Quiero
decir unas palabras a favor de la Naturaleza, de la libertad total y el estado
salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura simplemente civiles;
considerar al hombre como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más
que como miembro de la sociedad. Desearía hacer una declaración radical, si se
me permite el énfasis, porque ya hay suficientes campeones de la civilización;
el clérigo, el consejo escolar y cada uno de vosotros os encargaréis de
defenderla.
En el
curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen
el arte de Caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por
expresarlo así, de sauntering [deambular]: término de hermosa etimología, que
proviene de “persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía
limosna so pretexto de encaminarse à la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de tanto
oírselo, los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de ahí, saunterer, peregrino.
Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como aparentan, serán,
en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan allá son
saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy.— Hay, sin embargo,
quienes suponen que la palabra procede de sans terre, sin tierra u hogar, lo
que, en una interpretación positiva querría decir que no tiene un hogar
concreto, pero se siente en casa en todas partes por igual. Porque éste es el
secreto de un deambular logrado. Quien nunca se mueve de casa puede ser el
mayor de los perezosos; pero el saunterer, en el recto sentido, no lo es más
que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más
directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad
es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún
Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y
reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa.
La
verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de
corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras
expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez
al lugar familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del
camino no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar
el más breve de los paseos, con imperecedero espíritu de aventura, para no
volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen a nuestros afligidos reinos,
como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes dispuesto a
abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no
volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en
orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una
caminata.
Para
ceñirme a mi propia experiencia, mi compañero y yo –porque a veces llevo un
compañero—, disfrutamos imaginándonos miembros de una orden nueva, o mejor,
antigua: no somos Caballeros, ni jinetes de cualquier tipo, sino Caminantes,
una categoría, espero, aún más antigua y honorable. El espíritu caballeresco y
heroico que en día correspondió al jinete parece residir ahora –o quizás haber
descendido sobre él— en el Caminante; no el Caballero, sino el Caminante
Andante. Un a modo de cuarto estado, independiente de la Iglesia, la Nobleza y
el Pueblo.
Hemos
notado que, por la zona, somos casi los únicos en practicar este noble arte;
aunque, a decir verdad, a la mayoría de mis vecinos, al menos si se da crédito
a sus afirmaciones, les gustaría mucho pasear de vez en cuando como yo, pero no
pueden. Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la
libertad y la independencia que constituyen el capital en esta profesión. Sólo
se consiguen por la gracia de Dios. Llegar a ser caminante requiere un designio
directo del Cielo. Tienes que haber nacido en la familia de los Caminantes.
Ambulator nascitur, non fit [el caminante nace, no se hace]. Cierto es que
algunos de mis conciudadanos pueden recordar, y me las han descrito, ciertas
caminatas que dieron diez años atrás y en las que fueron bendecidos hasta el
punto de perderse en los bosques durante media hora; pero sé muy bien que, por
más pretensiones que alberguen de pertenecer a esta categoría selecta, desde
entonces se han limitado a ir por la carretera. Sin duda durante un momento se
sintieron exaltados por la reminiscencia de un estado de existencia previo, en
el que incluso ellos fueron habitantes de los bosques y proscritos.
Al llegar al verde bosque,
Una alegre mañana,
Oyó el canto de las aves,
Sus noticias felices.
Hace mucho, dijo Robin,
la última vez que aquí estuve,
Aceché para tirar
Contra el oscuro ciervo.
Creo
que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas
diarias, y habitualmente más a deambular por bosques, colinas y praderas, libre
por completo de toda atadura mundana. Podéis decirme, sin riesgo: “Te doy un
penique por lo que estás pensando”; o un millar de libras. Cuando recuerdo a
veces que los artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no
sólo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse, tantos de
ellos, con las piernas cruzadas, como si las piernas se hubieran hecho para
sentarse y no para estar de pie o caminar, pienso que son dignos de admiración
por no haberse suicidado hace mucho tiempo.
A mí,
que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme
y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora –a las
cuatro, demasiado tarde para amortizar el día, cuando comienzan ya a
confundirse las sombras de la noche con la luz diurna— me he sentido como si
hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la
capacidad de resistencia, por no mencionar la insensibilidad moral, de mis
vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante
semanas y meses, e incluso años y años. No sé de qué pasta están hechos, sentados
ahí ahora, a las tres de la tarde, como si fueran las tres de la mañana.
Bonaparte puede hablar del valor de las tres de la madrugada, pero eso no es
nada comparado con el valor necesario para quedarse sentado alegremente a la
misma hora de la tarde, cara a cara con uno mismo, con quien se ha estado
tratando toda la mañana, intentando rendir por hambre una guarnición a la que
uno está ligado con tan estrechos lazos de simpatía. Me maravilla que hacia esa
hora o, digamos, entre las cuatro y las cinco, demasiado tarde para los
periódicos de la mañana y demasiado pronto para los vespertinos, no se escuche
por toda la calle una explosión general, que esparza a los cuatro vientos una
legión de ideas y chifladuras anticuadas y domésticas para renovar el aire… ¡y
al diablo con todo!.
No sé
cómo lo soportan las mujeres, que están aún más recluidas en casa que los
hombres; aunque tengo motivos para sospechar que la mayor parte de ellas no lo
soporta en absoluto. Cuando, en verano, a primera hora de la tarde, nos
sacudimos el polvo de la ciudad de los faldones del traje, pasando raudos ante
esas casas de fachada perfectamente dórica o gótica, mi acompañante me susurra
que lo más probable es que a esas horas todos sus ocupantes estén acostados. Es
entonces cuando aprecio la belleza y la gloria de la arquitectura, que nunca se
recoge, sino que permanece siempre erguida, velando a los que dormitan.
Sin
duda, el temperamento y, sobre todo, la edad tienen mucho que ver con todo
esto. A medida que un hombre envejece, aumenta su capacidad para quedarse
quieto y dedicarse a ocupaciones caseras. Se hace más vespertino en sus
costumbres conforme se aproxima al atardecer de la vida, hasta que al final se
pone en marcha justo antes de la puesta del sol y pasea cuanto necesita en
media hora.
Pero
al caminar al que me refiero nada tiene en común con, como suele decirse, hacer
ejercicio, al modo en que el enfermo toma su medicina a horas fijas, como el
subir y bajar de las pesas o los columpios, sino que es en si mismo la empresa
y la aventura del día. Si queréis hacer ejercicio, id en busca de las fuentes
del alma. ¡Pensad que un hombre levante pesas para conservar la salud, cuando
esas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no se le ocurre acercarse!
Aún
más, tienes que andar como un camello, del que se dice es el único animal que
rumia mientras marcha. Cuando un viajero pidió a la criada de Wordsworth que le
mostrase el estudio de su patrón, ella le contestó: <<Esta es su
biblioteca, pero su estudio está al aire libre.>>
Vivir
mucho al aire libre, al sol y al viento, produce, sin duda, cierta dureza de
carácter, desarrolla una gruesa callosidad sobre las cualidades más delicadas
de nuestra naturaleza, igual que curte el rostro y las manos, y como el trabajo
manual duro priva a éstas de algo de su sensibilidad táctil, Pero, en cambio,
quedarse en casa puede producir en la piel suavidad y finura, por no decir
debilidad, acompañadas de una sensibilidad mayor ante ciertas impresiones.
Quizá fuéramos más sensibles a algunas influencias importantes para nuestro
crecimiento intelectual y moral si sobre nosotros brillase un poco menos el sol
y soplase algo menos el viento; y no hay duda de que constituye un bonito
asunto determinar la proporción correcta entre piel gruesa y piel fina. Pero me
parece que se trata de una costra que caerá rápidamente, que la solución
natural ha de hallarse en la proporción de día que puede aguantar la noche; de
verano, el invierno; de experiencia, el pensamiento. Habrá mucho más aire y más
sol en nuestras mentes. Las palmas duras del trabajador están versadas en más
finos tejidos de dignidad y heroísmo, cuyo tacto conmueve el corazón, que los
dedos lánguidos de ociosidad. Que sólo la sensiblería se pasa el día en la cama
y se cree blanca, lejos del bronceado y los callos de la experiencia.
Cuando
caminamos, nos dirigimos naturalmente hacia los campos y los bosques: ¿qué
sería de nosotros si sólo paseásemos por un jardín o por una avenida? Algunas
sectas filosóficas han sentido incluso la necesidad de acercar hasta sí los
bosques, ya que no iban a ellos. <<Plantaron arboledas y avenidas de
arces>>, donde daban subdiales ambulationes (paseos al aire libre) por
atrios descubiertos. De nada sirve, por descontado, dirigir nuestros pasos hacia
los bosques, si no nos llevan allá. Me alarmo cuando ocurre que he caminado
físicamente una milla hacia los bosques sin estar yendo hacía ellos en
espíritu. En el paseo de la tarde me gustaría olvidar todas mis tareas
matutinas y mis obligaciones con la sociedad. Pero a veces no puedo sacudirme
fácilmente el pueblo. Me viene a la cabeza el recuerdo de alguna ocupación, y
ya no estoy donde mi cuerpo, sino fuera de mí. Querría retornar a mí mismo en
mis paseos. ¿Qué pinto en los bosques si estoy pensando en otras cosas?
Sospecho de mí mismo, y no puedo evitar un estremecimiento, cuando me sorprendo
tan enredado, incluso en lo que llamamos buenas obras…. que también sucede a
veces.
Mi
región ofrece gran número de paseos espléndidos; y aunque durante muchos años
he caminado prácticamente cada día, y a veces durante varios días, aún no los
he agotado. Un panorama completamente nuevo me hace muy feliz, y sigo
encontrando una cada tarde. Dos o tres horas de camino me llevan a una zona tan
desconocida como siempre espero. Una granja solitaria que no haya visto antes
resulta a veces tan magnífica como los dominios del rey de Dahomey. La verdad
es que puede percibirse una especie de armonía entre las posibilidades del
paisaje en un círculo de diez millas a
la redonda —los límites de una caminata vespertina— y la totalidad de la vida
humana. Nunca acabas de conocerlos por completo.
En la
actualidad casi todas las llamadas mejoras del hombre, como la construcción de
casas y la tala de los bosques y de todos los árboles de gran tamaño, no hacen
sino deformar el paisaje y volverlo cada vez más doméstico y vulgar. ¡Un pueblo
que comenzase por quemar las cercas y dejar en pie el bosque…! He visto los
cercados medio consumidos, perdidos sus restos en medio de la pradera, y un
miserable profano ocupándose en sus lindes con un topógrafo, mientras la gloria
se manifestaba en su derredor y él no veía los ángeles yendo y viniendo, sino
que se dedicaba a buscar el viejo hoyo de un poste en medio del paraíso. Volví
a mirar, y lo vi en pie en medio de un tenebroso pantano, rodeado de diablos; y
no hay duda de que había encontrado la linde, tres piedrecillas allí donde
había estado hincada una estaca; y mirando más cerca, vi que el Príncipe de las
Tinieblas era el agrimensor.
Saliendo
de mi propia puerta, puedo caminar con facilidad diez, quince, veinte, cuantas
millas sean sin pasar cerca de casa alguna, sin cruzar un camino, excepto los
que trazan el zorro y el visón; primero, a lo largo del río, luego, del arroyo,
y después, por la pradera y el lindero del bosque. Hay en los alrededores
muchas millas cuadradas sin habitantes. Desde más de un otero puedo ver a lo
lejos la civilización y las viviendas humanas. Los granjeros y sus labores
resultan apenas más perceptibles que las marmotas y sus madrigueras. Me
complace ver cuán pequeño espacio ocupan en el paisaje el hombre y sus asuntos,
la iglesia, el estado y la escuela, los oficios y el comercio, las industrias y
la agricultura; incluso el más alarmante de todos, la política. La política no
es más un estrecho campo, al que conduce un camino aún más estrecho. A veces
encamino allí al viajero. Si quieres ir al mundo de la política, sigue la
carretera sigue a ese mercader, trágate el polvo que levanta, y te conducirá
derecho allí; porque también ese mundo es limitado, no lo ocupa todo. Yo paso
ante él como ante un campo de judías en el bosque, y lo olvido. En media hora
pudo llegara alguna porción de la superficie terrestre que no haya pisado pie
humano durante un año y donde, por lo tanto, no hay política, que es sólo como
el humo del cigarro de un hombre.
El
pueblo, la villa, es el lugar al que se dirigen las carreteras, una especie de
expansión del camino, como un lago respecto de un río. Es el cuerpo del que las
carreteras son los brazos y piernas: un sitio trivial o quadrivial, lugar de
paso y fonda barata para los viajeros. La palabra proviene del latín villa, que
Varrón hace proceder, junto vía, camino, de veho, transportar, porque la villa
es el lugar al que ( y desde el que) se transportan cosas. Para los que se
ganaban la vida como arrieros se utilizaba la expresión vellaturam facere
(transportar mercancías por dinero). La misma procedencia tienen el término
latín vilis y nuestro vil; y también <<villano>>. Lo que sugiere el
tipo de degeneración con que se relacionaba a los pueblerinos, exhaustos, aun
sin viajar, por el tráfico que discurría a través y por encima de ellos.
Hay
quien no camina nada; otros, lo hacen por carretera; unos pocos, atraviesan
fincas. Las carreteras se han hecho para los caballos y los hombres de
negocios. Yo viajo por ellas relativamente poco, porque no tengo prisa en
llegar a ninguna venta, tienda, cuadra de alquiler o almacén al que lleven. Soy
buen caballo de viaje, pero no por carretera. El paisajista, para indicar una
carretera, usa figuras humanas. La mía no podría utilizarla. Yo me adentro en
la Naturaleza, como lo hicieron los profetas y los poetas antiguos, Manu,
Moisés, Homero, Chaucer. Podéis llamar a esto América, pero no es América; no
la descubrió Américo Vespucio, ni Colón, ni ninguno de los otros. Hay más
verdad sobre lo que yo he visto en la mitología que en ninguna de las
denominadas historias de América.
Sin
embargo, existen unos pocos caminos antiguos por los que se puede andar con
provecho, como si condujesen a alguna parte —ahora que se encuentran
prácticamente cortados—. Como la Antigua Carretera de Marlborough. Hablar aquí
de ella es mucho atrevimiento, porque supongo que hay una o dos así en cada
lugar.
LA
ANTIGUA CARRETERA DE MARLBOROUGH
Donde
una vez cavaron en busca de riquezas
Mas
nunca hallaron nada,
Donde
marciales huestes desfilaron un día
—También
Elijah Wood—,
Temo
que inútilmente.
No
queda nadie excepto
Perdices
y conejos,
Excepto
Elisha Dugan,
El de
hábitos salvajes,
Que
desdeña la prisa,
Sólo
atiende a sus trampas
Y
vive en soledad,
Pegado
a lo que importa,
Donde
es dulce la vida
Y
buena la comida.
Cuando
la primavera
Me
remueve la sangre
Con
instintos viajeros,
Bastante
grava tiene
La
Antigua Carretera
Que a
Marlborough llevó.
No la
repara nadie,
Para
nadie discurre,
Es un
camino vivo,
Que
dicen los cristiano.
No
hay muchos que lo tomen
Sólo
los invitados
De
Quin el irlandés.
Otra
cosa no es
Sino
por donde irse,
La
posibilidad
De
llegar a algún sitio.
Grandes
mojones pétreos,
Pero
ningún viajero,
Cenotafios
de pueblos
Con
su nombre tallado.
Averiguar
quisieras
Cuál
podría ser el tuyo.
¿Qué
rey se levantó
—Aún
me estoy preguntando—,
Cómo
y dónde se irguió
Y por
qué concejales,
Gourgas,
lee, Clark o Darby?
Para
ser algo eterno
Se
esforzaron sin tasa
Pétreas,
borradas lápidas,
Donde
un viajero puede
Quejarse
y en palabras
Grabar
lo que ha aprendido
Para
que otro lo lea
Si
está necesitado
Yo sé
de una o dos líneas
Que
quisiera escribir.
Literatura
apta
Para
perpetuarse
A
través de estas tierras;
Y
poder recordar
El
próximo diciembre,
Y
luego, en primavera,
Tras
el deshielo, leer.
Sí,
con la fantasía
Al
viento, te despides,
Puedes
dar la vuelta al mundo
Por
la Antigua Carretera
Que
una vez llevó hasta Marlborough.
En la
actualidad, la mayor parte de la tierra en esta región no es de propiedad
privada; el paisaje no pertenece a nadie y el caminante goza de relativa
libertad. Pero puede que llegue el día en que la compartimenten en lo que
llaman fincas de recreo, donde sólo una minoría obtendrá un disfrute
restringido y exclusivo cuando se hayan multiplicado las cercas, los cepos y
otros ingenios inventados para mantener a los hombres en la carretera pública,
y caminar por la superficie de la tierra de Dios se considere un intento de
allanar las tierras de unos pocos caballeros. Disfrutar de algo en exclusiva
implica por lo general excluirte de su auténtico disfrute. Aprovechemos
nuestras oportunidades antes de que llegue el día aciago.
¿Por
qué resulta a veces tan arduo decidir hacia dónde caminar? Creo que existe en
la Naturaleza un sutil magnetismo y que, si cedemos inconscientemente a él, nos
dirigirá correctamente. No da igual qué senda tomemos. Hay un camino adecuado,
pero somos muy propensos, por descuido y estupidez, a elegir el erróneo. Nos
gustaría tomar ese buen camino, que nunca hemos emprendido en este mundo real y
que es símbolo perfecto de que desearíamos recorrer en el mundo ideal e
interior; y si a veces hallamos difícil elegir su dirección, es —con toda
seguridad— porque aún no tiene existencia clara en nuestra mente.
Cuando
salgo de casa a caminar sin saber todavía a dónde dirigir mis pasos y
sometiéndome a lo que el destino decida en mi nombre, me encuentro por raro y
extravagante que pueda parecer, con que, final e inevitablemente, me encamino
al sudoeste, hacia un bosque, un prado, un pastizal abandonado o una colina que
haya en esa dirección. Mi aguja es lenta en fijarse: oscila unos pocos grados,
no siempre señala directamente al sudoeste, es cierto, y tiene criterio propio
respecto a esta variación, pero siempre se estabiliza entre el oeste y el
sudoeste. El futuro me tiende ese camino, y la tierra parece, por ese lado, más
inagotada y generosa. El esquema que perfilarían mis caminatas no sería un
círculo, sino una parábola o, mejor, como una de esas órbitas cometarias que se
consideran curvas de no retorno, abriéndose en este caso hacia el oeste y en la
que mi casa ocuparía el lugar del sol. A veces doy vueltas de un lado para
otro, incapaz de decidirme, durante un cuarto de hora, hasta que resuelvo, por
milésima vez, caminar hacia el suroeste o el oeste. En dirección a levante sólo
voy a la fuerza; pero hacia el oeste camino libremente. Ningún asunto me lleva
allí. Me resulta difícil creer que pueda encontrar paisajes bellos o suficiente
naturaleza salvaje y libertada tras el horizonte orienta. No me emociona la
perspectiva de dirigirme hacia él; en cambio, me parece que el bosque que veo
en el occidental se extiende sin interrupción hacia el sol poniente y que no
alberga ciudades lo bastante grandes como para molestarme. Dejadme vivir donde
quiera; aquí está la ciudad, allá la naturaleza; cada vez abandono más la
primera para retirarme al estado salvaje. No haría tanto hincapié en ello si no
creyese que algo similar constituye la tendencia predominante entre mis
compatriotas. Debo caminar hacia Oregón, no hacia Europa. El país está
moviéndose en la misma dirección; no cabría decir que la humanidad progresa de
este a oeste. En unos pocos años hemos asistido, en la colonización de
Australia, al fenómeno de una emigración hacia el sudeste; pero esto nos parece
un movimiento retrógrado y, a juzgar por el carácter moral y físico de la
primera generación de australianos, el experimento todavía no ha tenido éxito.
Los tártaros orientales piensas que al oeste del Tíbet no hay nada. <<El
mundo acaba allí>>, dicen; <<más allá solo hay un mar sin orillas>>.
Habitan un oriente sin remedio.
Nosotros
vamos al este a comprender la historia y a estudiar las obras del arte y de la
literatura, rehaciendo los pasos de la raza; al oeste, nos dirigimos como hacia
el futuro, con espíritu de iniciativa y aventura. El Atlántico es el río Leteo,
al atravesar el cual hemos tenido la oportunidad de olvidar el Viejo Mundo y
sus instituciones. Si esta vez no tenemos éxito, quizá haya a la izquierda otra
posibilidad para la raza, antes de llegar a las orillas de la Estigio: en el
Leteo del Pacífico, que es tres veces más ancho.
Ignoro
si resulta muy significativo o hasta qué punto constituye una prueba de
singularidad que un individuo coincida en sus paseos más insignificantes con el
movimiento general de la raza, pero sé que algo semejante al instinto
migratorio de aves y cuadrúpedos —que, como se sabe, en ciertos casos ha
afectado a la familia de las ardillas, empujándolas a un desplazamiento
generalizado y misterioso, durante el que se las ha visto, dicen cruzar los
ríos más anchos, cada una en su rama, con la cola desplegada como una vela, y
tender puentes sobre los arroyos más estrechos con los cadáveres de sus
compañeras—; que algo así como el furor que ataca al ganado doméstico en
primavera, y que se atribuye a un gusano que tienen en el rabo, afecta tanto a
las naciones como a los individuos, de forma permanente o de cuando en cuando.
No es que grazne sobre nuestra ciudad una bandada de gansos salvajes, pero
hasta cierto punto trastorna el valor actual de los bienes inmuebles; y, si yo fuera
agente de la propiedad, probablemente tomara en cuenta semejante perturbación.
Cuando
muchos más parten en peregrinación
Y
viajan buscando costas desconocidas.
Cada
anochecer al que asisto me inspira el deseo de marchar hacia un oeste tan
lejano y hermoso como aquel en el que el sol se pone. Parece que el sol emigre
cada día hacia occidente y nos invite a seguirlo. Es el Gran Pionero en camino
al Oeste al que siguen las naciones. Soñamos toda la noche con aquellas cadenas
montañosas del horizonte —aunque deben de ser sólo vapor—, las últimas que
doraron sus rayos. Parece que la Atlántida y las islas y jardines de las
Hespérides, algo así como un paraíso terrenal, fueron el Gran Oeste de los
antiguos, envuelto en misterio y poesía. ¿Quién no ha visto en su imaginación,
al contemplar el cielo del ocaso, los jardines de las Hespérides y el
fundamento de todas aquellas fábulas?
Colón
sintió la querencia del oeste con más fuerza que Nadie antes que él. La
obedeció y halló el Nuevo Mundo para Castilla y León. El rebaño humano olió
desde lejos verdes pastos, en aquellos días.
Y el
sol se acostó ya detrás de las colinas,
Y se
hundió en la bahía occidental;
Y se
elevó otra vez, y arrastró su azul manto;
Mañana,
a verdes bosques y pastizales nuevos.
¿En
que lugar del mundo puede encontrarse una zona de extensión igual a la que
ocupa el conjunto de nuestros estados, tan fértil, tan rica y variada en sus
productos y al mismo tiempo tan habitable para los europeos?.
Michaux,
que la conocía en parte, dice que <<las especies de árboles de gran
tamaño son mucho más numerosas en Norteamérica que en Europa; en los Estados
Unidos hay más de ciento cuarenta especies que sobrepasan los treinta pies de
altura; en Francia no hay mas que treinta que alcancen ese tamaño>>.
Botánicos posteriores confirman sobradamente sus observaciones. Humboldt vino a
América a verificar sus sueños juveniles sobre la vegetación tropical y la
contempló en su mayor perfección en los bosques primitivos del Amazonas, la más
gigantesca zona selvática de la Tierra, que tan elocuentemente describió. El
geógrafo Guyot, que era europeo, fue más lejos, más de lo que estoy dispuesto a
seguirle, aunque no cuando dice. <<Así como la planta se hizo para el
animal y el mundo vegetal para la fauna, América fue creada para el hombre del
Viejo Mundo… El hombre del Viejo Mundo sigue su camino. Dejando las tierras
altas de Asia, desciende, de etapa en etapa, hacia Europa. Cada uno de sus
pasos viene señalado por una nueva civilización, superior a la precedente, por
una mayor capacidad de desarrollo. Llegado al Atlántico, hace una pausa en la
orilla de ese océano desconocido, cuyos límites ignora, y vuelve sobre sus
pasos durante un momento>>. Cuando ha agotado el rico suelo europeo y se
ha revigorizado, <<reemprende su atrevida carrera hacia el oeste, como en
las épocas anteriores>>. Hasta aquí, Guyot.
De
esta toma de contacto del impulso hacia occidente con la barrera del Atlántico
brotan el comercio y la iniciativa de los tiempos modernos. El joven Michaux,
en su Viajes al oeste de los Alleghanies en 1802, dice que la pregunta común
entre los recién asentados en el Oeste era: <<¿De qué parte del mundo
vienes?>> Como si esas vastas y fértiles regiones fuesen por naturaleza
el lugar de encuentro y la patria común de todos los habitantes del
planeta>>.
Para
utilizar una obsoleta expresión latina, podría decir: Ex Oriente lux; ex
Occidente FRUX. De Oriente, la luz; de Occidente, el fruto.
Sir
Francis Head, viajero inglés y gobernador general de Canadá, nos dice que
<<en ambos hemisferios americanos, el septentrional y el meridional, la
Naturaleza no se ha limitado a diseñar sus obras a mayor escala, sino que ha
pintado todo el cuadro con colores más intensos y suntuosos que los utilizados
para bosquejar el Viejo Mundo… Los cielos de América parecen infinitamente más
altos, más azules; el aire, más puro; el frío, más intenso; la luna, más
grande; las estrellas, más brillantes; el trueno, más sonoro; el relámpago, más
vivaz; el viento, más potente; la lluvia, más fuerte; las montañas, mas
elevadas; los ríos, más largos; los bosques, mayores; las llanuras, más
extensas>>. Esta declaración servirá por lo menos para enfrentarla a la
relación de Buffon acerca de esta parte del mundo y sus producciones.
Linneo
dijo, hace mucho: <<Nescio quae facies laeta, glabra plantis americanis:
Hay un no se que de alegre y suave en el aspecto de las plantas
americanas>>; y me parece que en esta tierra no existen africanae
bestiae, animales africanos, como los llamaban los romanos, o a lo sumo hay muy
pocos, y que también a este respecto resulta particularmente apta para la
habitación humana. Nos han contado que, cada año, en tres millas a la redonda
del centro de Singapur, una ciudad de las Indios Orientales, los tigres matan a
alguno de sus habitantes; en cambio, en casi cualquier lugar de Norteamérica
puede el viajero acostarse por la noche en los bosques sin temor a los animales
salvajes.
Son
éstos testimonios alentadores. Si la luna parece mayor aquí que en Europa,
probablemente suceda lo mismo con el sol. Si los cielos de América parecen
infinitamente más altos, y las estrellas más brillantes, confío en que
simbolicen la elevación a la que la filosofía, la poesía y la religión de sus
moradores pueden algún día remontarse. Quizá el cielo inmaterial llegue por fin
a parecerle a la mentalidad americana mucho más elevado, y las insinuaciones
que lo constelan mucho más rutilantes. Porque creo que el clima tiene ese
efecto sobre el hombre, del mismo modo que hay algo en el aire de las montañas
que alimenta el espíritu e inspira. Con tales influencias, ¿no alcanzará el
hombre mayor perfección tanto física como intelectual? ¿O acaso no importa
cuántos días brumosos haya en su vida? Espero que seamos más imaginativos, que
nuestros pensamientos sean más claros, más frescos y mas etéreos, como nuestro
cielo; nuestros conocimientos más amplios, como nuestras praderas; nuestro
intelecto, en términos generales, de una escala mayor, como nuestros truenos,
nuestros relámpagos, nuestros ríos, montañas y bosques; e incluso que nuestros
corazones se correspondan en amplitud, profundidad y grandeza con nuestros
mares interiores. Tal vez el viajero llegue a percibir en nuestros mismos
rostros algo, un no se qué de laeta y glabra, de gozoso y sereno. ¿Con qué otro
objeto se mueve el mundo y por qué se descubrió América? A los americanos
huelga casi decirles:
La
estrella del imperio sigue su camino hacia el oeste.
Como
auténtico patriota, me avergonzaría pensar que Adán, en el Paraíso, tuviese una
situación más favorable en términos generales que un rústico en este país.
En
Massachusetts, nuestras simpatías no se limitan a Nueva Inglaterra; aunque
podamos estar distanciados del Sur, simpatizamos con el Oeste. Ahí está el
hogar de nuestros hijos más jóvenes; como entre los escandinavos, se hicieron a
la mar en busca de su herencia. Es demasiado tarde para estar estudiando
hebreo; es más importante entender incluso la jerga de hoy en día.
Hace
algunos meses, acudí a ver un panorama del Rhin. Era como un sueño medieval. Me
deslicé flotando, con algo más que con la imaginación, por su histórica
corriente bajo puentes construidos por los romanos y reparados por héroes
posteriores; ante ciudades y castillos cuyos mismos nombres eran música a mis
oídos, y cada uno de ellos, el tema de una leyenda. Allí estaban
Ehrenbreitstein, y Rolandseck y Coblenza, que sólo conocía por la historia. Me
interesaron sobre todo las ruinas. Una música callada, como de cruzados
partiendo a Tierra Santa, parecía elevarse de las aguas y de las colinas y los
valles revestidos de viñedos. Flotaba, hechizado por un ensalmo, como si me
hubieran transportado a una edad heroica y respirase la atmósfera caballeresca.
Poco
después, fui a ver un panorama del Mississippi y, mientras remontaba trabajosamente
el río a la luz de hoy en día, veía los vapores que cargaban madera, contaba
las ciudades que surgían, miraba las recientes ruinas de Nauvoo y a los indios
desplazándose hacia el oeste a través de la corriente; y al contemplar ahora el
Ohio y el Missouri, como antes el Mosela, y al escuchar las leyendas de Dubuque
y del acantilado de Winona —pensando más en el futuro que en el pasado o el
presente— advertí que aquella era la misma corriente que la del Rin, pero de un
tipo distinto: que aún faltaban por poner los cimientos de los castillos y por
tender puentes famosos sobre el río; y sentí que ésta es la auténtica edad
heroica, aunque no la reconozcamos, porque el héroe es normalmente el más
sencillo y oscuro de los hombres.
El
Oeste del que hablo no es sino otro nombre de lo salvaje; y a lo que quería
llegar es a que la Naturaleza salvaje es lo que preserva el mundo. En busca de
ella extienden los árboles sus fibras. Las ciudades la importan a cualquier
precio. Los hombres aran y navegan por su causa. Desde el bosque y los
territorios incultos llegan los tónicos y las cortezas que vigorizan a la
humanidad. Nuestros antepasados eran salvajes. La historia de Rómulo y Remo
amamantados por una loba no es una fábula sin sentido. Los fundadores de todos
los estados que se han elevado hasta la eminencia extrajeron su alimento y su
vigor de parecidas fuentes salvajes. Porque los hijos del Imperio no fueron
amamantaos por la loba, acabaron conquistados y desplazados por los hijos de
los bosques septentrionales, que sí lo habían sido.
Soy
partidario del bosque y de la pradera y de la noche, cundo crece el maíz.
Necesitamos una infusión del abeto del Canadá o arbor vitae [árbol de la vida]
en nuestro té. Hay una diferencia entre comer y beber para fortalecerse y
hacerlo por mera glotonería.
Los
hotentotes devoran con avidez el tuétano crudo del kudú y otros antílopes como
cosa normal. Algunos de nuestros indios del norte se comen crudo el del reno
ártico, así como otras partes, entre ellas las puntas de las cuernas, con tal
de que estén tiernas. Y en este punto, quizá se hayan anticipado a los
cocineros de París. Toman lo que habitualmente sirve para alimentar el fuego.
Probablemente sea mejor para sacar adelante aun hombre que la carne de vaca
estabulada y la de cerdo del matadero. Dadme una tierra inculta, cuya visión no
pueda soportar civilización alguna… como si viviéramos de devorar crudo el
tuétano de los kudús.
Hay
ciertos claros, que ribetea el trino del zorzal, a los que yo emigraría:
tierras salvajes donde ningún colono se ha asentado; para las cuales creo, ya
estoy aclimatado.
El
cazador africano. Cummings nos cuenta que la piel del eland, igual que la de la
mayoría de los antílopes recién muertos, emite el más delicioso aroma a árboles
y hierba. Desearía que todos los hombres fueran como antílopes salvaje, tan
integrados en la Naturaleza que su propio cuerpo advirtiese de su presencia a
nuestros sentidos de modo tan encantador y nos evocase aquellas zonas de la
Naturaleza que más frecuentara. Ni se me ocurre ironizar cuando el chaquetón
del trampero huele a rata almizclada; me resulta un olor más dulce que el que
habitualmente exhalan las prendas de los comerciantes o las de los eruditos.
Cuando entro en sus guardarropas y toco sus trajes, no me evocan las herbosas
llanuras y las praderas floridas que han conocido, sino el polvo de las
transacciones mercantiles y las bibliotecas.
Una
piel bronceada es muy respetable, y quizás el aceitunado sea un color más
adecuado que el blanco para un hombre… un habitante de los bosques. <<¡El
pálido hombre blanco!>> No me extraña que el africano sintiese compasión
por él. Dice Darwin, el naturalista: <<Un hombre blanco bañándose al lado
de un tahitiano era como una planta descolorida por el arte del jardinero,
comparada con otra sana, verde oscuro, que creciera vigorosa en los campos
abiertos.
Ben
Jonson exclama:
¡Cuán
próximo a los bueno está lo bello!
De la
misma manera, yo diría:
¡Cuán
cercano a lo bueno es lo salvaje!
La
vida está en armonía con lo salvaje. Lo más vivo es lo más salvaje. Aún no
sometido al hombre, su presencia lo reconforta. Alguien que avanzara
incesantemente, sin descansar nunca de sus tareas, que creciese deprisa y
plantease infinitas exigencias a la vida, siempre se encontraría en un nuevo
país o en un nuevo despoblado, rodeado de las materias primas de la vida.
Treparía sobre los abatidos troncos de los árboles del bosque primitivo.
No
hallo esperanza ni futuro para mí en los céspedes y los campos cultivados, ni
en pueblos y ciudades, sino en los marjales impenetrables y movedizos. Cuando,
antaño, analizaba mi predilección por alguna granja que había pensado comprar,
descubría con frecuencia que lo único que me atraía era una pequeña extensión
de unos pocos pérticas cuadradas de pantano impenetrable e insondable: un sumidero
natural en un rincón. Era la joya que me deslumbraba. Obtengo más sustento de
las marismas que rodean mi pueblo natal que de los jardines cultivados en su
interior. No hay arriates más espléndidos a mis ojos que los densos macizos de
andrómeda enana (Cassandra calyculata) que cubren esas zonas tiernas de la
superficie de la tierra. La botánica no puede ir más allá de decirme los
nombres de los arbustos que en ellas crecen: arándano, andrómeda paniculada,
andrómeda marina, azalea y rododendro, erguidos en la trémula turba. A menudo
pienso que me gustaría tener mi casa frente a esa masa de arbustos de un rojo
apagado, sin otro macizo ni arriate de flores, sin el abeto trasplantado ni el
elegante boj, incluso sin paseos de grava. (Poseer esta fértil parcela
requeriría traer de fuera no pocas carretilla de tierra sólo para cubrir la
arena que se extraería la excavar el sótano) ¿Por qué no situar mi casa, mi
sala de estar, detrás de este terreno, en lugar de tras esa exigua colección de
curiosidades, ese pobre intento de Naturaleza y Arte al que llamo patio
delantero? Cuesta mucho limpiar y adecentar cuando se van el albañil y el
carpintero, aunque si se hace es tanto por el transeúnte como por el morador de
la casa. Y ni siquiera el vallado de mejor gusto me ha parecido nunca un objeto
de estudio agradable; los adornos más elaborados, los remates en bellota, o en
lo que sea, me cansan y me repugnan enseguida. Adelantad, pues, vuestros
alféizares hasta el límite mismo del marjal (aunque no sea lo mejor para mantener
seco el sótano), y así los vecinos no podrían acceder por ese lado. Los patios
delanteros no se han hecho para pasear, sino, en todo caso, para cruzarlos;
podéis entrar por la parte posterior.
Sí.
Aunque me consideréis un pervertido, si alguien me diese a elegir entre vivir
en las proximidades del más bello jardín que ha conseguido el arte de los
hombres o cerca de una lóbrega marisma, optaría sin duda por la marisma. ¡Cuán
vamos, pues, en lo que a mí respecta, han sido todos vuestros trabajos, ciudadanos!
Mi
ánimo se eleva en proporción exacta con la monotonía exterior. ¡Dadme el
océano, el desierto o las tierras incultas! La soledad y el aire puro compensan
en el desierto la falta de humedad y fertilidad. El viajero Burton, dice de él:
<<Tu moral mejora, te vuelves franco y cordial, hospitalario y resuelto…
En el desierto, los licores espirituosos sólo provocan asco. Hay un mero placer
en la mera existencia animal>>. Los que han pasado mucho tiempo viajando
por las estepas de la Tartaria dicen: <<Al volver a tierras cultivadas,
nos agobiaba y nos sofocaba la agitación, el aturdimiento y el tumulto de la
civilización; el aire nos parecía insuficiente y nos sentíamos a cada momento a
punto de morir de asfixia>>. Cuando quiero esparcimiento, busco el bosque
más oscuro, la más densa, interminable y —para el ciudadano— triste marisma.
Entro en un marjal como en un lugar sagrado, un sanctasanctórum. Ahí está la
fuerza, el ápice de la Naturaleza. El bosque silvestre cubre el suelo virgen y
la misma tierra es buena para hombres y para árboles. La salud de un hombre
requiere tantos acres de prado a la vista como cargas de estiércol una granja.
Una ciudad se salva tanto por sus hombres dignos como por los bosques y los
pantanos que la rodean. Un municipio con un bosque primitivo meciéndose a un
lado, y otro pudriéndose al lado contrario está en condiciones de producir no
sólo maíz y patatas, sino también poetas y filósofos para las épocas venideras.
En tierras así crecieron Homero, Confucio y los demás, y de una zona inculta
semejante llegó el Reformador que se alimentaba de langostas y miel silvestre.
La
conservación de la fauna salvaje exige, por lo general, la creación de un
bosque en el que pueda vivir o que frecuente. Lo mismo sucede con el hombre.
Hace cien años se vendía en nuestras calles la corteza arrancada en los
bosques. En el aspecto mismo de esos árboles primitivos y robustos había, creo,
un principio curtidor que endurecía y consolidaba la fibra de los pensamientos
humanos. ¡Ay! Me estremece el presente de mi pueblo natal, degenerado en
comparación, en el que hoy no se puede conseguir una carga de corteza de buen
grosor, ni producimos ya brea ni aguarrás.
Las
naciones civilizadas —Grecia, Roma, Inglaterra— han sido sustentadas por los
bosques primitivos, que antiguamente se pudrían donde se levantaban. Sobreviven
mientras no se agote la tierra. ¡Ay, el cultivo humano! Poco se puede esperar
de una nación cuando agota el suelo vegetal y se ve obligada a hacer abono con
los huesos de sus padres. Entonces, el poeta sólo se mantiene de sus grasas
sobrantes y el filósofo se queda en los huesos.
Dicen
que la labor del americano es <<trabajar la tierra virgen>> y que
<<aquí, la agricultura alcanza ya proporciones desconocidas en ningún
otro lugar>>. Pienso que el granjero desplaza al indio precisamente
porque protege la pradera y se hace así más fuerte, y en algunos aspectos, más
natural. El otro día, estuve midiendo para un hombre una sencilla línea recta
de 132 pérticas, a través de un marjal en cuya entrada podrían haberse escrito
las palabras que Dante leyó sobre la de las regiones infernales:
<<Abandonad toda esperanza los que entráis>> (de volver a salir
alguna vez, se entiende); allí, en su propiedad , vi en una ocasión a mi
patrón, aunque todavía era invierno, hundido literalmente hasta el cuello y
nadando para salvar la vida. Tenía otra marisma similar que era imposible
medir, porque estaba completamente sumergida; y, a pesar de todo, fiel a sus
instintos, me comentó respecto a un tercer marjal que sí medí, desde lejos, que
por nada del mundo se desharía de él, a causa del cieno que contenía. Y
pretende hacer en su derredor una zanja, en lo que invertirá cuarenta meses, y
salvarlo de esta forma con la magia de su pala. Me refiero a él sólo como
ejemplo de un tipo de hombre.
Las
armas con las que hemos ganado nuestras más importantes victorias, y que
deberían legarse de padre a hijo como reliquias familiares, no son la espada y
la lanza, sino la guadaña, el cortador de turba, la pala y la azada para cieno,
herrumbrados con la sangre de muchos prados y ennegrecidos por el polvo de
muchos campos de dura batalla. Los propios vientos llevaron el maizal a la
pradera e indicaron un camino que el indio no tuvo habilidad para seguir.
Carecía de mejor herramienta con que aferrarse a la tierra que una concha de
almeja. Pero el granjero está armado de arado y pala.
En
literatura, sólo lo salvaje nos atrae. El aburrimiento no es sino otro nombre
de la domesticación. Lo que nos deleita de Hamlet y La Iliada, de todas las
Escrituras y las mitologías, es la visión del mundo incivilizada, libre y
natural, que no se aprende en las escuelas. Así como el ganso silvestre es más
rápido y más bello que el doméstico, también lo es el pensamiento salvaje, pato
real que vuela sobre los pantanos mientras cae el rocío. Un libro
verdaderamente bueno es algo tan natural y tan inesperada e inexplicablemente
bello y perfecto como una flor silvestre descubierta en las praderas del Oeste
o en las junglas orientales. El genio es una luz que hace visible la oscuridad,
como el resplandor del relámpago, que tal vez haga añicos el templo mismo de la
sabiduría, no de una vela encendida en el hogar de la raza que empalidece ante
la luz del día ordinario.
La
literatura inglesa, desde los tiempos de los juglares hasta los poetas de la
región de los Lagos —entre ellos, Chaucer, Spenser, milton, e incluso
Shakespeare—, crece prácticamente, en este sentido, de aliento fresco y
salvaje. Es, esencialmente, una literatura domesticada y civilizada, reflejo de
Grecia y Roma. Sus parajes desérticos son un bosque lozano; su salvaje, un
Robin Hood. Abunda en amor cordial por la Naturaleza, pero falta Naturaleza
propiamente dicha. Sus crónicas nos informan sobre cuándo se extinguieron los
animales salvajes, pero no de cuándo se extinguieron los hombres salvajes que
la habitaban.
La
ciencia de Humboldt es una cosa, la poesía otra. El poeta de hoy en día, pese a
todos los descubrimientos científicos y la sabiduría acumulada por la
humanidad, no disfruta de ventaja alguna sobre Homero.
¿Dónde
está la literatura que dé expresión a la Naturaleza? Tendría que haber un poeta
que pudiera someter los vientos y los ríos a su servicio, para que hablasen por
él, que clavara las palabras a sus significados primitivos, como clavan los
granjeros en primavera las estacas que los hielos afloraron; que rastreara el
origen de los términos tan a menudo como los utilizase, que los trasplantase a
sus páginas con la tierra adherida a las raíces; cuyas palabras fueran tan
auténticas, frescas y naturales que parecieran desarrollarse como los brotes
cuando se acerca la primavera, aunque quedaran medio asfixiadas entre dos hojas
mohosas, en una biblioteca, sí, para allí florecer y dar fruto anualmente, de
acuerdo con su género, al lector fiel, en armonía con la Naturaleza
circundante.
No
sabría citar poema alguno que exprese adecuadamente este ansia por lo salvaje.
Desde ese punto de vista, la mejor poesía resulta mansa. No sé en que
literatura, antigua o moderna, hallar un texto que me satisfaga respecto a esa
Naturaleza que me es familiar. Advertiréis que pido algo que ninguna época, ni
neoclásica ni isabelina, que ninguna cultura, en una palabra, puede ofrecer. La
mitología es lo que más se le aproxima. ¡Cuánto más fertilmente ha hundido, al
menos, sus raíces en la naturaleza la mitología griega, en comparación con la
literatura inglesa! La mitología es la cosecha que produjo el Viejo Mundo antes
de que su suelo quedase exhausto, antes de que la creatividad y la imaginación
se marchitasen; y que sigue dando frutos allí donde su vigor prístino permanece
constante. Las demás literaturas perduran sólo como los olmos que dan sombra a
nuestras casas; pero ésta es como el gran árbol—dragón de las islas
occidentales escocesas, tan viejo como la humanidad y, prospere o no, perdurará
tanto como ella; porque la putrefacción de otras literaturas compone el humus
en que crece.
El
Oeste se está preparando para añadir fábulas a las de Oriente. Los valles del
Ganges, el Nilo y el Rhin, han dado su cosecha; queda por ver lo que producirán
los del Amazonas, el Plata, o el Orinoco, el San Lorenzo y el Mississippi. Tal
vez cuando, en el curso de los siglos, la libertad americana se haya convertido
en una ficción del pasado —como es, hasta cierto punto, una ficción del
presente— los poetas del mundo se inspiren en la mitología americana.
Ni
siquiera los sueños más extravagantes de los salvajes son menos verdaderos,
aunque puedan no resultar presentables para la sensibilidad común entre los
ingleses y los americanos de hoy. No todas las verdades son aceptables para el
sentido común. La Naturaleza tiene un lugar tanto para la clemátide silvestre
como para la col. Algunas expresiones de la verdad son reminiscentes; otras
simplemente sensatas, como suele decirse; otras, proféticas. Ciertas formas de
enfermedad pueden, incluso, profetizar formas de la salud. El geólogo ha
descubierto que las figuras de serpientes, grifos, dragones voladores y otros
adornos extravagantes de la heráldica, tienen su modelo en formas de
especímenes fósiles que se extinguieron antes de la creación del hombre y, por
tanto, <<indican un vago y oscuro conocimiento de un estadio anterior de
la existencia orgánica>>. Los hindúes soñaron que la tierra descansaba
sobre un elefante, y el elefante sobre una tortuga, y la tortuga sobre una
serpiente; y aunque puede ser una coincidencia sin importancia, no estaría
fuera de lugar decir que aquí que se ha descubierto recientemente en Asia un
fósil de tortuga lo bastante grande como para sostener a un elefante. Confieso
que soy aficionado a estas fantasías estrambóticas que trascienden el orden del
tiempo y la evolución. Constituyen el más sublime esparcimiento del intelecto.
La perdiz adora los guisantes, pero no los que la acompañan en la cazuela.
En
una palabra, todas las cosas buenas son salvajes y libres. Hay algo en unos
acordes musicales, sean producidos por un instrumento o por la voz humana —por
ejemplo, el sonido de una corneta en una noche de verano— que por su
salvajismo, hablando sin ánimo de ironizar, me recuerda a las voces que
profieren los animales salvajes en sus bosques originarios. Puedo entender
mucha de su naturalidad. Dadme por amigos y vecinos hombres salvajes, no
hombres domesticados. La naturaleza de un salvaje no es sino un pálido símbolo
de la terrible ferocidad que conocen los hombres buenos y los amantes.
Me
encanta, incluso, ver a los animales domésticos reafirmar sus derechos innatos,
cualquier evidencia de que no han perdido del todo sus hábitos originarios y
salvajes ni su vigor; como cuando la vaca de mi vecino se escapa del pastizal a
principios de primavera y nada alegremente por el río, una corriente fría y
gris de unas veinticinco o treinta pérticas de anchura, crecida por el
deshielo. Es el bisonte cruzando el Mississippi. A mis ojos, esta hazaña
confiere cierta dignidad al rebaño…. Tan digno de por sí. Las semillas del
instinto se conservan bajo los gruesos cueros de las reses y los caballos, como
la simiente en las entrañas de la tierra durante un periodo indefinido.
No
sabemos esperar que las reses tengan espíritu juguetón. Un día vi a una docena
de novillos y vacas corriendo y retozando de un lado a otro, divirtiéndose
torpemente, como ratas enormes, como gatitos. Agitaban la cabeza, levantaban el
rabo, y corrían por una colina, arriba y abajo; y me di cuenta, tanto por sus
cuernos como por lo que hacían, de su relación con la tribu de los ciervos.
Pero ¡ay! : un <<¡so!>> fuerte y repentino habría apagado al
instante su ardor, les habría reducido de carne de venado a carne de vaca y
habría congelado sus flancos y sus nervios, así como su movilidad. ¡Quién sino
el maligno habría gritado <<¡so!>> a la humanidad? De hecho, la
vida del ganado, como la de muchos hombres, no es sino una forma de locomoción;
mueven un flanco cada vez y el hombre, con su maquinaria, está encontrando el
punto medio entre el caballo y el buey. Cualquier parte que haya tocado el
látigo, queda a partir de entonces paralizada. ¿A quién se le ocurriría hablar
de un flanco refiriéndose a la flexible tribu de los gatos como hablamos del
flanco de una vaca?
Me
alegro de que los caballos y los novillos tengan que ser domados antes de poder
convertirlos en esclavos del hombre y de que los hombres mismos posean aún
algún gramo de locura que gastar antes de volverse miembros sumisos de la
sociedad. Indudablemente, no todos los hombres resultan igual de aptos para la
civilización; y aunque la mayoría son, como los perros y las ovejas, mansos por
disposición hereditaria, no por eso deberían los demás aceptar que se doblegue
su idiosincrasia para poder rebajarlos al mismo nivel. Los hombres, en líneas
generales, son parecidos; pero fueron creados distintos de modo que pudieran
ser diferentes. Si hay que realizar una tarea vulgar, cualquier hombre servirá
igual que otro, o casi; si la tarea es importante, habrá que tener en cuenta la
excelencia individual. Cualquiera puede tapar un agujero para evitar que entre
el viento, pero ningún otro podría realizar un trabajo tan poco común como
pintar mi retrato. Dice Confucio: <<Cuando están curtidas, las pieles de
los tigres y los leopordos son semejantes a las de los perros y las
ovejas>>. Pero no es la función de una cultura auténtica amansar a los
tigres, como no lo es convertir a las ovejas en seres feroces; y curtir las
pieles de aquellos para hacer zapatos no constituye la mejor utilidad que puede
dárseles.
Al
echar un vistazo a una lista de nombres propios en un lengua extranjera, como
la de los oficiales del ejército o la de los autores que han escrito sobre un
tema determinado, recuerdo una vez más que en un nombre no hay nada.
Menschikoff, por ejemplo, no me suena más humano que los bigotes de un roedor,
y podría ser el nombre de una rata. A los polacos y a los rusos, nuestros
nombres les suenan igual que los suyos a nosotros. Es como si los nombres se
adjudicaran de acuerdo con un galimatías infantil: <<Iery wiery ichery
van, tittle.tol.tan [pinto pinto gorgorito]>>. Me viene a la mente un
rebaño de criaturas salvajes que pulularan por la tierra y a cada una de las
cuales hubiese adjudicado el pastor algún sonido bárbaro en su propio dialecto.
Los nombres de los hombres son, por supuesto, tan vulgares y desprovistos de
significado como Base o Tray, los nombres de perro.
Pienso
que sería filosóficamente provechoso que a los hombres se les llamara en
conjunto, como se los conoce. Solo sería necesario saber el género, y quizás la
raza o la variedad, para conocer al individuo. No estamos preparados para
admitir que cada soldado raso de un ejército romano tuviera su nombre propio..
porque no se nos ha ocurrido que tuviera un carácter propio.
Hasta
el presente, nuestros únicos nombres auténticos son los apodos. Conocí a un
chico al que sus compañeros de juego apodaban, por su fuerza inusitada,
Destrozón, y el apodo llegó a suplantar al nombre de pila. Cuentan algunos
viajeros que un indio no recibía un nombre desde el principio, sino que lo
ganaba, y que el nombre era su fama; en algunas tribus adquiría un nuevo nombre
con cada nueva hazaña. Resulta patético que alguien lleve un nombre sólo por
comodidad, que no haya ganado ni su nombre si su fama.
No
voy a permitir que los simples nombres me impongan distinciones: seguiré viendo
a todos los hombres en rebaños. Un nombre familiar no puede hacerme menos
extraña a una persona. Puede que se le haya otorgado a un salvaje que mantiene
en secreto su propio título salvaje, el que ganara en los bosques. Tenemos en
nuestro interior un salvaje natural; y quizá en algún un nombre salvaje esté
registrado como nuestro. Observo que mi vecino, que lleva el epíteto familiar
de William. O Edwin, se lo quita junto con su chaqueta. No se le queda adherido
cuando duerme ni cuando está encolerizado, ni cuando lo arrebata la pasión o la
inspiración. Me parece haber oído pronunciar por alguno de los suyos, en
momentos así, su nombre originario en una lengua enrevesada, aunque melodiosa.
He
aquí nuestra inmensa, salvaje, aulladora madre, la Naturaleza, presente por
doquier con tanta belleza y tanto afecto hacia sus hijos como el leopardo; y
sin embargo, qué pronto hemos abandonado su pecho para entregarnos a la
sociedad, a esa cultura que es no es mas que una interacción entre hombres, una
especie de apareamiento que, con mucho, produce la vulgar nobleza inglesa, una
civilización destinada a un pronto fin.
En la
sociedad, en las mejores instituciones humanas, es fácil detectar cierta
precocidad. Cuando aún deberíamos ser niños en edad de crecer, somos ya
hombrecitos. Dadme una cultura que traiga mucho estiércol de las praderas y
profundice en la tierra, ¡no ésta que sólo confía en abonos que queman y en
utensilios y métodos de cultivo mejorados!
Cuantos
pobres estudiantes con vista cansada de los que he oído hablar, crecerían más
rápido, tanto intelectual como físicamente si, en vez de quedarse despiertos
hasta tan tarde, se permitieran el sueño honrado de los tontos.
Puede
darse un exceso hasta de luz formativa. Niepce, un francés, descubrió el
<<actinismo>>, esa energía de los rayos del sol que produce un
efecto químico; que actúa sobre las rocas de granito, las estructuras pétreas y
las estructuras metálicas >>de forma igualmente destructiva durante las
horas de sol y, si no fuera por ciertas disposiciones de la Naturaleza no menos
maravillosas, pronto perecerían bajo el delicado toque del más sutil de los
agentes del universo>>. Pero observo que <<los cuerpos sometidos a
este cambio durante las horas diurnas poseían la facultad de restituirse a sus
condiciones originales durante las nocturnas, cuando ya no los afectaba aquella
excitación>>. De ahí se ha inferido que <<las horas de oscuridad
son tan necesarias para el universo inorgánico>>. Ni siquiera la luna
brilla todas las noches, sino que cede su lugar a la oscuridad.
No me
gustaría ver cultivados a todos los hombres, ni cada parte del hombre, como
tampoco quisiera que lo fuese cada acre de tierra: una parte ha de destinarse
al cultivo, pero la parte mayor ha de consistir en praderas y bosque, que no
sólo tienen una utilidad inmediata, sino que además preparan el suelo con
vistas al futuro mediante la putrefacción anual de su vegetación.
Un
niño puede aprender otras letras, aparte de las que inventó Cadmo. Los
españoles tienen un buen término para expresar esta sabiduría salvaje y oscura:
Gramática parda, una forma de sentido común que proviene del mismo leopardo al
que he hecho referencia.
Hemos
oído hablar de una Sociedad para la Difusión de Conocimientos Útiles. Se dice
que saber es poder y cosas por el estilo. Me parece que tenemos igual necesidad
de una Sociedad para la Difusión de la Ignorancia Útil, a la que llamaremos
Conocimiento Bello, una sabiduría provechosa en un sentido más elevado: pues,
¿qué es la mayor parte de nuestra llamada sabiduría, tan cacareada, más que la
presunción de que sabemos algo, lo que nos roba la ventaja de nuestra
ignorancia real? Lo que llamamos sabiduría es a menudo nuestra ignorancia
positiva; la ignorancia, nuestra sabiduría negativa. Gracias a muchos años de
trabajo paciente y lectura de la prensa —¿ porque, qué otra cosa son las
bibliotecas científicas sino archivos de reriódicos?— un hombre acumula una
miriada de datos, los almacena en su memoria, y luego, cuando en alguna
primavera de su vida deambula fuera de casa, por los Grandes Campos del
pensamiento, se lanza hacia la hierba como un caballo, por decirlo de alguna
manera, y deja todos los arreos atrás, en el establo. A veces les diría a los
de la Sociedad para la Difusión de Conocimientos Útiles: <<Láncese a la
hierba. Ya han comido heno demasiado tiempo. Llegó la primavera con su verde
cosecha>>. Hasta a las vacas las llevan a pastar en el campo antes de
finales de mayo; aunque he oido hablar de un granjero desnaturalizado que
encerraba a su vaca en la cuadra y la alimentaba con heno todo el año. Así
trata con frecuencia la Sociedad para la Difusión de Conocimientos Útiles a su
ganado.
A
veces, la ignorancia de un hombre no sólo es útil, sino también bella, mientras
que su pretendida sabiduría resulta a menudo, además de desagradable, pero que
inútil. ¿Con quién es mejor tratar? ¿Con quien no sabe nada de un tema y, lo
que es enormemente raro, sabe que no sabe nada, o con quien sabe algo del
asunto, en efecto, pero cree que lo sabe todo?
Mi
deseo de conocimiento es intermitente; pero el de bañar mi mente en atmósferas
ignoradas por mis pies es perenne y constante. Lo más alto a lo que podemos
aspirar no es a la Sabiduría, sino la Simpatía con la inteligencia. No tengo
constancia de que esta sabiduría más elevada alcance algo más definitivo que
una nueva y enorme sorpresa ante la súbita revelación de la insuficiencia de
cuanto hemos llamado hasta el momento Sabiduría: el descubrimiento de que hay
más cosas en los cielos y en la tierra de las que sueña nuestra filosofía. Es
la iluminación de la neblina por el sol. El hombre no puede saber en ningún
sentido más alto que éste, de la misma manera que no puede mirar tranquila e
impunemente al sol:
<<Lo
que percibas, no lo percibirás como algo concreto>>, dicen los oráculos
caldeos.
Hay
algo de servil en la costumbre de buscar una ley a la que obedecer. Podemos
estudiar las leyes de la materia cuando nos sea posible y para lo que nos interese,
pero una vida lograda no conoce ley ninguna. Es, sin duda, un desafortunado
descubrimiento el de una ley que nos ata cuando antes no sabíamos que estábamos
atados. ¡Vive libre, hijo de la niebla! … y respecto a la sabiduría, todos
somos hijos de la niebla. El hombre que se permite la libertad de vivir es
superior a todas las leyes, en virtud a su relación con el legislador.
<<Es servicio activo>>, dice el Vishnu Purana, <<el que no se
convierte en servidumbre; es sabiduría la que sirve a nuestra liberación: todos
los demás servicios sólo valen para agorarnos; todas las demás sabidurías sólo
son habilidades de artista>>.
RESULTA
notable cuán pocos acontecimientos o crisis hay en nuestras historias; qué poco
hemos ejercitado nuestras mentes; cuán pocas experiencias hemos tenido. Me
encantaría estar seguro de que crezco deprisa y con exuberancia, aunque mi
mismo crecimiento perturbe esta aburrida ecuanimidad; aunque sea luchando
durante las largas, oscuras y bochornosas noches o temporadas de tristeza.
Estaría bien, aunque todas nuestras vidas fueran una divina tragedia en lugar
de estas comedias o farsas triviales. Dante, Bunyan y demás, por lo visto,
habían ejercitado sus mentes más que nosotros: estaban sometidos a un tipo de
cultura que nuestras escuelas y universidades locales no prevén. Incluso
Mahoma, aunque muchos pueden poner el grito en el cielo por mencionarlo, tenía
mucho más por que vivir, sí, y por qué morir, que lo que tienen, por lo
general, los que protestan.
Cuando,
muy de vez en vez, algún pensamiento nos visita, quizá como dando un paseo por
la vía del tren, pasan los vagones sin que los oigamos siquiera. Pero al cabo
de poco, por alguna ley inexorable, nuestra vida sigue y los vagones vuelven.
Dulce brisa, que invisible vagas,
Y doblas los cardos en torno del
Loira tormentoso,
Viajera de valles expuestos al
viento,
¿por qué abandonaste mi oído tan
pronto?
Aunque
casi todos los hombres se sienten atraídos por la sociedad, a pocos les ocurre
lo propio con la Naturaleza. Dada su reacción frente a ella, la mayoría de los
hombres me parecen, a pesar de sus artes, inferiores a los animales. Por lo
general, no hay una relación hermosa, como en el caso de estos. ¡Qué poco
aprecio por la belleza del paisaje se da entre nosotros! Tienen que decirnos
que los griegos llamaban al mundo [Cosmos], Belleza u Orden, y aún no vemos con
claridad por que lo hacían; como mucho, lo consideramos un curioso dato
filosófico.
Por
mi parte, siento que, con respecto a la Naturaleza, llevo una especie de vida
fronteriza en los confines de un mundo en el que me limito a realizar entradas
ocasionales y fugaces incursiones, y que mi patriotismo y mi lealtad para con
el Estado a cuyos territorios parezco replegarme son los de un merodeador. Para
alcanzar la vida que llamo natural, seguiría alegremente hasta a un fuego fatuo
por los pantanos y lodazales más inimaginables, pero ni luna ni luciérnaga
alguna me han mostrado el camino hacia ella. La Naturaleza es un personaje tan
vasto y universal que nunca hemos visto uno siquiera de sus rasgos. Quien pasea
por los conocidos campos que se extienden en torno a mi pueblo natal se
encuentra a veces en un territorio distinto des descrito en las escrituras de
propiedad, como si se hallase en algún lejano sector de los confines de
Concord, donde acaba su jurisdicción y la idea que evoca la palabra Concord
[Concordia] dejase también de inspirarnos. Esas granjas que yo mismo he medido,
esos mojones que he levantado, aparecen confusos, como a través de una neblina;
pero no hay química que los fije; se desvanecen de la superficie del cristal y
el cuadro que pintó el artista surge vagamente por debajo. El mundo con el que
estamos familiarizados no deja rastro y no tendrá aniversarios.
La
otra tarde, di un paseo por la granja de Spaulding. Vi como el sol poniente
iluminaba el lado opuesto de un pinar majestuoso. Sus rayos dorados se
dispersaban por los corredores del bosque como por los de un palacio. Tuve la
impresión de que en esta parte de la tierra llamada Concord se hubiese
establecido una familia antigua, admirable e ilustre en todos los conceptos,
que yo no conocía.. con el sol como sirviente… ajena a la sociedad del pueblo…
a la que nadie visitaba. Vi su parque, su jardín de recreo, bosque adentro, en
el campo de arándonos de Spaulding. Los pinos les proporcionaban techo mientras
echaban raíces. La casa no saltaba a la vista; los árboles crecían a través de
ella. Dudo si oí o no sonidos de una hilaridad contenida. Parecían apoyados en
los rayos del sol. Tenían hijos e hijas. Y buena salud. El camino carretero de
la granja, que cruza por medio el salón, no los incomodaba en absoluto; era
como el fondo cenagoso de un estanque que a veces se vislumbra a través de los
cielos reflejados. Jamás habían oído hablar de Spaulding e ignoraban que es su
vecino… aunque le oí silbar mientras conducía su tiro por la casa. Nada puede
igualar la serenidad de sus vidas. Su escudo de armas es un simple liquen. L o
vi pintado en los pinos y en los robles. Sus desvanes estaban en las copas de
los árboles. Desconocían la política. No había ruidos de trabajo. No advertí
que estuviesen tejiendo o hilando. Pero si detecté, cuando el viento se calmaba
y podía oír desde lejos, el dulce arrullo de la música más delicada que pueda
imaginarse —como el de una colmena
distante, en mayo—, que tal vez fuera el sonido de sus ideas. No tenían
pensamientos ociosos y ningún extraño podía ver su obra, porque no rodeaban su
diligencia de nudos y excrecencias.
Pero
encuentro difícil recordarlos. Se desvanecen sin remedio de mi mente incluso
ahora, mientras hablo y me empeño en evocarlos. Sólo después de un esfuerzo
duro y prolongado para reunir mis mejores recuerdos, vuelve a ser consciente de
su vecindad. Si no fuera por familias como esta, creo que me marcharía de
Concord.
EN
Nueva Inglaterra acostumbramos a decir que cada año nos visitan menos pichones.
Nuestros bosques no les proporcionan perchas. Diríase que, de la misma manera,
cada año visitan menos pensamientos a los hombres en edad de crecer, pues la
arboleda de nuestras mentes ha sido devastada, vendida para alimentar
innecesarias hogueras de ambición, o envidia a la serrería, y apenas queda una
ramita en que posarse. Ya no anidan ni crían entre nosotros. Quizá en las
épocas más clementes pase volando a través del paisaje mental una ligera
sombra, proyectada por las alas de aluna idea en su migración primaveral o
otoñal pero, mirando hacia arriba, somos incapaces de descubrir la sustancia
del pensamiento mismo. Nuestras aladas ideas se han convertido en aves de
corral. Ya no se remontan y sólo alcanzan la magnificencia al nivel de los
pollos de Shangai o de Cochinchina. ¡Aquellas gra—an—des ideas, aquellos
gra—an—des hombres de los que habréis oído hablar!
NOS
pegamos a la tierra, ¡que pocas veces ascendemos! Pienso que sería factible
elevarnos un poco más. Podríamos trepar a un árbol por lo menos. Una vez, hallé
mi propia estimación subiéndome a uno. Era un alto pino blanco, en la cima de
un cerro; aunque me llené de resina, mereció la pena, porque descubrí en el
horizonte nuevas montañas que nunca había visto, mucha más tierra y mucho más
cielo. A buen seguro, podría haber pasado junto al pie del árbol durante toda
mi vida sin haberlas visto nunca. Pero lo más importante es que descubrí a mí
alrededor —era a finales de junio—, en el extremo de las ramas superiores, nada
más, unos diminutos y delicados brotes rojos en forma de cono, la flor fecunda
del pino blanco, que miraba hacia el cielo. Llevé enseguida al pueblo la rama
más alta y se la enseñe a los forasteros miembros del jurado que paseaban por
las calles, porque era semana de juicios, a los granjeros, a los comerciantes
de madera, a los leñadores y a los cazadores; ninguno de ellos había visto
nunca algo parecido y se maravillaban como si se tratase una estrella caída del
cielo. ¡Y hablan de los antiguos arquitectos, que remataban su trabajo en lo
más alto de las columnas con la misma perfección que en las partes más bajas y
visibles! La naturaleza, desde el principio, desplegó los diminutos brotes del
bosque sólo hacia los cielos, por encima de las cabezas de los hombres y sin
que éstos los percibiesen. No vemos más que las flores que hay bajo nuestros
pies, en los prados. Los pinos vienen desarrollando sus delicados brotes cada
verano, desde hace una eternidad, en las ramas más altas del bosque, sobre las
cabezas tanto de los hijos rojos de la Naturaleza como de sus hijos blancos; sin
embargo, casi ningún granjero ni cazador del territorio los ha visto nunca.
SOBRE
todo, no podemos permitirnos el lujo de no vivir en el presente. Bendito entre
todos los mortales quien no pierda un instante de su fugaz vida en recordar el
pasado. Nuestra filosofía envejecerá a menos que escuche el canto del gallo de
cada corral que haya en nuestro horizonte. Un sonido que suele recordarnos que
nuestras actividades y formas de pensar se están enmoheciendo y quedando
obsoletas. Su filosofía se ciñe a un tiempo más reciente que el nuestro.
Sugiere un novísimo testamento, el evangelio según este momento, acorde con él.
No se ha quedado atrás; se ha levantado temprano y se ha mantenido en vela; y
estar donde está es ser oportuno, encontrarse en la primera fila del tiempo. Es
la expresión de la salud y la robustez de la Naturaleza, un alarde dirigido a
todo el mundo: salud como cuando brota a chorro un manantial, una nueva fuente
de las Musas para celebrar el último instante del tiempo. Donde vive, no se
aprueban leyes contra los esclavos fugitivos. ¿Quién no ha traicionado mil
veces a su maestro desde la última vez que oyó ese canto?
El
mérito de la voz de esta ave consiste en estar libre de cualquier quejumbre. Un
cantante puede, con facilidad, provocarnos lágrimas o risa, pero ¿dónde está el
que sepa excitar en nosotros el puro regocijo matutino? Cuando, en medio de una
lúgubre depresión, rompiendo un domingo el terrible silencio de nuestras aceras
de tablas, o quizá velando en la funeraria, oigo cantar al gallo, cerca o
lejos, pienso para mí: <<Al menos, uno de nosotros se encuentra
bien>>… y, con una repentina efusión, vuelvo a mi ser.
UN
día del pasado noviembre, presenciamos un atardecer extraordinario. Estaba yo
paseando por un prado en el que nace un arroyuelo, cuando el sol, justo antes
de ponerse, tras un día frío y gris, llegó a un estrato claro del horizonte y
derramó la más dulce y brillante luz matinal sobre la hierba seca, sobre las
ramas de los árboles del horizonte opuesto y sobre las hojas de las carrascas
de la colina, mientras nuestras sombras se alargan hacía el este sobre el
prado, como si fuéramos las únicas tachas en sus rayos. Había una luz como no
podíamos imaginar momentos antes y el aire era tan cálido y sereno que nada
faltaba al prado para ser un paraíso. Si pensábamos que aquello no era un
fenómeno aislado que nunca más iba a ocurrir, sino que se repetiría una y otra
vez, un número infinito de atardeceres, y confortaría y sosegaría hasta al
último niño que andaba por allí, resultaba todavía más glorioso.
El
sol se pone sobre un prado retirado, en el que no se ve casa alguna, con toda
la gloria y esplendor que derrocha sobre las ciudades, y quizá más que nunca;
no hay sino un solitario halcón de los pantanos, con las alas doradas por sus
rayos; o bien, sólo una rata almizclada que observa desde su madriguera; y un
arroyuelo jaspeado en negro, en medio del marjal, comienza su vagabundeo
serpenteando lentamente en torno a un tocón podrido. Caminábamos envueltos en
una luz pura y brillante que doraba la hierba y las hojas marchitas; tan dulce
y serenamente viva, que pensé que nunca me había bañado en un torrente dorado
que se le asemejase, sin una onda o un murmullo. El lado occidental de los
bosques y las elevaciones resplandecía como los confines del Elíseo y el sol, a
nuestras espaldas, semejaba un pastor que nos llevara a casa al atardecer.
Así
deambulamos hacía Tierra Santa, hasta que un día el sol brille más que nunca,
tal vez en nuestras mentes y en nuestros corazones, e ilumine la totalidad de
nuestras vidas con una intensa luz que nos despierte, tan cálida, serena y
dorada como la de una ribera en otoño.
Libros Tauro
http://www.LibrosTauro.com.ar
No hay comentarios.:
Publicar un comentario