La tensión entre
dos perspectivas ha alterado ya la moral del orden social tradicional. Hemos
comenzado una época que ya no se caracteriza por la estabilidad institucional,
sino por la decadencia de las instituciones. Una creciente alienación se
extiende sobre las formas, las aspiraciones, las demandas y todas las
instituciones del orden establecido. La más exuberante y dramática evidencia de
esta alienación se dio en los años 60, cuando la “revuelta juvenil” estalló en
lo que intentó ser una contracultura o cultura paralela.
Ese período se
caracterizó por algo más que la protesta y el nihilismo adolescente. Casi
intuitivamente, nuevos valores de sensibilidad, nuevos estilos de vida comunal,
cambios en la vestimenta, el lenguaje y música, todos ellos sustentados por la
ola de un profundo sentimiento de inminente cambio social, impregnaron a una
considerable fracción de toda una generación. Aún no sabemos en que sentido esa
ola comenzó a decaer: si como un retroceso histórico o como una transformación
en un proyecto serio de desarrollo personal y social. Que los símbolos de este
movimiento se hayan convertido en artefacto de una nueva industria cultural no
altera los profundos efectos de tal movimiento. La sociedad occidental no
volverá jamás a ser la misma, más allá de los académicos despectivos y sus
críticas de “narcisismo”.
Lo que le otorga
significación a este incesante movimiento de desinstitucionalización e
ilegitimación es que ha hallado una sólida adhesión en un vasto estrato de la
sociedad occidental. La alienación alcanza no sólo a los pobres sino también a
los relativamente acomodados, no sólo a los jóvenes sino a sus mayores también,
no sólo a los visiblemente explotados sino a los aparentemente privilegiados.
El orden dominante ha comenzado a perder la lealtad de ciertos estratos
sociales que tradicionalmente te brindaban su apoyo y sobre los cuales ese
orden se apoyaba firmemente en épocas previas.
Crisis social
Por crucial que
parezca esta decadencia de las instituciones y de los valores, esto no elimina
en absoluto los problemas que afronta la sociedad actual. Entrelazada con la
crisis social hay una crisis que ha surgido directamente de la explotación del
planeta por el hombre [1].
La sociedad
establecida hace frente hoy a una descomposición no sólo de sus valores e
instituciones, sino también de su medio ambiente natural. Este no es un
problema exclusivo de nuestra época: las desecadas tierras del Cercano Oriente,
las áreas donde tuvieron su origen la agricultura y el urbanismo, son una
evidencia de lo antiguo del saqueo humano. Pero estos ejemplos empalidecen ante
la destrucción masiva del medio ambiente que viene aconteciendo desde los
primeros días de la Revolución Industrial y especialmente luego por la Segunda
Guerra Mundial. Los daños ocasionados al entorno natural por la sociedad
contemporánea afectan al planeta íntegro. La explotación y contaminación de la
tierra ha dañado tanto la integridad de la atmósfera, el clima, los recursos
hidráulicos, el suelo, la flora y la fauna de regiones específicas, como
también los ciclos naturales básicos de los cuales depende toda la vida sobre
el planeta.
No obstante, la capacidad de destrucción del hombre contemporáneo es una quijotesca evidencia de su capacidad para la reconstrucción. Los poderosísimos agentes tecnológicos que hemos desencadenado contra el entorno natural incluyen muchos de los factores esenciales que serán imprescindibles para su rehabilitación. De lo que principalmente carecemos es de la conciencia y sensibilidad que nos ayudarían a alcanzar tan deseable finalidad; una conciencia y una sensibilidad mucho más totalizadora y profunda de lo que habitualmente estos dos términos definen. Nuestras definiciones deberán incluir no sólo la habilidad para razonar lógicamente y responder emocionalmente de un modo equilibrado; sino que, además, deberán implicar una capacidad de darse cuenta de la correlación existente entre todas las cosas y una predisposición imaginativa ante lo posible. En este sentido, Marx estaba en lo correcto al enfatizar que la revolución que nuestra época requiere debe extraer su poesía no del pasado, sino del futuro, de las potencialidades humanas que subyacen en el horizonte de la vida social.
Esa conciencia y
esa sensibilidad nuevas no podrán ser sólo poéticas; deberán ser científicas
también. Por cierto, hay un nivel en que nuestra conciencia no debe ser ni
poética ni científica, sino una trascendencia de ambas cualidades en pos de una
relación nueva entre teoría y práctica, una habilidad para combinar la fantasía
con la razón, la imaginación con la lógica, lo visionario con lo técnico. No
podemos deshacernos de nuestro legado científico sin retornar a una tecnología
rudimentaria con sus grilletes de inseguridad material, fatiga y renunciación.
Por lo mismo, tampoco podemos permitirnos caer en una visión mecanicista y su
tecnología deshumanizante, con sus grilletes de alienación, competitividad, y
brutal negación de las potencialidades de la Humanidad. La poesía y la
imaginación deben estar integradas con la ciencia y la tecnología, pues hemos
evolucionado más allá de una inocencia que sólo puede nutrirse de mitos y
sueños.
¿Hay una
disciplina científica que deje espacio para la indisciplina de la fantasía, de
la imaginación, de la habilidad? ¿Podría tal disciplina englobar los problemas
creados por la crisis social y ambiental de nuestra época? ¿Podría integrar la
crítica con la reconstrucción, la teoría con la práctica, la visión con la
técnica?
En vista de las
enormes dislocaciones con las que hoy nos confrontamos, nuestra época genera la
necesidad de un cuerpo de conocimientos –tanto científicos como sociales– más
aprehensivo y visionario, para resolver nuestros problemas. Sin renunciar a los
beneficios de las teorías científicas y sociales precedentes, estamos obligados
a desarrollar un análisis crítico más maduro de nuestra relación con el mundo
natural. Debemos hallar las bases para una aproximación más reconstructiva a
los graves problemas que nacen de las aparentes “contradicciones” entre
naturaleza y sociedad. No podemos permitirnos seguir cautivos de la tendencia
habitual dentro de las ciencias tradicionales, que diseccionan los fenómenos
para examinar sus fragmentos. Debemos combinarlos, relacionarlos y verlos en su
totalidad así como en su especificidad.
Ecología social, una nueva disciplina
En respuesta a
esas necesidades hemos formulado una disciplina específica para nuestra época:
la ecología social. El mejor conocido término “ecología” fue acuñado por Ernst
Haeckel en el siglo pasado para definir la investigación de las interrelaciones
entre animales, plantas y su entorno inorgánico. Desde los días de Haeckel este
término se ha ido expandiendo hasta incluir ecologías de ciudades, de la salud
y de la mente. Esta proliferación de una palabra en áreas tan dispares puede
aparecer particularmente deseable en una época que busca fervientemente algún
tipo de coherencia espiritual y unidad de percepción.
Pero el término
“ecología” también puede ser extremadamente traicionero, al igual que otras
palabras recientes como “holismo” o “descentralización”, corriendo peligro de
quedar suspendido en el aire, sin raíces, ni contexto, ni textura. A menudo es
utilizado como una metáfora, como un tentador reclamo que pierde la lógica,
potencialmente estimulante, de sus premisas.
Así es como la
verdad radical de estas palabras pude ser fácilmente neutralizada. “Holismo” se
evapora en un suspiro místico, una expresión retórica del compañerismo y
comunitarismo ecologista que acaba siendo utilizada hasta en salutación como
“holísticamente suyo”. Lo que alguna vez fue una seria postura filosófica hoy
se ve reducido a clisé ambientalista. Con “descentralización”
se da a entender comúnmente opciones logísticas al gigantismo, pero no a la
escala humana que haría posible una democracia íntima y directa.
Con ecología pasa
peor aún. Demasiado a menudo se torna una metáfora, como la palabra
“dialéctica”, para cualquier clase de integración o desarrollo. Quizá más
alarmante aún, ese término ha identificado en los últimos años a una muy cruda
forma de ingeniería natural que bien podría denominarse “ambientalismo”.
Ecologistas y ambientalistas
Soy consciente de
que muchos individuos orientados hacia el ecologismo utilizan indistintamente
“ecología” y “ambientalismo”. Aquí yo desearía establecer una distinción
conveniente semánticamente. Por “ambientalismo” propongo designar una
perspectiva mecanicista e instrumental que veía naturaleza como un hábitat
pasivo, compuesto de “objetos” tales como animales, las plantas, y los
minerales, que deben administrarse del modo más aprovechable para el uso
humano. Según mi utilización del término, el “ambientalismo” tiende a reducir
la naturaleza a un depósito de “recursos naturales” o “materia primas”. Dentro
de tal contexto, muy poco puede extraerse del vocabulario ambientalista que se
fundamente en una naturaleza social. Las ciudades devienen “recursos urbanos”.
Si la palabra “recursos” aflora tan frecuentemente en las discusiones
ambientalistas sobre naturaleza, ciudades e individuos, hay un factor, mucho
más importante que el mero uso del término, que esta en cuestión. El
ambientalismo, tiende a considerar el proyecto ecologista para lograr una
relación armónica entre la humanidad y la naturaleza, más como una tregua que
como un equilibrio permanente. La armonía de los ambientalistas se centra en el
desarrollo de nuevas técnicas para saquear el entorno natural con la menor
alteración posible del hábitat humano. Los ambientalistas no cuestionan la
premisa más básica de la sociedad contemporánea: que la humanidad debe dominar
la naturaleza. Más bien, trata de favorecer esta noción mediante el desarrollo
de técnicas que reduzcan los riesgos ocasionados por la irreflexiva expoliación
del medio ambiente.
Para distinguir
ecología de ambientalismo y de otras definiciones abstractas y, a menudo,
confusionistas debo regresar a su origen y explorar su implicación directa
sobre la sociedad. Dicho brevemente, la ecología trata del equilibrio dinámico
dentro de la naturaleza, de la interdependencia entre lo, viviente y lo
inanimado. Puesto que la naturaleza incluye también a los seres humanos, la
ciencia debe comprender el papel de la humanidad dentro del mundo natural;
específicamente, el carácter, la forma y la estructura de las relaciones
humanas respectos a las demás especies y a los substratos inorgánicos del
entorno biológico. Desde un punto de vista crítico, la ecología presenta de un
modo amplio el enorme desequilibrio resultante de la división entre humanidad y
mundo natural. Una de las especies más raras del mundo natural, el Homo
sapiens, se ha desarrollado lenta y laboriosamente desde ese mundo natural
hacia un mundo social propio. Puesto que ambos mundos interactúan
recíprocamente mediante fases evolutivas sumamente complejas es tan importante
hablar de una ecología social como hablar de una ecología natural.
Integración
Permítaseme
recalcar que el error al estudiar esas fases de la evolución humana –que han
producido una larga sucesión de jerarquías, clases, ciudades y, finalmente,
estados– se origina al ignorar el concepto de “ecología social”.
Desafortunadamente, esta disciplina ha sido bloqueada por acólitos
autoproclamados que continuamente intentar confundir todas las fases del
desarrollo natural y humano en una “unicidad” (no totalidad), universal, una
monótona “noche en la que todos los gatos son pardos”, para aplicar una de las
cáusticas frases de Hegel, a un misticismo ampliamente aceptado que se disfraza
con la verborragia ecologista. Por lo menos, nuestro común uso del término
“especie” para referirnos a la riqueza de la vida que nos rodea, debería
alertarnos sobre el hecho de la especificidad, de la particularidad, la rica
abundancia de seres y cosas diferenciadas que constituyen el motivo básico de
la ecología natural. El explorar esas diferencias, el examinar las fases que
colaboraron para su existencia, con el largo desarrollo humano de la animalidad
a la sociedad –un desarrollo latente, con tantos problemas como posibilidades–
implicaría hacer de la ecología social una de las disciplinas más aptas para
reforzar nuestra crítica del actual orden social.
Pero la ecología
no sólo aporta una crítica de la separación entre humanidad y naturaleza;
también afirma la necesidad de subsanarla. Más aún, afirma la necesidad de
trascenderla radicalmente. Como señalara E. A. Gutkind: “La meta de la ecología
social es la totalidad y no la mera suma de innumerables detalles tomados al
azar e interpretados subjetiva e insuficientemente”. La ciencia se ocupa de las
relaciones sociales y naturales en las comunidades o “ecosistemas” [2]. Al
concebirlos holísticamente, es decir, en los términos de su interdependencia
mutua, la ecología social busca descubrir las formas y modelos de interrelación
que permiten comprender una comunidad, ya sea natural o social. El holismo, en
este caso es resultado de un esfuerzo consciente para discernir cómo se ordenan
las particularidades de una comunidad, cómo su geometría (según lo plantearían
los antiguos griegos) hace que el todo sea más que la suma de sus partes. Por
ello, la totalidad a la que Gutkind hace referencia no debe confundirse con una
unicidad espectral que torna a la disolución cósmica en un nirvana sin
estructura alguna; la totalidad es una estructura ricamente articulada que
posee una historia y una lógica internas propias. Lo hasta aquí expresado basta
para señalar que la totalidad no es una universalidad pálida e indiferenciada
que supone la reducción de un fenómeno a lo que tiene de común con alguna otra
cosa. Ni tampoco es una energía celestial, omnipresente, que reemplaza las vastas
diferencias materiales que constituyen el reino animal y el ámbito social. Por
lo contrario, la totalidad comprende las diversas estructuras, articulaciones y
mediaciones que le otorgan al todo una rica variedad de formas y le incorporan
cualidades únicas a aquello que una mentalidad estrictamente analítica
reduciría habitualmente a detalles “innumerables” y “casuales”.
Términos como
“totalidad”, “integridad” y aún “comunidad”, poseen matices peligrosos para una
generación que ha conocido el fascismo y otras ideologías totalitarias. Tales
palabras evocan imágenes de una “totalidad” lograda mediante la
homogeneización, la estandarización y la coordinación represiva de los seres
humanos. Estos temores se ven reforzados por una totalidad que parece estipular
una finalidad inexorable al curso de la historia humana –lo que implicaría un
concepto teológico estrecho, sobrehumano, de “ley social” que niega la
capacidad de la voluntad humana y la elección individual para dar forma al
curso de los acontecimientos sociales.
En realidad, tan
totalitario concepto de “totalidad” se opone radicalmente al que hacen
referencias los ecologistas. Después de haber comprendido su elevada
consciencia de la forma y la estructura, llegamos ahora a un principio
fundamental de la ecología: la totalidad ecológica no significa una
homogeneidad inmutable, sino más bien todo lo contrario: una dinámica unidad de
diversidades. En el reino natural el equilibrio y la armonía se logran mediante
una diferenciación siempre cambiante, mediante una diversidad siempre en
expansión. La sensibilidad ecológica, en efecto, es una función no de
simplificación y homogeneidad, sino de complejidad y variedad. La capacidad de
un ecosistema para mantener su integridad no depende de la uniformidad del
medio ambiente, sino de su diversidad. Pretender que la ciencia gobierne el
vasto nexo vital de interrelaciones orgánicas en todos sus detalles, es algo
peor que arrogancia: es pura estupidez. Si la unidad en la diversidad
constituye uno de los principios cardinales de la ecología, la riqueza de
bioelementos existente en un sólo acre de terreno nos conduce a otro de los
principios ecológicos básicos: la necesidad de permitir un alto grado de
espontaneidad natural. La apremiante sentencia: “Respetad la naturaleza” tiene
implicaciones concretas.
Por ello,
deberíamos conceder una buena dosis de libertad de acción para la espontaneidad
natural de las variadas fuerzas biológicas que dan lugar a una situación
ecológica diversificada. “Trabajar con la naturaleza” implica, en gran medida,
que debemos alentar la diversidad biótica que emerge del desarrollo espontáneo
de los fenómenos naturales. No quiero decir con esto que debamos abandonarnos a
una mítica naturaleza que esté más allá de la comprensión e intervención humanas
y que demande nuestra subordinación temerosa. Tal vez la conclusión más obvia
que podamos extraer de estos principios ecológicos sea la observación de
Charles Elton: “El futuro del planeta tiene que ser administrado, pero tal
administración no deberá asemejarse a una partida de ajedrez, sino más bien a
timonear una embarcación”. Lo que la ecología, tanto natural como social, puede
pretender enseñarnos es el modo de hallar el curso y descubrir la dirección de
la corriente.
Sobre la jerarquía
Lo que distingue
esencialmente a la perspectiva ecológica como proceso liberador es su
desafiante propuesta ante las nociones convencionales de jerarquía. Los
ecologistas no son demasiado conscientes de que su ciencia provee sólidos
fundamentos filosóficos a una visión no-jerárquica de la realidad. Como muchos
estudiosos de las ciencias naturales, se resisten a las generalizaciones
filosóficas por considerarlas ajenas a sus investigaciones y conclusiones;
prejuicio éste cuyo origen puede rastrearse en la tradición empírica
angloamericana.
Si reconocemos
que cada ecosistema puede contemplarse como una trama alimentaria, podremos
imaginarlo como un nexo circular de relaciones planta-animal (más que una
estratificada pirámide con el ser humano en la cima) que incluye una gama
variadísima de criaturas, desde microorganismos hasta grandes mamíferos. Cada
especie, sea una bacteria o un ciervo, es parte de una red de enlace
interdependiente de todo el resto, por más directo que sea el vinculo. Un
cazador es, en esta trama, también una presa, cuando quizá el “más bajo” de los
organismos le ponga enfermo o colabore a consumirlo después de su muerte.
La rapacidad no
es el único vínculo que hay entre las distintas especies. Hoy existe una
literatura que nos revela hasta qué punto el mutualismo simbiótico es uno de
los grandes factores que protegen la estabilidad ecológica y la evolución
orgánica. No debemos caer en la comparación simple de plantas, animales y seres
humanos, ni entre los ecosistemas de plantas y animales con las comunidades
humanas. Ninguno de ellos es completamente congruente con los demás. No es en
lo particular de la diferenciación que las comunidades de plantas y animales
están ecológicamente unidas con las comunidades humanas, sino más bien en su
lógica de diferenciación. Totalidad es, de hecho, integridad. La estabilidad
dinámica del todo deriva de un nivel visible de integridad tanto en las
comunidades humanas como en los ecosistemas en su cenit. Lo que vincula a estos
modos de totalidad e integridad –por muy diferentes que sean en sus
especificaciones y en sus cualidades– es la lógica del desarrollo en sí misma.
Un bosque en plenitud es un todo integrado, como resultado del mismo proceso de
unificación, la misma dialéctica que hace de una determinada forma social un
todo integrado.
El énfasis sobre
las bioregiones como marcos de referencia para determinadas comunidades
humanas, provee un elemento en favor de la necesidad de readaptar las técnicas
y formas de trabajo según los requerimientos y las posibilidades de cada área
ecológica.
Dentro de este
contexto de ideas sumamente complejo, debemos tratar de trasladar el carácter
no-jerárquico de los ecosistemas naturales a la sociedad. Un importante aporte
de la ecología social es su negación de la jerarquía como principio
estabilizador u “ordenador” tanto en el reino natural como en la sociedad. Esta
asociación del orden como tal con la jerarquía es quebrada sin por ello afectar
la asociación de naturaleza y sociedad. El hecho de que las jerarquías existan
en la sociedad actual no significa que ello deba permanecer así. El que la
jerarquización amenace la existencia de la vida social de hoy indica, por
cierto, que tal cosa no puede mantenerse como hecho social, así como tampoco
puede hacerlo cuando amenaza la integridad de la naturaleza orgánica. El
mismísimo término “democracia” como la apoteosis de la libertad social, ha sido
suficientemente desnaturalizado hasta lograr, según Benjamín Barber: “El
gradual desplazamiento de la participación por la representación. Donde la
democracia, en su forma clásica, significó el gobierno por el pueblo mismo,
aparece hoy (mediante el ardid de la representación) como el gobierno de una
élite sancionado por el pueblo. Élites rivales compiten para obtener el apoyo
de un público cuya soberanía popular se ve reducida al patético derecho a
participar en la elección del tirano que habrá de gobernarlo”.
Más significativo
aún, el concepto de una esfera pública, de cuerpo político, ha sido
literalmente desmaterializado por una aparente heterogeneidad –más precisamente,
una atomización que va desde lo institucional hasta lo individual– que ha
reemplazado la coherencia política por el caos. El desplazamiento de la virtud
pública por los derechos del individuo, ha provocado la subversión no sólo de
un principio ético unificador que alguna vez le otorgó sustancia a la noción de
público, sino también de la condición de persona que le otorgaba sustancia a la
noción de derecho.
¿Qué propone la idea de ecología
social?
En términos
concretos: ¿Qué temas atormentadores propone la ecología social a nuestro
tiempo y al futuro? Al restituir una vinculación más avanzada con lo natural,
¿será factible lograr un nuevo equilibrio entre humanidad y naturaleza mediante
una sensitiva educación de nuestras prácticas agriculturales, nuestras áreas
urbanas y nuestras tecnologías a los requerimientos naturales de una región y
de los ecosistemas que fa componen? ¿Podemos lograr una drástica
descentralización de la agricultura que haga posible cultivar la tierra como si
fuese un jardín, equilibrado por la diversidad de su fauna y flora? ¿Requerirán
tales cambios la descentralización de nuestras ciudades en comunidades a escala
moderada, generando una nueva y armónica relación entre aldea y campo? ¿Qué
tecnología se requerirá para lograr estas metas, evitando el incremento de la
polución del planeta? ¿Qué instituciones se precisarán para crear una nueva
esfera pública, que relaciones sociales serán necesarias para dar origen a una
nueva sensibilidad ecológica, que formas de trabajo para volver creativa y
gozosa la práctica humana, qué tamaño y población tendrán las comunidades a
escala humana para ser controlables por todos? ¿Qué tipo de poesía? Cuestiones
concretas: ecológicas, sociales, políticas, de comportamiento se nos abalanzan
como un torrente que hasta hace muy poco fue refrenado por las ideologías y los
hábitos de pensamientos tradicionales.
Que no nos quede
ninguna duda al respecto: las respuestas que encontremos a tales cuestiones
tendrán una relación directa con la habilidad humana para sobrevivir en el
planeta. Las tendencias de nuestro tiempo están visiblemente dirigidas contra
la diversidad ecológica: de hecho, apuntan hacia una brutal simplificación de
la biosfera íntegra. Las complejas cadenas alimentarias vienen siendo socavadas
despiadadamente por la aplicación de técnicas industriales en la agricultura,
con el resultado, en muchos lugares, de ver los suelos transformados en
esponjas absorbentes de fertilizantes químicos. El monocultivo sobre enormes
superficies de tierra está borrando la variedad natural, agrícola y aún
fisiográfica.
Inmensos cinturones urbanos están usurpando implacablemente la
campiña, sustituyendo la fauna y flora por hormigón, metales y vidrio y
envolviendo vastas regiones en una nube de polucionantes atmosféricos. En este
masivo mundo urbano, la experiencia humana se toma cruda y elemental, sujeta a
toscos estímulos y a una crasa manipulación burocrática. Una división nacional
del trabajo está reemplazando la variedad regional y local, reduciendo
continentes enteros a inmensas fábricas humeantes y convirtiendo las ciudades
en ostentosos supermercados.
La sociedad
moderna está poniendo en peligro la complejidad biótica lograda por la
evolución orgánica. El gran movimiento vital, desde los más simples hasta las más
complejas formas y relaciones, está siendo revertido en dirección a un
medioambiente que será capaz de soportar sólo formas simples de vida. De
continuar este retroceso de la evolución biológica al socavarse las tramas
alimentarias de las que depende la humanidad, estará en peligro la
supervivencia misma de la especie humana. Si continúa la reversión del proceso
evolucionarlo, hay buenas razones para creer que las precondiciones necesarias
para la existencia de formas complejas de vida serán destruidas irreparablemente
y que el planeta será incapaz de mantenernos como una especie viable.
En esta
confluencia de crisis sociales y ecológicas no podemos permitirnos carecer de
imaginación: no podemos seguir ignorando al pensamiento utópico. Las crisis son
demasiado serias y las posibilidades demasiado arrebatadoras como para ser
resueltas mediante los modos habituales de pensamiento, aparte de ser éstos los
originadores de dicha crisis. Años atrás, los estudiantes franceses durante los
alzamientos de mayo y junio de 1968 expresaron magníficamente este agudo
contraste de opciones en su slogan: “Seamos realistas, hagamos lo imposible”. A
esta demanda, la generación que se confrontará con el próximo siglo tendrá que
agregarle este mandato más solemne: “Si no hacemos lo imposible deberemos
afrontar lo inconcebible”.
Notas:
[1]
Intencionadamente uso aquí la palabra “hombre”. El actual abismo entre
humanidad y naturaleza ha sido precisamente tarea del varón, que según las
memorables líneas de T. Adorno y M. Horkheimer “sonaba con adquirir el dominio
absoluto de la naturaleza, convertir el cosmos en un inmenso campo de cacería”
(Dialéctica del Iluminismo). Por mi parte, hubiese estado dispuesto a sustituir
“un inmenso campo de cacería” por “un inmenso campo de matanza”, para lograr
una descripción más precisa de nuestra “civilización” machista.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario