en un elemento "civilizador" para contener el arbitrio de la aristocracia. En consecuencia, en el siglo pasado no se veía al mercado como un modelo en oposición al estado, sino como un instrumento de transformación de las relaciones sociales hacia niveles superiores de sociabilidad. En el presente siglo, en cambio, es precisamente el estado quien pasa a ser considerado como el contrapunto bondadoso para contener las fuerzas ciegas del mercado, que, abandonadas a sí mismas, serían incapaces de realizar la felicidad humana. Pareciera, en tanto, que en la actualidad de nuevo se considera al mercado como sinónimo de libertad y de democracia.

La economía de mercado que, en verdad, ha estado desde siempre con nosotros aunque con distintos matices, es excelente generadora de riqueza, pero es también productora de profundas asimetrías sociales (véase, al respecto, Guimarães, 1990[b]). Por eso mismo, el estado (o el nombre que se quiera dar a la regulación pública, extra-mercado) no puede renunciar a su responsabilidad en áreas claves como la educación, el desarrollo científico y tecnológico, la preservación del medio ambiente y del patrimonio biogenético, y traspasarlas al mercado. Esto no contradice la tendencia a la expansión del liberalismo económico, que también obedece a una evolución histórica más que a un capricho ideológico, pero supone adaptar la economía de mercado a las condiciones y posibilidades reales del mundo en desarrollo. Nadie cuestiona que el estado latinoamericano se encuentra en la actualidad sobredimensionado, sobre-endeudado y sobre-rezagado tecnológicamente. Antes que una simple consecuencia de la incuria de gobernantes populistas "irresponsables", como intentan convencernos los nostálgicos del autoritarismo y los apóstoles del neoliberalismo, tales predicamentos han sido el resultado de una realidad histórica de consolidación de sociedades nacionales y de "despegue" de un crecimiento que no se puede descalificar a la ligera.

Para complicar aún más las cosas, el resultado de la globalización y de la sacralización del mercado conduce precisamente a generalizar las críticas hacia los políticos y sus organizaciones. Y es en el vacío de la política que los grupos económicos, los medios de comunicación de masas y los resquicios oligárquicos del pasado reciente enquistados en los nichos clientelistas del estado, todos travestidos en agentes de la modernidad basada en la ideología neoliberal, pasan a definir la agenda pública y a actuar como poderes fácticos de gran influencia en la resolución de los problemas nacionales. No obstante, desde una perspectiva democrática, no existen postulaciones capaces de defender sólidamente la tesis de que la elaboración y gestión de la vida pública pueda realizarse sin la mediación de la política. Los partidos políticos, a su vez, son insustituibles para la profundización de la democracia, para el mantenimiento del consenso mínimo alrededor de un proyecto nacional y para la transformación del estilo de desarrollo concentrador y excluyente todavía vigente, razones por las cuales es fundamental recuperar el prestigio de la actividad y de las instituciones políticas en nuestros países (véase, al respecto, Guimarães y Vega, 1996).

Ello cobra aún más importancia cuando se reconoce que la gobernabilidad, que se definía hasta hace muy poco en función de la transición de regímenes autoritarios a democráticos, o en función de los desafíos antepuestos por los desequilibrios macroeconómicos, se funda hoy en las posibilidades de superación de la pobreza, de la marginalización y de la desigualdad. Las nuevas bases de convivencia que proveen de gobernabilidad al sistema político requieren por tanto de un nuevo paradigma de desarrollo que coloque al ser humano en el centro del proceso de desarrollo, que considere el crecimiento económico como un medio y no como un fin, que proteja las oportunidades de vida de las generaciones actuales y futuras y que, por ende, respete la integridad de los sistemas naturales que permiten la existencia de vida en el planeta.

Entre tanto, antes de precisar los contornos de ese nuevo paradigma, conviene incorporar explícitamente las dimensiones territoriales de la sustentabilidad, puesto que "desarrollo regional" y "desarrollo sustentable" constituyen dos caras de una misma medalla. En ese sentido, uno de los principales desafíos de las políticas públicas en la actualidad se refiere, precisamente, a la necesidad de territorializar la sustentabilidad ambiental y social del desarrollo -el "pensar globalmente pero actuar localmente"- y, a la vez, sustentabilizar el desarrollo de las regiones, es decir, garantizar que las actividades productivas contribuyan de hecho a la mejoría de las condiciones de vida de la población y protejan el patrimonio biogenético que habrá que traspasar a las generaciones venideras (véase, entre otros, Guimarães, 1998).

Desarrollo regional y sustentabilidad, dos caras de una misma moneda

Tiene razón Sergio Boisier (1997) cuando señala que vivimos hoy la paradoja de constatar que la aceleración del crecimiento económico, en los últimos tiempos, va de la mano con la desaceleración del desarrollo. Mientras se mejoran los índices macroeconómicos, vemos deteriorarse los indicadores que miden evoluciones cualitativas entre sectores, territorios y personas, una suerte de "esquizofrenia" en donde el papel intermediario del crecimiento en cuanto acumulación de riqueza, como medio para dar lugar al desarrollo, se ha ido transformando más y más en un fin en sí mismo. La acumulación de la riqueza "monetaria" ha asumido un protagonismo tan intenso en las últimas décadas que la atención de los actores que buscan el fortalecimiento de los territorios subnacionales se ha concentrado casi exclusivamente en crear condiciones favorables para atraer más inversiones desde afuera de sus respectivos territorios. En un contexto de creciente globalización comercial y de creciente movilidad de capital en tiempo real, pareciera que la "cometa" regional a que hace referencia Boisier depende cada vez más de la brisa exógena para que pueda alzar vuelo.

La clave, en tanto, para entender la dialéctica entre las dimensiones exógenas y endógenas de los procesos tanto de crecimiento como de desarrollo, estaría en que puede que la globalización engendre efectivamente un único espacio (transnacional), pero lo hace a través de múltiples territorios (subnacionales). El hecho de que el proceso de crecimiento esté cada vez más dependiente de factores exógenos no le quita la especial gravitación de variables endógenas para que ocurra el desarrollo. Sin contrariar la naturaleza exógena del crecimiento, es cierto que los países y territorios subnacionales pueden complementar, endógenamente, esa tendencia. A la lógica transnacional de circulación del capital, por ejemplo, favorecer estrategias de promoción territorial que, a través de la adopción de actitudes e imágenes corporativas, logren sustituir la tradicional actitud de recepción de capital (lo que Boisier llama "cultura del trampero") por una actitud más agresiva y sistémica, de búsqueda de capital (la "cultura del cazador"). Decimos sistémica, precisamente porque ésta supone otros cambios territoriales que aumentan la tasa de endogeneización del crecimiento. A título ilustrativo, la promoción territorial y la búsqueda de capital suponen, más que la tradicional y autodestructiva estrategia de "guerra fiscal" entre regiones, la acumulación de conocimiento científico sobre el propio territorio -lo que fortalece a los sistemas locales de desarrollo científico y tecnológico- e implican también cambios en áreas tales como la infraestructura de circulación de conocimiento, la mejoría de la infraestructura social y otras.

Para captar mejor lo señalado recién, quizás sea útil nutrirse del enfoque de la teoría de la dependencia, una "sociología" del desarrollo genuinamente latinoamericana, formulada en los años sesenta y setenta y cuyos exponentes más destacados fueron Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto (1969). Utilizando como ejemplo el caso específico del progreso técnico, uno podría decir que éste no ocurre endógenamente siquiera en la escala nacional del desarrollo, puesto que lo que caracteriza a la situación de dependencia de nuestras sociedades es precisamente el hecho de que el proceso de generación de progreso técnico ocurre al revés de lo "normal" (es decir, el patrón histórico seguido en los países centrales), dificultando su difusión intersectorial. Para ponerlo en los términos de Celso Furtado (1972), lo que caracteriza a la situación de dependencia es la "deformación en la composición de la demanda". En los países centrales es el progreso técnico endógeno el que pone en movimiento el proceso de crecimiento al dar soporte material para la acumulación de capital y acarrear la composición final de la oferta (uno "inventa" el motor de combustión interna, logra interesar inversionistas y luego se "crea" un mercado de, por ejemplo, automóviles). Mientras, en países situados en la periferia del sistema capitalista son los cambios en la estructura de la demanda los que requieren del progreso técnico y permiten la acumulación de capital (los sectores de mayores recursos importan pautas de consumo que incluyen, por ejemplo, la demanda de automóviles), que requieren la importación de maquinarias y equipos (paquetes tecnológicos exógenos y cerrados) y que alimentan la acumulación de capital (fundada, en la mayoría de los casos, y frecuentemente, en el ahorro igualmente exógeno).

Si lo anterior revela la orientación exógena del proceso de crecimiento, podría decirse que el desarrollo responde mucho más a variables de carácter endógeno y que depende, fundamentalmente, de cuatro dimensiones (cf. Boisier, 1993). En términos políticos, se manifiesta en la capacidad que demuestren los actores sociales de negociar y determinar las decisiones relevantes para el desarrollo del territorio donde operan, mientras que el ingenio de éstos por apropiarse del excedente y de las inversiones en el territorio revela la endogeneidad económica del desarrollo. La competencia del sistema técnico de investigación de una región para generar sus propias innovaciones constituye la dimensión científico-tecnológica de tal proceso, del mismo modo en que la dimensión cultural descansa sobre la existencia de una identidad propia, además de los mecanismos, códigos y pautas tradicionales de transmisión de valores y normas de conducta, definidos territorialmente. Desde la perspectiva de la sustentabilidad, se podría agregar al listado de Boisier la dimensión ecológica (igualmente endógena) del desarrollo, puesto que todas las dimensiones señaladas anteriormente están condicionadas por una dotación de recursos naturales y de servicios ambientales también definida territorialmente. En definitiva, si bien no es la riqueza natural lo que garantiza la endogeneidad del desarrollo (¡que lo digan los países pobres económica y políticamente, pero riquísimos en recursos naturales!), sostengo que sin ella no hay cómo "poner los ‘controles de mando’ del desarrollo territorial dentro de su propia matriz social" (Boisier, 1993: 7).

Puede que esa última afirmación suene un poco pretenciosa, pero contiene mucho de verdad. Si hay algo que la historia de las relaciones entre seres humanos y naturaleza nos enseña es precisamente que el ser humano se ha ido independizando gradual pero inexorablemente de la base de recursos como factor determinante de su nivel de bienestar (entre otros, por medio de la incorporación de medioambientes ajenos y alejados del suyo). Tomando en cuenta que ha sido nada menos que esa faceta de la evolución humana lo que ha socavado las fundaciones ecopolíticas (es decir, ecológicas e institucionales) de la civilización occidental, la transición hacia la sustentabilidad debiera conllevar también una mayor gravitación de la riqueza natural local para el proceso de desarrollo, lo cual… ¡voilá! hace que con lo anterior se constituya una aseveración (¿advertencia?) más que justificada, presumida o no.

  Transición ecológica y crisis de civilización

Incorporar pues un marco ecológico en nuestra toma de decisiones económicas y políticas -para tener en cuenta las repercusiones de nuestras políticas públicas en la red de relaciones que operan en los ecosistemas- puede constituir, de hecho, más que una aspiración, una necesidad biológica. Ha llegado el momento de reconocer que las consecuencias ecológicas de la forma en que la población utiliza los recursos de la tierra están asociadas con el patrón de relaciones entre los propios seres humanos (cf. Lewis, 1947). De hecho, la necesidad de tránsito hacia un estilo de desarrollo sustentable implica un cambio en el propio modelo de civilización hoy dominante, particularmente en lo que se refiere al patrón ecocultural de articulación "sociedad-naturaleza". Es por ello que no tiene cabida intentar desvincular los problemas del medio ambiente de los problemas del desarrollo, puesto que los primeros son la simple expresión de las falencias de un determinado estilo de desarrollo. La adecuada comprensión de la crisis supone pues el reconocimiento de que ésta se refiere al agotamiento de un estilo de desarrollo ecológicamente depredador, socialmente perverso, políticamente injusto, culturalmente alienado y éticamente repulsivo. Lo que está en juego es la superación de los paradigmas de la modernidad que han estado definiendo la orientación del proceso de desarrollo. En ese sentido, quizás la modernidad emergente en el Tercer Milenio sea la "modernidad de la sustentabilidad", en donde el ser humano vuelva a ser parte (antes que estar aparte) de la naturaleza.

Uno de los estudiosos que mejor ha captado la singularidad de nuestro tiempo y la especificidad de la actual "crisis de civilización" ha sido sin duda John Benett (1976), quien la ha caracterizado como una "transición ecológica" que empezó a partir de la Revolución Agrícola, hace nueve mil años. Entre otros aspectos, la transición involucra en términos tecnológicos la tendencia a utilizar cantidades cada vez mayores de energía, aunque con niveles cada vez más elevados de entropía. En sus dimensiones filosóficas, la transición ha llevado a la sustitución de "imágenes" tales como de contemplación y respeto por la naturaleza y su reemplazo por la instrumentalización del mundo natural. Ecológicamente, se ha caracterizado por la incorporación de la naturaleza en la cultura, así como por el quiebre de las relaciones de subsistencia local, lo cual significa no sólo la acumulación de bienes para fines no relacionados con la supervivencia biológica, sino la posibilidad de lograrla a través de la incorporación de ambientes naturales cada vez más apartados de la comunidad local.

Es cierto que en términos estrictamente ecológicos, referidos a la base territorial de la sociedad, el advenimiento de la Revolución Agrícola representó sin duda la más grande agresión que el ser humano jamás haya sido capaz de infligirle a la naturaleza (excepto las armas nucleares, por supuesto). La práctica agrícola y ganadera, al promover la especialización de la flora y de la fauna, contravino las leyes más fundamentales del funcionamiento de los ecosistemas, tales como las de diversidad, de resiliencia, de capacidad de adaptación, de capacidad de soporte y de equilibrio. Como si lo anterior fuera poco, a la Revolución Agrícola le siguieron procesos de profundización de las agresiones antrópicas, los cuales han culminado con la Revolución Industrial del siglo pasado y la Revolución de la Informática de décadas recientes. Pese a ello, nadie estaría políticamente dispuesto -o suficientemente insano, conforme sea el caso- para sugerir que los procesos iniciados por la Revolución Agrícola podrían (¡o debieran!) ser revertidos. No se puede siquiera imaginar una comunidad civilizada sin que hubiera ocurrido esa evolución en la ocupación del planeta, pero hay que asumir plenamente las consecuencias de ello. Como advirtió con mucha propiedad Margaret Mead (1970), debemos considerar "los modos de vida de nuestros antepasados como una situación a la cual jamás seremos capaces de retornar; pero podemos rescatar esa sabiduría original de un modo que nos permita comprender mejor lo que está sucediendo hoy día, cuando una generación casi inocente de un sentido de historia tiene que aprender a convivir con un futuro incierto, un futuro para el cual no ha sido educada".

Dos aspectos merecen destacarse respecto de la transición ecológica. Por una parte, hay que anotar la velocidad y la magnitud de las transformaciones. Si entre la Revolución Agrícola y la Revolución Industrial transcurrieron centenares de siglos y se invirtió la proporción entre productos de origen natural y modificado, entre ésta y la Revolución de la Informática no alcanzó a mediar un siglo, y pasaron a predominar los insumos de conocimiento. Entre las múltiples consecuencias de esos procesos cabe recordar que los tiempos de respuesta de los sistemas naturales son bastante más lentos que el ritmo de las transformaciones señaladas. Por otro lado, la dirección y el contenido de los cambios son igualmente revolucionarios. Entre las diversas características de la transición ecológica, corresponde poner en relieve los componentes tecnológicos y ecológicos de la transición. Las expresiones tecnológicas del "gran ciclo" que empezó hace nueve mil años revelan que, pese a la creciente sofisticación tecnológica de las sucesivas civilizaciones, utilizamos cantidades cada vez más ingentes de energía, y con niveles igualmente formidables de ineficiencia (es decir, con más entropía). Más sobrio todavía para la sustentabilidad de la especie en el planeta es darse cuenta del componente ecológico de la transición. En primer lugar, la Revolución Agrícola, al sentar las bases para el primer ordenamiento territorial strictu sensu, permitió que las poblaciones pasasen a depender cada vez menos del entorno inmediato para su supervivencia, lo cual dio lugar al establecimiento de patrones de consumo que favorecieron, entre otros, a las aglomeraciones humanas, luego villas, luego ciudades, luego megalópolis. En segundo lugar, ha sido posible para los seres humanos, gracias a la generación de excedentes, adoptar patrones de consumo y acumular bienes cada día menos relacionados con su supervivencia biológica. Tercero, y como resultado de esas dos dinámicas, la sociedad en su conjunto pudo independizarse cada vez más del medio ambiente cercano, logrando perpetuar patrones de consumo que, aunque pudiesen ser insustentables en el largo plazo, podrían mantenerse, en el corto plazo, mediante la incorporación de ambientes (territorios) foráneos y/o apartados de la comunidad local -por intermedio de la guerra, del comercio o de la tecnología. La evolución descrita conduce a la revelación de que lo que determina en definitiva la calidad de vida de una población y, por ende, su sustentabilidad, no es únicamente su entorno natural sino la trama de relaciones entre cinco componentes que configuran un determinado modelo de ocupación del territorio y que configuran el POETA de su sustentabilidad. Haciendo uso de una imagen sugerida inicialmente por Otis Duncan (1961), se puede proponer que la sustentabilidad de una comunidad depende de las interrelaciones entre:

Población (tamaño, composición, densidad, dinámica demográfica); 
Organización social (patrones de producción, estratificación social, patrón de resolución de conflictos); 

Entorno (medio ambiente físico y construido, procesos ambientales, recursos naturales); 

Tecnología (innovación, progreso técnico, uso de energía);
Aspiraciones sociales (patrones de consumo, valores, cultura). 

La malla que contiene la ecuación del POETA permite entender, por ejemplo, por qué un país como Japón debiera estar en el ranking de los más pobres del planeta desde la perspectiva estrictamente ambiental y demográfica. En efecto, Japón posee una altísima densidad demográfica para su territorio y éste es extremadamente pobre en recursos naturales y en fuentes tradicionales de energía.
Pese a ello, Japón se ubica entre los países más desarrollados del mundo gracias, principalmente, a su organización social y tejido tecnológico. Se podría especular con que el tipo de organización social japonesa, con altos niveles de homogeneidad social, y las características de las aspiraciones sociales de sus habitantes, con altos componentes de equidad, explican en buena medida la "necesidad" histórica de la sociedad japonesa de alcanzar niveles elevados de eficiencia energética y de creciente contenido de progreso técnico en sus patrones de producción, para poder satisfacer de ese modo las necesidades de consumo de su población. Dicho de otra forma, el patrón de consumo japonés responde a, y a la vez determina, la existencia de un patrón de producción que esté acorde con las aspiraciones sociales de los japoneses y se adapte a (más bien, supere) sus limitaciones ambientales y territoriales. Es la perfecta convergencia entre producción y consumo lo que otorga sustentabilidad a Japón; y es la posibilidad de incorporación de territorios muy apartados del suyo lo que le confiere un signo de sustentabilidad aparentemente dura a un estilo de desarrollo que, de otra forma, sería extremadamente débil y frágil (véase, sobre ese aspecto, Pearce y Atkinson, 1993; para una visión crítica, véase Martínez-Allier, 1995).

Como vimos anteriormente, el patrón histórico de inserción de las economías periféricas en el sistema capitalista acrecienta una dificultad extra para la sustentabilidad en el mundo en desarrollo. Históricamente, tales países se han insertado en la economía mundial como exportadores de productos primarios y de recursos naturales. Fuertemente dependientes de importaciones de productos industrializados, la demanda, o mejor dicho, el patrón de consumo en los países periféricos es un simple reflejo del consumo de las élites de los países industrializados. Sobre la base de esta (de)formación de la demanda, imitativa de la élite y sin relación alguna con las necesidades básicas de las poblaciones locales, el sistema económico procede a la formación de capital, en la mayoría de los casos, ingresos por exportaciones o por endeudamiento externo (el ahorro interno es insuficiente). El progreso técnico, verdadero motor del crecimiento autónomo, es importado en los países dependientes como un paquete cerrado, sin dar lugar a un genuino proceso de innovación tecnológica nacional.

Brasil constituye un ejemplo paradigmático de lo que acaba de decirse. Como es de conocimiento de todos, el país es uno de los campeones mundiales de crecimiento económico, con tasas anuales muy cercanas al 10% y que sólo son superadas, en los últimos cien años, por las de Japón. No debiera sorprender, sobre ese aspecto, que los indicadores socioeconómicos de Brasil, que sólo superaban los de Haití en la década del cincuenta, permitiesen al país disputar hoy un puesto en las top ten de la economía mundial. Sin embargo, al examinar más de cerca el "milagro" brasileño de los años setenta, salta a la vista su insustentabilidad intrínseca. Prácticamente no hay innovación tecnológica o acumulación de capital en bases nacionales como para justificar ese desempeño económico. Lo que persiste es la importación de un modelo cerrado que incluye desde el patrón de producción al patrón de consumo y a la generación de conocimiento, pasando por el aumento de exportaciones a cualquier costo y, cuando éstas no son suficientes, por el endeudamiento externo en sustitución al ahorro interno. Está de más mencionar aquí las implicaciones socioambientales de ese modelo (véase, entre otros, Guimarães, 1991[b]).

La transición ecológica se caracteriza, en resumidas cuentas, por una verdadera revolución en los patrones de producción y de consumo, la cual nos ha vuelto menos sintonizados con nuestras necesidades biológicas, más alienados respecto de nosotros mismos y de nuestros socios en la naturaleza, y más urgidos en el uso de cantidades crecientes de recursos de poder para garantizar la incorporación (y destrucción) de ambientes extra-nacionales que permitan garantizar la satisfacción de los patrones actuales (insustentables) de consumo. En ese sentido, la sustentabilidad de un determinado territorio estará dada, en su expresión ambiental, por el nivel de dependencia de éste en relación a ambientes foráneos y, en términos socioambientales, por la distancia entre la satisfacción de las necesidades básicas de sus habitantes y los patrones de consumo conspicuo de las élites. Podríamos incluso afirmar, como lo han sugerido Guimarães y Maia (1997), que la "piedra filosofal" de la sustentabilidad descansa precisamente sobre los patrones de producción y de consumo, los cuales determinan cómo una sociedad incorpora la naturaleza, otorgándole (o no) sustentabilidad a su sistema socioeconómico.

La sustentabilidad como un nuevo paradigma de desarrollo

Pese a que la verdadera transición ecológica empezó hace más de nueve mil años, y que la ecopolítica ha estado con nosotros desde los albores del tiempo, sólo hace muy poco hemos despertado a los desafíos de la sustentabilidad -al fin y al cabo, si "antes de todo era el caos" (no confundir con una referencia bíblica a la existencia de economistas antes mismo de la creación… puntualizamos apenas la extrema entropía que caracterizó al Big Bang), también es un hecho que Adán y Eva fueron expulsados del Edén a raíz de un acto ostensiblemente ecológico… La noción moderna de desarrollo sustentable tiene su origen en el debate iniciado en 1972 en Estocolmo y consolidado veinte años más tarde en Rio de Janeiro. Pese a la variedad de interpretaciones existentes en la literatura y en el discurso político, se ha adoptado internacionalmente la definición sugerida por la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, presidida por la entonces Primera Ministra de Noruega, Gro Brundtland (1987). El desarrollo sustentable es aquel que satisface las necesidades de las generaciones presentes, sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.

Afirmar que los seres humanos constituyen el centro y la razón de ser del proceso de desarrollo implica abogar por un nuevo estilo de desarrollo que sea ambientalmente sustentable en el acceso y uso de los recursos naturales y en la preservación de la biodiversidad; que sea socialmente sustentable en la reducción de la pobreza y de las desigualdades sociales y que promueva la justicia y la equidad; que sea culturalmente sustentable en la conservación del sistema de valores, prácticas y símbolos de identidad que, pese a su evolución y reactualización permanente, determinan la integración nacional a través de los tiempos; y que sea políticamente sustentable al profundizar la democracia y garantizar el acceso y la participación de todos en la toma de decisiones públicas. Este nuevo estilo de desarrollo tiene como norte una nueva ética del desarrollo, una ética en la cual los objetivos económicos del progreso estén subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales y a los criterios de respeto a la dignidad humana y de mejoría de la calidad de vida de las personas.

Tratemos de desmenuzar aunque sea someramente la definición enunciada, con el objeto de dejar en claro los componentes básicos del nuevo paradigma de desarrollo y de vislumbrar, de ese modo, sus implicaciones para la formulación de políticas públicas. Desde luego, la interpretación introducida recién se refiere a un paradigma de desarrollo y no de crecimiento. Ello por dos razones fundamentales. En primer lugar, por establecer un límite ecológico inter-temporal muy claro al proceso de crecimiento económico. Contrarrestando la noción comúnmente aceptada de que no se puede acceder al desarrollo sustentable sin crecimiento -trampa conceptual que no logró evadir ni siquiera el propio Informe Brundtland (véase, por ejemplo, Goodland et al. 1992)- el paradigma de la sustentabilidad parte de la base de que el crecimiento, definido mayormente como incremento monetario del producto y tal como lo hemos estado experimentando, constituye un componente intrínseco de la insustentabilidad del estilo actual. Por otro lado, el nuevo paradigma pone de relieve que para que exista el desarrollo son necesarios, más que la simple acumulación de bienes y de servicios, cambios cualitativos en la calidad de vida y en la felicidad de las personas, aspectos que, más que las dimensiones mercantiles del mercado, incluyen dimensiones sociales, culturales, estéticas y de satisfacción de necesidades materiales y espirituales. Se justifica reproducir el pensamiento de Herman Daly al respecto:
 "Las afirmaciones de lo imposible son el fundamento mismo de la ciencia. Es imposible viajar a más velocidad que la de la luz, crear o destruir materia-energía, construir una máquina de movimiento perpetuo, etc. Respetando los teoremas de lo imposible evitamos perder recursos en proyectos destinados al fracaso. Por eso los economistas deberían sentir un gran interés hacia los teoremas de lo imposible, especialmente el que ha de demostrarse aquí, que es imposible que la economía del mundo crezca liberándose de la pobreza y de la degradación ambiental. Dicho de otro modo, el crecimiento sostenible es imposible.
En sus dimensiones físicas, la economía es un subsistema abierto del ecosistema terrestre que es finito, no creciente y materialmente cerrado. Cuando el subsistema económico crece, incorpora una proporción cada vez mayor del ecosistema total, teniendo su límite en el ciento por ciento, si no antes. Por tanto, su crecimiento no es sostenible. El término ‘crecimiento sostenible’ aplicado a la economía, es un mal oxymoron; autocontradictorio como prosa y nada evocador como poesía" (1991: 47). En segundo lugar, por añadidura a lo que se acaba de afirmar, la sustentabilidad del proceso de desarrollo sólo estará dada en la medida en que se logre preservar la integridad de los procesos naturales que garantizan los flujos de energía y de materiales en la biosfera y, a la vez, se preserve la biodiversidad del planeta. Este último aspecto es de suma importancia porque significa que, para que sea sustentable, el desarrollo tiene que transitar del actual antropocentrismo al biopluralismo, otorgando a las demás especies el mismo derecho "ontológico" a la vida, lo cual, dicho sea de paso, no contradice el carácter antropocéntrico del crecimiento económico al que se hizo alusión anteriormente, sino que lo amplifica. En resumidas cuentas, la sustentabilidad ecoambiental del desarrollo se refiere tanto a la base física del proceso de crecimiento, objetivando la conservación de la dotación de recursos naturales incorporada a las actividades productivas, como a la capacidad de sustento de los ecosistemas, es decir, la manutención del potencial de la naturaleza para absorber y recomponerse de las agresiones antrópicas y de los desechos de las actividades productivas. Pero no basta conque el desarrollo promueva cambios cualitativos en el bienestar humano y garantice la integridad ecosistémica del planeta para que sea considerado sustentable. Nunca estará de más recordar que "en situaciones de extrema pobreza el ser humano empobrecido, marginalizado o excluido de la sociedad y de la economía nacional no posee ningún compromiso para evitar la degradación ambiental, si es que la sociedad no logra impedir su propio deterioro como persona" (Guimarães, 1991[b]: 24).
Asimismo, tal como hizo ver muy atinadamente Claudia Tomadoni (1997), "en situaciones de extrema opulencia, el ser humano enriquecido, ‘gentrificado’ y, por tanto, incluido y también ‘gethificado’ en la sociedad y en la economía, tampoco posee un compromiso con la sustentabilidad". Ello porque la inserción privilegiada de éstos en el proceso de acumulación, y por ende en el acceso y uso de los recursos y servicios de la naturaleza, les permite transferir los costos sociales y ambientales de la insustentabilidad a los sectores subordinados o excluidos. Ello implica, especialmente en los países periféricos, con graves problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, que los fundamentos sociales de la sustentabilidad suponen postular como criterios básicos de política pública los de la justicia distributiva, para el caso de bienes y de servicios, y los de la universalización de cobertura, para las políticas globales de educación, salud, vivienda y seguridad social. Lo mismo se aplica, en aras de la sustentabilidad social, a los criterios de igualdad de género, reconociéndose como un valor en sí mismo, y por tanto por encima de consideraciones económicas, la incorporación plena de la mujer en la ciudadanía económica (mercado), política (voto) y social (bienestar).

En cuarto lugar, el nuevo paradigma postula también la preservación de la diversidad en su sentido más amplio -la sociodiversidad además de la biodiversidad-, es decir, el mantenimiento del sistema de valores, prácticas y símbolos de identidad que permiten la reproducción del tejido social y garantizan la integración nacional a través de los tiempos. Ello incluye, desde luego, la promoción de los derechos constitucionales de las minorías y la incorporación de éstas en políticas concretas tales como las de educación bilingüe, demarcación y autonomía territorial, religiosidad, salud comunitaria, etc. Apuntan en esa misma dirección, la del componente cultural de la sustentabilidad, las propuestas de introducción de derechos de conservación agrícola, equivalente a los derechos reconocidos en relación a la conservación y uso racional del patrimonio biogenético, en el sentido de establecer criterios económicos de propiedad intelectual para que tanto "usuarios" como "detentadores" de biodiversidad compartan sus beneficios, transformándolos de esa forma en corresponsables por su conservación. En verdad, un mundo crecientemente globalizado económica y comercialmente lleva a una creciente especialización agrícola en base a especies o varietales de mayor productividad, con la consecuente pérdida de diversidad. Esto significa que, en pos de la sustentabilidad cultural de los sistemas de producción agrícola, hay que aplicar criterios extra-mercado para que éste incorpore las "externalidades" de los sistemas de producción de baja productividad desde la óptica de los criterios económicos de corto plazo, pero que garantizan la diversidad de especies y variedades agrícolas, y que aseguran, además, la permanencia en el tiempo de la cultura que sostiene formas específicas de organización económica para la producción.

En quinto lugar, el fundamento político de la sustentabilidad se encuentra estrechamente vinculado al proceso de profundización de la democracia y de construcción de la ciudadanía, y busca garantizar la incorporación plena de las personas al proceso de desarrollo. Esta se resume, a nivel micro, en la democratización de la sociedad, y a nivel macro, en la democratización del estado. El primer objetivo supone el fortalecimiento de las organizaciones sociales y comunitarias, la redistribución de activos y de información hacia los sectores subordinados, el incremento de la capacidad de análisis de sus organizaciones, y la capacitación para la toma de decisiones; mientras que el segundo se logra a través de la apertura del aparato estatal al control ciudadano, la reactualización de los partidos políticos y de los procesos electorales, y la incorporación del concepto de responsabilidad política en la actividad pública. Ambos procesos constituyen desafíos netamente políticos, los cuales sólo podrán ser enfrentados a través de la construcción de alianzas entre diferentes grupos sociales, de modo de proveer la base de sustentación y de consenso para el cambio de estilo.

Privilegiar, en la dimensión política de la sustentabilidad, la democratización del estado por sobre la democratización del mercado, se debe más que a una motivación ideológica, a una constatación pragmática. La verdad es que el estado sigue ofreciendo una contribución al desarrollo capitalista que es, a la vez, única, necesaria e indispensable. Única porque transciende la lógica del mercado mediante la salvaguardia de valores y prácticas de justicia social y de equidad, e incorpora la defensa de los llamados derechos difusos de la ciudadanía; necesaria porque la propia lógica de la acumulación capitalista requiere de la oferta de "bienes comunes" que no pueden ser producidos por actores competitivos en el mercado; e indispensable porque se dirige a las generaciones futuras y trata de aspectos y procesos caracterizados por ser no-sustituibles o por la imposibilidad de su incorporación crematística al mercado.

Es más: tomando en cuenta las distancias económicas y sociales entre los diversos sectores de la sociedad, con sus secuelas de polarización, desconfianza y resentimiento, el estado sigue representando, aunque con serios problemas de legitimidad, como un actor privilegiado para ordenar la pugna de intereses y orientar el proceso de desarrollo, y para que se pueda, en definitiva, forjar un pacto social que ofrezca sustento a las alternativas de solución de la crisis de sustentabilidad. Conviene recordar que las dificultades provocadas por situaciones extremas de desigualdad social y de degradación ambiental no pueden ser definidas como problemas individuales, constituyendo de hecho problemas sociales, colectivos. No se trata simplemente de garantizar el acceso, vía el mercado, a la educación, a la vivienda, a la salud, o a un ambiente libre de contaminación, sino de recuperar prácticas colectivas (solidarias) de satisfacción de estas necesidades No se puede dejar de destacar, a ese respecto, que "acorralado" o habiendo sobrevivido a su casi "extinción" en manos de los apóstoles del neoliberalismo (cf. Guimarães, 1990[a] y 1996, respectivamente), el estado se presenta sin duda "herido de muerte". Su principal amenaza proviene del entorno externo. La internacionalización de los mercados, de la propia producción, y de los modelos culturales, pone en entredicho la capacidad de los estados para mantener la unidad e identidad nacional, provocando la fragmentación de su poder monopolista para manejar las relaciones externas de la sociedad, y fortaleciendo los vínculos transnacionales entre segmentos dominantes de la sociedad. De persistir la tendencia verificada en la década pasada, cuando el estado asumió muchos de estos vínculos (por ejemplo, la negociación de la deuda externa privada), existiría el riesgo de tornar las políticas llevadas a cabo por el estado en nada más que la ambulancia que recoge los heridos y desechables de una globalización neoconservadora, en un contexto en el cual gran parte de las decisiones que son fundamentales para un país y para la cohesión social se toman fuera de su territorio y mediante actores totalmente ajenos a su realidad económica.

Por último, lo que une y le da sentido a esta comprensión específica de la sustentabilidad es la necesidad de una nueva ética del desarrollo. Además de importantes elementos morales, estéticos y espirituales, esta concepción guarda relación con al menos dos fundamentos de la justicia social: la justicia productiva y la justicia distributiva. La primera se dirige a garantizar las condiciones que permiten la existencia de igualdad de oportunidades para que las personas participen en el sistema económico, la posibilidad real por parte de éstas para satisfacer sus necesidades básicas, y la existencia de una percepción generalizada de justicia y de tratamiento acorde con su dignidad y con sus derechos como seres humanos. La ética en cuanto materialización a través de la justicia distributiva se orienta a garantizar que cada individuo reciba los beneficios del desarrollo conforme a sus méritos, sus necesidades, sus posibilidades y las de los demás individuos (Wilson, 1992).

Tener mayor claridad respecto del significado del nuevo paradigma, si bien contribuye a superar las ambigüedades del discurso sobre desarrollo sustentable, todavía abre nuevos interrogantes. Entre otros, hay que plantearse el rol de los actores sociales, para poder así distinguir los actores de la sustentabilidad y los actores cuya orientación de acción o comportamientos concretos contribuye a profundizar la insustentabilidad del actual estilo. Surgen también importantes interrogantes sobre cómo incorporar la lógica de la sustentabilidad en las políticas públicas o, mejor dicho, sobre cómo, a partir de la lógica misma de las políticas sectoriales, tornarlas más sustentables.

Actores y criterios de sustentabilidad

No obstante la importante evolución del pensamiento mundial respecto de la crisis del desarrollo que se manifiesta en el deterioro del medio, el recetario para la superación de la crisis todavía obedece a la farmacopea neoliberal, y sigue incluyendo los programas de ajuste estructural, de reducción del gasto público, y de mayor apertura en relación al comercio y a las inversiones extranjeras. La verdad de los hechos es que, con mayores o menores niveles de sofisticación, las alternativas de solución de la crisis suponen cambios todavía marginales en las instituciones y reglas del sistema económico y financiero internacional, mientras que la evolución del debate mundial indica la necesidad de imprimir un cambio profundo en nuestra forma de organización social y de interacción con los ciclos de la naturaleza (véase, por ejemplo, Rich, 1994 y Guimarães, 1992). En resumidas cuentas, la fuerza que ha cobrado el discurso de la sustentabilidad encierra múltiples paradojas.

Desde luego, el desarrollo sustentable asume importancia en el momento mismo en que los centros de poder mundial declaran la falencia del estado como motor del desarrollo y proponen su reemplazo por el mercado, mientras declaran también la falencia de la planificación. Al revisarse con atención los componentes básicos de la sustentabilidad -la manutención del stock de recursos y de la calidad ambiental para la satisfacción de las necesidades básicas de las generaciones actuales y futuras- se constata, entretanto, que la sustentabilidad del desarrollo requiere precisamente de un mercado regulado y de un horizonte de largo plazo. Entre otros motivos, porque actores y variables como "generaciones futuras" o "largo plazo" son extraños al mercado, cuyas señales responden a la asignación óptima de recursos en el corto plazo. Lo mismo se aplica, con mayor razón, al tipo específico de escasez actual. Si la escasez de recursos naturales puede, aunque imperfectamente, ser afrontada en el mercado, elementos como el equilibrio climático, la capa de ozono, la biodiversidad o la capacidad de recuperación del ecosistema trascienden a la acción del mercado.

Por otra parte, y en cierta medida fortaleciendo lo que se afirmó recién, es en verdad impresionante, por no decir contradictoria desde el punto de vista sociológico, la unanimidad respecto de las propuestas en favor de la sustentabilidad. Resulta imposible encontrar un solo actor social de importancia en contra del desarrollo sustentable. Si no fuera ya suficiente con el sentido común respecto del vacío que suele acompañar a los consensos sociales absolutos, el pensamiento mismo sobre el desarrollo, como así también la propia historia de las luchas sociales que lo ponen en movimiento, evoluciona en base a la pugna entre actores cuya orientación de acción oscila entre la disparidad y el antagonismo. Es así, por ejemplo, que la industrialización se ha contrapuesto, durante largo tiempo, a los intereses del agro, desplazando el eje de la acumulación del campo a la ciudad, del mismo modo en que el avance de los estratos de trabajadores urbanos provocó efectos negativos para la masa campesina. No se trata de sugerir aquí una visión de la historia en que los antagonismos entre clases o estratos sociales se cristalicen a través del tiempo. De hecho, el capital agrícola se ha vinculado cada vez más fuertemente al capital industrial, mientras que el campesino se ha ido transformando gradualmente en trabajador rural, con pautas de conducta semejantes a las de su contraparte urbana. Así y todo, hay que plantearse la pregunta: ¿cuáles son los actores sociales promotores del desarrollo sustentable? No es de esperar que sean los mismos que constituyen la base social del estilo actual, los cuales tienen, por supuesto, mucho que perder y muy poco que ganar con el cambio.

Resulta inevitable sugerir, principalmente para los países periféricos, que el paradigma del desarrollo sustentable sólo se transformará en una propuesta alternativa de política pública en la medida en que sea posible distinguir sus componentes reales, es decir, sus contenidos sectoriales, económicos, ambientales y sociales. No cabe duda, por ejemplo, que uno de los pilares del estilo actual es precisamente la industria automotriz, con sus secuelas de congestión urbana, quema de combustibles fósiles, etc. Ahora bien, lo que podría ser considerado sustentable para los empresarios (por ejemplo, vehículos más económicos y dotados de convertidores catalíticos) no necesariamente lo sería desde el punto de vista de la sociedad (por ejemplo, transporte público eficiente). Lo mismo ocurre en relación a los recursos naturales. Para el sector productor de muebles o exportador de maderas, podría ser considerada sustentable la explotación forestal que promueva la sustitución de la cobertura natural por especies homogéneas, puesto que el mercado responde a, e incentiva, la competitividad individual fundada en la rentabilidad óptima de los recursos. Mientras, para el país, puede que sea sustentable precisamente la preservación de estos mismos recursos forestales, garantizando su diversidad para investigaciones genéticas, para la manutención cultural de poblaciones autóctonas, etc., otorgándose de paso una menor rentabilidad a la exportación de maderas o mueblería.

Una aproximación más bien lógico-formal al interrogante de los "actores" detrás de una estrategia de desarrollo sustentable sería la de utilizar los propios fundamentos económicos del proceso productivo: capital, trabajo y recursos naturales. Históricamente, dos de éstos, capital y trabajo, han gozado de una base social directamente vinculada a su evolución, es decir, "portadora" de los intereses específicos a tales factores. Así, la acumulación de capital financiero, comercial o industrial pudo nutrirse y a su vez sostener el fortalecimiento de una clase capitalista, mientras la incorporación de la naturaleza a través de las relaciones de producción pudo favorecerse y, a su vez, favoreció la consolidación de una clase trabajadora. Para no alargar demasiado el argumento, basta con recordar que el desarrollo de las luchas sociales se ha dado, en términos históricos, a través de la pugna entre socialismo y capitalismo, aún cuando algunos autores confundan el agotamiento del autoritarismo y la victoria de la democracia con el "fin de la historia" de las luchas sociales. El dilema actual de la sustentabilidad se resumiría, por consiguiente, en la inexistencia de un actor cuya razón de ser social fuesen los recursos naturales, fundamento al menos de la sustentabilidad ecológica y ambiental del desarrollo. Esto se vuelve aún más complejo al considerar que, en lo que se dice en relación con el capital y el trabajo, sus respectivos actores detentan la propiedad de los respectivos factores, mientras la propiedad de algunos de los recursos naturales y de la mayoría de los procesos ecológicos es, por lo menos en teoría, pública.

En resumen, podría decirse que convivimos todavía con dos realidades contrapuestas. Por un lado, todos los actores parecen concordar en que el estilo actual se ha agotado y es decididamente insustentable, no sólo desde el punto de vista económico y ambiental, sino principalmente en lo que se refiere a la justicia social. Por el otro, no se adoptan las medidas indispensables para la transformación de las instituciones económicas, sociales y políticas que dieron sustento al estilo vigente. Cuando mucho, se hace uso de la noción de sustentabilidad para introducir lo que equivaldría a una restricción ambiental en el proceso de acumulación, sin afrontar todavía los procesos institucionales y políticos que regulan la propiedad, control, acceso y uso de los recursos naturales y de los servicios ambientales. Tampoco se hacen evidentes las acciones indispensables para cambiar los patrones de consumo en los países industrializados, los cuales, como es sabido, determinan la internacionalización del estilo. Hasta el momento, lo que se ve son transformaciones sólo cosméticas, tendientes a "enverdecer" el estilo actual, sin de hecho propiciar los cambios a que se habían comprometido los gobiernos representados en Rio. Un fenómeno por lo demás conocido por sociólogos y politólogos, que lo clasifican como de conservadurismo dinámico (véase, por ejemplo, Schon, 1973). Antes que una teoría conspirativa de grupos o estratos sociales, se trata simplemente de la tendencia inercial del sistema social para resistir al cambio, promoviendo la aceptación del discurso transformador precisamente para garantizar que nada cambie, en una suerte de "gatopardismo" posmoderno.

Adoptando una postura quizás más optimista respecto de la capacidad de la élite y de los llamados "poderes fácticos" para adaptarse a fuentes de cuestionamiento de su poder (el aludido conservadurismo dinámico), podríamos sugerir que antes del resultado de una conspiración deliberada de los grupos que más se benefician del actual estilo, el desarrollo sustentable está padeciendo de una patología común a cualquier propuesta de transformación de la sociedad demasiado cargada de significado y simbolismo. En otras palabras, por detrás de tanta unanimidad yacen actores reales que comulgan visiones bastante particulares de la sustentabilidad. Tomemos una ilustración por lo demás muy cercana al corazón de los proponentes de la sustentabilidad: la Amazonia (véase al respecto Guimarães, 1997[b]).

Lo sugerido recién permitiría entender, por ejemplo, por qué un empresario maderero puede discurrir sobre la necesidad de un "manejo sustentable" del bosque amazónico y estar refiriéndose preferentemente a la sustitución de la cobertura natural por especies homogéneas, o sea, para garantizar la "sustentabilidad" de las tasas de retorno de la inversión en actividades de extracción de madera. Mientras, un dirigente de una entidad preservacionista defiende con igual ardor medios para precisamente prohibir cualquier tipo de exploración económica y hasta de presencia humana en extensas áreas de bosque primario, es decir, para garantizar la "sustentabilidad" de la biodiversidad natural (algunos más cínicos dirían que no debiera permitirse siquiera la presencia de monos… ¡en una de esas se produce la evolución y se transforman en humanos!). Todo lo anterior podría estar sucediendo mientras un dirigente sindical está razonando, con igual énfasis y sinceridad de propósitos que el empresario y el preservacionista, en favor de actividades de extracción vegetal de la Amazonia como un medio para garantizar la "sustentabilidad" socioeconómica de su comunidad (por ejemplo, las llamadas "reservas extractivistas" que se hicieron famosas mundialmente gracias a la lucha de Chico Mendes en Brasil). Por último, en algún lugar cercano en donde los tres actores anteriormente citados se encuentran arengando a la gente, quizás en la misma reunión, podemos encontrar a un indigenista explayándose sobre la importancia de la Amazonia para la "sustentabilidad" cultural de prácticas, valores y rituales que otorgan sentido e identidad a la diversidad de etnias indígenas.

En resumen, el empresario puede fundamentar sus posiciones en favor del desarrollo sustentable de la Amazonia en imágenes del bosque como una despensa, el preservacionista como un laboratorio, el sindicalista como un supermercado y el indigenista como un museo. Para tornar las cosas aún más complicadas, lo cierto es que ¡todas esas imágenes revelan lecturas y realidades más que legítimas respecto de lo que significa la sustentabilidad! El desafío que se presenta por tanto para el gobierno y la sociedad, para los tomadores de decisión y los actores que determinan la agenda pública es, precisamente, el de garantizar la existencia de un proceso transparente, informado y participativo para el debate y la toma de decisiones en pos de la sustentabilidad. Ello para que sea posible formular políticas de desarrollo que, como máximo y en términos ideales, promuevan un modelo social y ambientalmente adecuado de uso de los recursos naturales, tanto para satisfacer las necesidades básicas y mejorar la calidad de vida de la población actual como para aumentar las oportunidades para que las generaciones futuras mejoren su propia calidad de vida. Como mínimo, y a partir de la constatación de que los intereses sociales son, por definición, diferenciados y muchas veces contradictorios, el formular políticas de desarrollo que proyecten un norte para la sociedad y, en base a esa visión del futuro, logren establecer prioridades y criterios para justificar la selección de una alternativa que satisfaga determinadas necesidades de actores específicos, y no otras.

La realidad actual sugiere pues la necesidad de superar enfoques parciales, hasta cierto punto ingenuos y "naturalistas" acerca de la sustentabilidad. Y sustituirlos por el reconocimiento de que los problemas ecológicos revelan disfunciones de carácter social y político (los padrones de relación entre seres humanos y la forma en que está organizada la sociedad en su conjunto), y son el resultado de distorsiones estructurales en el funcionamiento de la economía (los padrones de consumo de la sociedad y la forma en que ésta se organiza para satisfacerlos). Pareciera oportuno, por consiguiente, delinear algunos criterios operacionales de sustentabilidad de acuerdo con la definición sugerida. Tal procedimiento da lugar a la preparación para el aterrizaje del paradigma de la sustentabilidad en el reino concreto de las políticas públicas, lo que permite, adicionalmente, diferenciar actores e intereses de un modo más preciso. Por limitaciones de espacio, la presentación estará limitada a la enunciación no exhaustiva de criterios aplicables exclusivamente a las dimensiones ecológicas y ambientales de la sustentabilidad (para otras dimensiones véase, por ejemplo, Guimarães, 1997[a]).

La sustentabilidad ecológica del desarrollo se refiere a la base física del proceso de crecimiento y objetiva la conservación de la dotación de recursos naturales incorporada a las actividades productivas. Haciendo uso de la propuesta inicial de Daly (1990, véase también Daly y Townsend, 1993), se pueden identificar por lo menos dos criterios para su operacionalización a través de las políticas públicas. Para el caso de los recursos naturales renovables, la tasa de utilización debiera ser equivalente a la tasa de recomposición del recurso. Para los recursos naturales no renovables, la tasa de utilización debe equivaler a la tasa de sustitución del recurso en el proceso productivo, por el período de tiempo previsto para su agotamiento (medido por las reservas actuales y por la tasa de utilización).
Tomándose en cuenta que su propio carácter de "no renovable" impide un uso indefinidamente sustentable, hay que limitar el ritmo de utilización del recurso al período estimado para la aparición de nuevos sustitutos. Esto requiere, entre otros aspectos, que las inversiones realizadas para la explotación de recursos naturales no renovables, a fin de resultar sustentables, deben ser proporcionales a las inversiones asignadas para la búsqueda de sustitutos, en particular las inversiones en ciencia y tecnología. La sustentabilidad ambiental se refiere a la relación con la manutención de la capacidad de carga de los ecosistemas, es decir, a la capacidad de la naturaleza para absorber y recomponerse de las agresiones antrópicas. Haciendo uso del mismo razonamiento anterior, el de ilustrar formas de operacionalización de concepto, dos criterios aparecen como obvios. En primer lugar, las tasas de emisión de desechos como resultado de la actividad económica deben equivaler a las tasas de regeneración, las cuales son determinadas por la capacidad de recuperación del ecosistema. A título de ilustración, el alcantarillado doméstico de una ciudad de 100 mil habitantes produce efectos dramáticamente distintos si es lanzado en forma dispersa a un cuerpo de agua como el Amazonas, que si fuera desviado hacia una laguna o un estero. Si en el primer caso el sumidero podría ser objeto de tratamiento sólo primario, y contribuiría como nutriente para la vida acuática, en el segundo caso ello provocaría graves perturbaciones, y habría que someterlo a sistemas de tratamiento más complejos y onerosos. Un segundo criterio de sustentabilidad ambiental sería la reconversión industrial con énfasis en la reducción de la entropía, es decir, privilegiando la conservación de energía y el uso de fuentes renovables. Lo anterior significa que tanto las "tasas de recomposición" (para los recursos naturales) como las "tasas de regeneración" (para los ecosistemas) deben ser tratadas como "capital natural". La incapacidad de sostenerlas a través del tiempo debe ser tratada, por tanto, como consumo de capital, o sea, no sustentable.

Reduccionismo economicista y la ética de la sustentabilidad

Los comentarios introducidos hasta aquí requieren todavía de una reflexión más general respecto del fundamento ético que cimienta el paradigma de la sustentabilidad, puesto que cuestionan también el economicismo que contamina el pensamiento contemporáneo sobre la globalización y el proceso de desarrollo. La economía necesita, al respecto, rescatar su identidad y sus propósitos iniciales, sus raíces como oikonomia, el estudio del aprovisionamiento del oikos, o del hogar humano, por una feliz coincidencia, la misma raíz semántica de la ecología. Desgraciadamente, con la aceleración de los tiempos de la modernidad, la economía ha dejado de estudiar los medios para el bienestar humano, convirtiéndose en un fin en sí mismo.
Una ciencia en la cual todo lo que no posea valor monetario, todo aquello para lo que no se pueda establecer un precio, carece de valor. Esto se está convirtiendo en uno de los fetiches más perniciosos de los tiempos modernos y muchos de nosotros lo aceptamos sin siquiera esbozar reacción alguna, pese a las advertencias de economistas de la estatura del Premio Nobel de Economía, Amartya Sen (1986, 1989): "Se asigna un ordenamiento de preferencias a una persona, y cuando es necesario se supone que este ordenamiento refleja sus intereses, representa su bienestar, resume su idea de lo que debiera hacerse y describe sus elecciones. (...) En efecto, el hombre puramente económico es casi un retrasado mental desde el punto de vista social. La teoría económica se ha ocupado mucho de ese tonto racional arrellanado en la comodidad de su ordenamiento único de preferencias para todos los propósitos" (1986: 202). A pesar de nuestra ceguera, una ceguera muchas veces interesada -cuando vendemos nuestros valores y nuestra capacidad crítica a cambio de una cuota extra de consumismo y de acumulación material- la realidad empírica nos demuestra que la acumulación de riqueza, es decir, el crecimiento económico, no constituye y jamás ha constituido un requisito o precondición para el desarrollo de los seres humanos. Es más. Las opciones humanas de bienestar se proyectan mucho más allá del bienestar económico, puesto que es el uso que una colectividad hace de su riqueza, y no la riqueza misma, el factor decisivo.

Los números nos indican con suficiente claridad que países con niveles equivalentes de riqueza económica poseen niveles de bienestar radicalmente distintos. Si lo anterior no fuera suficiente, bastaría con recordar que las cuatro décadas de la post-guerra revelan el dinamismo más impresionante ya registrado por la economía mundial y, particularmente, por las economías latinoamericanas, sin que esta acumulación de riqueza haya significado mucho más que la acumulación de la exclusión, de las desigualdades sociales y del deterioro ambiental. De hecho, se ha acrecentado la brecha de equidad en términos globales, con la distancia entre ricos y pobres saltando de treinta veces en 1960 a sesenta y tres veces en 1990, y a setenta y nueve veces en 1999, poniendo en tela de juicio las teorías que postulan que el simple proceso de crecimiento puede resolver los problemas de inequidad y de injusticia social. Si esa realidad ya había llevado al PNUD a afirmar que "nadie debiera estar condenado a una vida breve o miserable sólo porque nació en la clase equivocada, en el país equivocado o con el sexo equivocado" (1994:17), en su edición más reciente concluye que "las nuevas reglas de la globalización -y los actores que las escriben- se orientan a integrar los mercados globales, descuidando las necesidades de las personas que los mercados no son capaces de satisfacer. Este proceso está concentrando poder y marginando a los países y personas pobres" (2000: 30)

De hecho, no debiera ser necesaria una argumentación en base empírica para justificar tal afirmativa. El propio acercamiento a ese tema por parte de algunos de los "padres" de la economía neoclásica deja clara la postura defendida en esta oportunidad. Como nos recuerda José Manuel Naredo (1998:3), "cuando el término ‘desarrollo sostenible’ está sirviendo para mantener en los países industrializados la fe en el crecimiento y haciendo las veces de burladero para escapar a la problemática ecológica y a las connotaciones éticas que tal crecimiento conlleva, no está de más subrayar el retroceso operado al respecto citando a John Stuart Mill, en sus Principios de Economía Política (1848) que fueron durante largo tiempo el manual más acreditado en la enseñanza de los economistas".
Conviene reproducir en extenso, por su actualidad, el pensamiento de Stuart Mill, curiosamente, enunciado en la misma fecha en que salía a la luz pública el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels: "No puedo mirar al estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el mismo manifiestan los economistas de la vieja escuela. Me inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual. Confirmo que no me gusta el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talones al que va delante, característicos del tipo de sociedad actual, e incluso que constituyen el género de vida más deseable para la especie humana (...) No veo que haya motivo para congratularse de que personas que son ya más ricas de lo que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún placer, excepto como representativos de riqueza, (...) sólo en los países atrasados del mundo es todavía el aumento de producción un asunto importante; en los más adelantados lo que se necesita desde el punto de vista económico es una mejor distribución. (...) Sin duda es más deseable que las energías de la humanidad se empleen en esta lucha por la riqueza que en luchas guerreras, (...) hasta que inteligencias más elevadas consigan educar a las demás para mejores cosas. Mientras las inteligencias sean groseras necesitan estímulos groseros. Entre tanto debe excusársenos a los que no aceptamos esta etapa muy primitiva del perfeccionamiento humano como el tipo definitivo del mismo, por ser escépticos con respecto a la clase de progreso económico que excita las congratulaciones de los políticos ordinarios: el aumento puro y simple de la producción y de la acumulación" (1899: 641-42). En síntesis, no tiene sentido intentar refundar una nueva sociedad, desde la perspectiva de la ética de la sustentabilidad, sobre la base de un movimiento de expansión de mercados impulsado por el desarrollo tecnológico. Lo único que produce el afán del crecimiento ilimitado, basado en la creencia en el desarrollo tecnológico igualmente ilimitado, es la alienación de los seres humanos, convirtiéndolos en robots que buscan sin cesar la satisfacción de necesidades cada vez menos relacionadas con las necesidades de supervivencia y de crecimiento espiritual. Pese a que hemos sido llevados a creer ciegamente que mientras más nos transformemos de ciudadanos en consumidores, más nos acercaremos a la libertad y a la felicidad, la verdad es que nos tornamos menos humanos en el camino.

Vienen de inmediato a la mente las palabras de Marx, escritas desde una posición ideológica opuesta a la de Stuart Mill y cuando la internacionalización del capitalismo se encontraba todavía gateando. Reflexionando sobre la propiedad privada y la distinción entre ser y tener, decía Marx: "la propiedad privada nos ha vuelto tan estúpidos y parciales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando directamente lo comemos, lo bebemos, lo usamos, lo habitamos, etc., en resumen, cuando lo utilizamos de alguna manera. Así, todos los sentidos físicos e intelectuales han sido reemplazados por la simple alienación de todos estos sentidos; cuanto menos seas y cuanto menos expreses tu vida, tanto más tienes y más alienada está tu vida (...) todo lo que el economista te quita en la forma de vida y de humanidad, te lo devuelve en la forma de dinero y riqueza" (Marx, 1975).

En contraste con el ser que tiene pero no es, advirtió Erich Fromm un siglo más tarde (1978:34): "el amor [y la solidaridad] no es algo que se pueda tener, sino un proceso. (...) Puedo amar, puedo estar enamorado, pero no tengo (...) nada; de hecho, cuanto menos tenga, más puedo amar". Contrariamente al precepto máximo del neoliberalismo "consumo, ergo soy", con su corolario de "si yo soy consumidor, soy un ciudadano libre", señalaba Fromm hace más de dos décadas: "Tener libertad no significa liberarse de todos los principios guías, sino la libertad para crecer de acuerdo con las leyes de la estructura de la existencia humana; en cambio, la libertad en el sentido de no tener impedimentos, de verse libre del anhelo de tener cosas y el propio ego, es la condición para amar y ser productivo" (Fromm, 1978:150).

 
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Notas

* Una primera versión ha sido publicada en la revista Ambiente & Sociedade, N° 2, 1998 (Campinas, Brasil) primer semestre, 5-24. Las opiniones expresadas en este documento, que no ha sido sometido a revisión editorial, son de exclusiva responsabilidad del autor y no comprometen a la CEPAL.
* Licenciado en Administración Pública, Maestro y Doctor en Ciencia Política, investigador de la División Medio Ambiente y Asentamientos Humanos de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y Caribe (CEPAL), en Santiago de Chile.
Como citar este documento: Alimonda, Héctor. Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopíaEn publicación: Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía. Héctor Alimonda. CLACSO. 2002. ISBN: 950-9231-74-6
Acceso al texto completo: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/ecologia/ecologia.html
Ecología política. Naturaleza, sociedad y utopía
Colección Grupos de Trabajo Héctor Alimonda (comp.)
Héctor Alimonda, Alain Lipietz, James O’Connor, Roberto Guimarães, Guillermo Castro Herrera, Célia Dias, Angela Alonso, Valeriano Costa, Eduardo Gudynas, Roberto Moreira, David Barkin, Canrobert Costa Neto, Flaviane Canavessi, Renata Menasche, Ricardo Ferreira Ribeiro, Fernando Marcelo de la Cuadra, Henri Acselrad, Cecília C. do A. Mello y Ruy de Villalobos.

ISBN 950-9231-74-6
Buenos Aires: CLACSO, abril de 2002
(15,5 x 22,5 cm) 352 páginas

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